En ese verano clave de los quince a los dieciséis o de los dieciséis a los diecisiete en el que la mitad de la humanidad deja de ser virgen ante la mirada espantada o envidiosa de la otra, los adolescentes madrileños íbamos un paso por detrás de los andaluces. Al sur le ayudaba la lentitud de las siestas provincianas, la falta de entretenimientos de otra naturaleza y por encima de todo, el calor. Los madrileños llegábamos por lo general tarde a la playa y de un desolador color amarillento, en tren Talgo tras un viaje de ocho horas o después de haber recorrido el puerto de Despeñaperros con un bocata de jamón no precisamente ibérico atravesado en la garganta.
Punta Umbría, Huelva, 1990. Aquel nombre, Punta Umbría –sobre todo si se considera que no era extraño que se produjeran verticales golpes de calor que disparaban los termómetros hasta los cuarenta y cinco grados e incluso tormentas de viento que traían como una maldición bíblica la arena rojiza del desierto del Sáhara– parecía puesto por un sádico que hubiera enloquecido seguramente bajo el mismo calor del que pretendía burlarse. Punta Umbría se alzaba todo lo alto que podía en la desembocadura del Odiel frente al océano Atlántico, no era mucho en realidad, cinco pisos era la máxima altura del flamante y recién estrenado hotel Pato Amarillo pero en esa época nos parecía más que suficiente. Era uno de tantos pueblos del litoral onubense, rodeado por la marisma y un paisaje de dunas y pinos chatos y retorcidos. Mi padre contaba cómo en su juventud solo se podía llegar a aquel pueblo en barco a través de la ría y que apenas vivían en él unas cuantas familias de pescadores, algo que retrotraía la fundación a una especie de era mítica y seguramente de una endogamia más bien poco saludable.
En el verano de mis quince y dieciséis años ya había dejado de ser ese pueblo de relato de Stevenson pero aún no se había convertido en el monstruo del turismo que es hoy, era todavía algo moderado y en absoluto internacional. Los madrileños éramos la excepción en aquella costa repleta casi en su totalidad de sevillanos y onubenses y teníamos la condición entre ridícula y prestigiosa del ave de paso. Bastaba abrir la boca en la panadería, al comprar un helado o al preguntar cómo se llegaba a una plaza para despertar una breve sonrisa:
–Qué fino.
En el terreno de lo erótico hablar “fino” o sencillamente distinto no suponía precisamente una ventaja en la adolescencia. La erótica de la adolescencia pasa por una desesperada huida hacia la indefinición. El adolescente quiere ser en primera instancia invisible para, en segunda instancia, ocuparlo todo y no puede decirse que mi acento favoreciera esa invisibilidad necesaria y previa al triunfo. Tras dos veranos de bochornoso fracaso preadolescente en los que había puesto literalmente toda la carne en el asador ya había casi desistido de la posibilidad de un triunfo en campo ajeno, me empezaban a colgar los brazos y me imaginaba perdiendo la virginidad en la veintena cuando los dioses hicieron que me topara con María. Había habido ya otras Marías pero yo me había enamorado de ellas bajo una condición muy infantil: porque eran capaces de romper farolas a veinte metros o de decir la mitad del abecedario eructando. Aquella nueva María, con quien me crucé dos veces seguidas en menos de diez minutos en la única calle en la que uno podía cruzarse dos veces en Punta Umbría, la calle Ancha, tenía algo distinto, no se podía esquivar y me succionó como un poderoso limpiapiscinas de última generación.
