De la literatura para adultos a los libros para niños. En mi caso, escribir para niños surgió del encuentro con una buena idea y la falta de dinero. Hice un pequeño boceto (como para un álbum ilustrado) y se lo mandé a Michi Strausfeld que seguramente será una de las mejores editoras de literatura infantil del mundo. Me dijo que solo publicaban novelas (en ese momento era la directora de la colección infantil de la editorial Siruela) y así fue como empecé: “estirando” aquella historia para convertirla en novela. Fue extraño porque fue precisamente al estirarla cuando se convirtió en un verdadero relato. Por otro lado, los libros para niños ocupan un lugar intenso, maravilloso, en el conjunto de mi obra. Creo que muchas de las historias más evocadoras y emocionantes que me han pasado como escritor han venido de niños lectores. Traduje también los libros de Alicia, de Lewis Carroll, para la editorial Sexto Piso, que hizo una edición fantástica y ahí, investigando, vi que para Carroll la respuesta de los niños fue un motor principal en su vida y no me extraña. No hay nada más maravilloso en este mundo que emocionar a un niño. Es una droga absoluta.
El lector infantil, lector radical. Todo el que escribe para niños se quiere conectar con un momento particularmente intenso de su vida como lectores. Escribimos para niños porque jamás en la vida, por mucho que se lea, se lee como cuando uno tenía ocho años: con esa entrega absoluta de la conciencia y de la voluntad, y escribir para ese tipo de lector tiene un grado extra de exigencia. Cuando uno tiene un lector radical ha de adoptar también una escritura radical. No puede fingir, no puede mentir, no puede falsear, no puede hablar sin convencimiento. Cuando uno duda el niño lo nota, porque los niños tienen un radar ultrasensible para la falsedad, la detectan y la acusan al instante, y son radicales también ahí: dejan de prestarte atención. A mí me parece que por esa razón la escritura se impone desde otro lugar. En mi caso, cuando tengo una idea que creo que se puede convertir en una novela para niños el ejercicio que hago es mantener esa idea en la imaginación durante meses para que mi mente se habitúe a ella, para que no haya fisuras, para ver si resiste y si sigue teniendo esplendor un par de meses después. Si es así espero a estar en un momento vital particularmente animado –tras una buena noticia– y ahí escribo el libro de un tirón, en quince o veinte días, para que tenga todo el impulso de algo primero contenido y luego dejado a rienda suelta. Es una técnica un poco de locos pero los tres libros infantiles que he escrito los he hecho de ese modo, una manera muy distinta a como me planteo aquellos que escribo para adultos.
El adulto es cursi; el niño, no. Creo que el mundo de la literatura infantil está pervertido por varios personajes- tipo. Uno es el editor infantiloide, el editor que “se quiere sentir como un niño” y que tiene la extraña creencia de que los libros infantiles son en última instancia para ese tipo de adulto cursi que piensa que se le perdió algo en la infancia o vete a saber qué, cuando en realidad la mente de un niño se parece más a un concierto punk que a otra cosa. Un niño no tiene nostalgia ni melancolía de nada, eso es un sentimiento adulto, pero este mundo está lleno de libros para niños que apestan a melancolía. El peor de todos, el libro más odiado por los niños, la peor maldad que se le ha hecho al niño en aras de sentir un pequeño escalofrío de cursilería sin igual es El Principito. Me gustaría hacer un acto público de quema de El Principito, sería una hoguera purificadora. El otro personaje-tipo es el editor biempensante que quiere hacerle encajar al niño sus principios morales (casi siempre biempensantes y progresistas) con lo que consiguen una literatura instrumental, llena de buenos sentimientos de cartón piedra que el niño se traga como una cucharada de aceite de hígado de bacalao para después odiar la lectura con toda la santa razón. Los otros son los que pretenden evitarles a los niños palabras con las que ellos se comunican de una manera natural: muerte, amor, enfermedad, afecto físico, exclusión… Esas cosas tienen que estar en los libros. Ya está bien de hablar de cigüeñas. O, como dijo aquel gracioso niño español: “Lo de la cigüeña está bien, mamá, pero a la cigüeña ¿quién se la folla?” ~