Se puede decir que María era en cierto modo una superconcentración poco andaluza de lo andaluz. Para empezar no tenía ese acento violentamente cerrado de las locales, era masculina sin ser robusta y tenía unos rasgos redondeados y finos –seguramente todavía un poco infantiles– que a mí me hacían pensar en un rostro extranjero, antillano. Le gustaba leer libros de Nietzsche en ediciones baratas que compraba en la misma feria del libro de Punta Umbría y que acababan llenos de arena de playa y de manchas de crema de protección solar. Tal vez si Nietzsche le hubiese podido dedicar uno de sus libros habría puesto una dedicatoria no muy distinta de la que cuenta Savater que le escribió Cioran: “A María, agradecido por sus incesantes esfuerzos por convertirse en pesimista.” María era discutidora, bailaba poco, reía mucho pero con un toque sentimental, tenía más amigos que amigas (entre las mujeres siempre llevaba un aire de chico de incógnito) y estaba tan renegrida que si uno se la encontraba por la noche maravillaba el fulgor del blanco de sus ojos y sus dientes como el célebre cartel de El cantor de jazz. A mis catorce años yo lucía ya una poderosa nariz que tenía la fea costumbre de despellejarse en verano y adquirir un deserotizante color rosado, era inquietantemente flaco y me había acostumbrado a fumar para acabar con el aspecto de niño desnutrido que me llevaba persiguiendo desde los diez. Trato de imaginar esa noche (digo “trato” porque las primeras palabras y aproximaciones han desaparecido por completo de la memoria y han quedado reducidas a esa mirada caníbal de la calle Ancha), trato de imaginar esa noche, o dos o tres noches después, mientras ella me hablaba de Nietzsche y yo fingía que lo había leído, sentados frente a la ría de Huelva con ese concierto de las cuerdas de los mástiles de los barcos amarrados, y el olor a verano de la marisma, besándonos, yo con mi nariz rosa, ella con sus ojos fosforescentes. Con un buen ángulo contrapicado podríamos haber protagonizado una escena de una película mutante de serie b en la que dos especies hasta la fecha enemigas o incompatibles hubiesen realizado una unión contranatura con gran placer, como es lógico.
Siempre he creído, que del mismo modo que no se puede volver a leer en la vida con el desamparo y la falta de protección con que uno lo hace a los siete años, tampoco se vuelve a besar con la misma ineficacia unida a la misma entrega científica con la que uno lo hace en la adolescencia. Tal vez el primer descubrimiento real de lo sexual (el de que hay que aparcar la gentileza para llegar, sencillamente, a alguna parte) no se produce todavía en ese estado erótico del beso y del meterse mano adolescentes.
Durante todo aquel verano yo regresaba a casa a diario con una erección olímpica y sintiéndome misteriosamente desdichado después de haber acompañado a María a la suya. El estado de la desdicha tenía y no tenía que ver con ella. Puede que también María se acostara sintiéndose vagamente desdichada y nadando a crol arriba y abajo en aquella piscina de su conciencia llena de una mezcla de educación católica, sentencias de Nietzsche subrayadas a boli y el recuerdo ominoso de una nariz rosa pegada a la suya. En realidad me siento más inclinado a creer que el último verano de su infancia coincidió con el primero de mi adolescencia y que lo sexual le interesaba aún de una manera muy vaga y lejana en comparación con el apremio que parecía prometer lluvias de azufre de la mía. “Quien no tenga una casa ahora ya no la tendrá nunca”, decía un hermoso (y adolescente) verso de Rilke. Algo parecido sentía yo: “como no pierda la virginidad este verano, ya no la perderé jamás”. Lo interesante de la desdicha sexual es que desde el primer minuto se entiende a la perfección en qué consiste: eso sí que no necesita aprendizaje alguno.
La última semana de aquel verano (cuando ya comenzaba a ser más que evidente que no iba a pasar nada que no hubiera pasado ya) me sumergí en una especie de melancolía muy típica en mí: paseaba por ese mundo cuyas vidas me parecían más fáciles que la mía solo porque no estaba obligado a vivirlas, esas vidas de gordos o flacos, feos o guapos que –a diferencia de mí– follaban veraniega y vertiginosamente mientras que yo estaba atrapado en ese mundo a medias sentimental y a medias de camarada de María. La propia María se cansaba (o se olvidaba) de fingir que era mayor de lo que era. En realidad no le entusiasmaba la idea de convertirse en una mujer. Pertenecía a esa numerosísima tipología de adolescentes heterosexuales que siempre quisieron ser chico y a las que molesta lo femenino como una ortopedia mal puesta hasta que de pronto aceptan el cambio y se metamorfosean de la noche a la mañana.
Algo de mi desazón debió de notar porque a pesar de todo me quería a su onubense y nitzscheana manera. Dos días antes de marcharme de nuevo a Madrid me llevó de noche a uno de los espigones que quedaban un poco alejados del pueblo y me dejó ver un anticipo de lo que yo suponía El Dorado (un Dorado que, todo sea dicho, estuvo realmente a la altura de las expectativas) y a continuación me prometió que el verano siguiente haríamos el amor allí mismo.
–Te esperaré –dijo un poco teatralmente ella, que era tan poco teatral.
Y yo, que no podía ser más teatral, la estuve besando sin respirar durante los tres cuartos de hora siguientes, hasta el borde del calambre.
En La prisonera Proust habla muchas veces de las largas esperas a Abertine. Es en cierto modo uno de los leitmotivs más recurrentes de En busca del tiempo perdido, la ausencia, o más que la ausencia esa otra forma privilegiada y eléctrica que contiene su placer y evita su dolor: la inminencia. Proust recuerda con un éxtasis de vértigo genital el instante en que por fin el narrador veía el coche del que se bajaba Albertine, el momento en el que podía ver sin ser visto a esa mujer desde la ventana de la planta superior, una mujer con la que estaba a punto de acostarse pero con la que aún no se había acostado, que iba a ser suya en un segundo. Yo pasé aquel invierno sumido en ese vértigo de la inminencia del que habla Proust. Era lo más parecido a caminar atravesando una montaña orientado tan solo por la luz que se vislumbra en la salida, me imaginaba una y otra vez aquel cuerpo que había visto apenas unos segundos y que a medida que iban pasando los meses se tornaba cada vez más borroso y seguramente más idealizado. De las cartas nos cansamos casi enseguida. Las mías eran largas, sentimentales y tediosas (hasta para mí) y las suyas cortas, expeditivas y más bien cerebrales. Su padre había muerto un año antes de que nos conociéramos y las usaba (igual que había utilizado nuestras conversaciones en verano) para escucharse a sí misma decir cosas en voz alta y poder decidir luego si le sonaban ciertas o falsas. Pero la imagen de su cuerpo quedó. Y sobre todo quedó el veneno de la inminencia.
El invierno voló a una velocidad asombrosa y cuando regresé de nuevo a Punta Umbría parecía como en las fábulas: todo había sucedido ayer y a la vez hace un milenio. Mi cuerpo reconocía la luz, el olor, el sabor del agua, pero la casa de María estuvo cerrada durante una semana y una amiga común me dijo que no llegaría hasta unos días más tarde.
Solo un entusiasmo retroalimentado a lo largo de un gélido invierno madrileño podía conseguir que permaneciera engañado más de un cuarto de hora, pero mi nariz rosada seguramente me daba un aire incluso más infantil que el del año anterior porque lo primero que María se vio obligada a decir fue:
–Tengo novio, lo siento.
Era y no era la misma. Había mutado a una feminidad abierta, la mirada se le había vuelto esmeralda (¿Había tenido siempre los ojos verdes? ¿Por qué los recordaba yo marrones?) e iba vestida como cualquiera de las chicas del pueblo, con pulseras baratas, un vestido veraniego y chanclas. Estaba preciosa y era a la vez tan convencional como pueda imaginarse, una Cleopatra de barrio como otra cualquiera, con su pelo brillante y su dentadura de caballo joven.
Nietzsche, por supuesto, había quedado para la historia, pero ahora estaba leyendo El perfume, de Patrick Süskind. ¿Había leído yo El perfume? Era su libro favorito. Dijo “favorito” de una manera ridícula, casi escolar. Creo que casi la odié más por hablarme de Patrick Süskind durante una insoportable hora y media que por no acostarse conmigo en el espigón, tal y como había prometido, pero lo cierto es que también durante aquel verano fue mi amor. Mi amor de una manera vencida, rencorosa y distante, mi amor sin hablar, mi amor en los celos y en el rechazo, pero mi amor al fin y al cabo. Un amor de verano en el que, como el anterior, tampoco perdí la virginidad, pero en el que aún seguía electrizado por la inminencia. ~