El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, no entiende qué es y cuál es la función de un intelectual. No lo entendió en 2006, como candidato derrotado a la presidencia de la República, que impugnó el fallo del entonces Instituto Federal Electoral. Y no lo entiende hoy, a la mitad de su sexenio y a tres semanas de encarar, en las elecciones intermedias, la valoración de los ciudadanos acerca de su mandato. En ambos momentos, la misma tónica: el entusiasmo incondicional de un sector importante de los intelectuales acabó en el desencanto. En las dos ocasiones, López Obrador sintió que lo habían dejado solo. En ninguna fue así.
México, 2006
El presidente Vicente Fox comete errores políticos de principiante. Para descarrilar el ascenso de López Obrador, jefe de gobierno de la Ciudad de México, en las preferencias de los ciudadanos, apuesta por su desafuero. Eso convierte a Fox en el involuntario coordinador de la campaña presidencial de Andrés Manuel, como lo llama la multitud de sus adeptos. Aunque ha realizado una opaca gestión cultural en la capital y sus posturas progresistas se limitan al asistencialismo social, el rescate de algunas manzanas del Centro Histórico –que tanto le debe a las inversiones del empresario Carlos Slim Helú–, sumado a la diaria paliza mediática que le propina a Fox en sus conferencias matutinas, acrecienta los vitoreos.
López Obrador es el candidato de aquella intelectualidad de izquierda que no acepta que la democracia se instaló en la presidencia de México en el año 2000. Las elecciones de 2006 son la gran oportunidad para identificarse con un liderazgo en el que depositan su confianza. En consecuencia, la reflexión ponderada y crítica, connatural a la vocación de la actividad intelectual, se desvanece.
No son pocas las llamadas de alerta que hace otra parte de la intelectualidad, un espectro más heterogéneo que va del liberalismo a la socialdemocracia. López Obrador propicia la polarización de las opiniones: se está a su favor o se está en contra. Esa es su estrategia. Lo logra. En un evento de campaña, en el Ayuntamiento de la Ciudad de México, los intelectuales que lo consideran el apóstol de la democracia le aplauden de pie.
Las de ese año son las elecciones más apretadas en la historia del México contemporáneo. López Obrador no respeta el fallo del Instituto Federal Electoral y, después de tres marchas multitudinarias, invita a sus correligionarios a plantarse en el Zócalo y en el Paseo de la Reforma, acaba designándose el presidente legítimo, y hasta nombra un gabinete. La “presidencia patito”, comienza a llamarla la vox pópuli. La violencia verbal aumenta, lo mismo que los conatos de violencia física y los llamados a las armas, a la revolución, que se escuchan entre los vítores. Lo mismo se acrecienta el daño a terceros, como comercios de varia índole y el derecho de los ciudadanos al libre tránsito. Entre varios de sus más convencidos simpatizantes, comienza los deslindes; los más, con cautela.
Entre los pocos que, aunque refrendan su simpatía, le imponen límites a la adhesión, se encuentran Elena Poniatowska y Carlos Monsiváis. Poniatowska afirma que está en contra de la revolución, en contra de las armas, en contra de los hechos de sangre, pues su apuesta está con una resistencia pacifista y pacífica que, cuando deje de serlo, se retira. En distintas ocasiones y con distintos énfasis, Monsiváis cuestiona el plantón y sus secuelas. Desde ese momento, se le prohíbe la entrada al Zócalo y el líder de masas suspende la comunicación. Y así, cada vez más.
No se alejaron de López Obrador.
Su estilo personal de hacer política los apartó.
México, 2021
Una buena parte de la comunidad intelectual que votó por López Obrador el 6 de julio de 2018 se ha dado cuenta que su opinión no se toma en cuenta, que ha sido alejada, excluida, traicionada. Tal como sucedió en 2006, las muchas llamadas de alerta tampoco tuvieron demasiada resonancia. En esta ocasión el desencanto es más hondo, porque el presidente de México, con sus decisiones, con sus nombramientos, con su violencia verbal, con su estilo personal de gobernar, los ha repelido otra vez.
Las decisiones son un desastre.
López Obrador ha abolido fideicomisos de ciencia y tecnología, antropología e historia, cinematografía y fomento a la creación artística. Ha otorgado el 25% del presupuesto cultural al Proyecto Chapultepec que luego de dos años no inicia, salvo por las obras destinadas a infraestructura vial que realiza el gobierno de la Ciudad de México y están orientadas básicamente al desarrollo inmobiliario y vial. López Obrador ha ignorado a la comunidad académica y cultural en la concepción de las conmemoraciones de 2021 y de los nuevos libros de texto gratuitos.
Los nombramientos también son desastrosos.
El presidente ha designado en las posiciones de más alta importancia de la cultura y las artes, la ciencia y la tecnología, y el libro y la lectura, a personas que no tienen la competencia para conducirse como los gestores e interlocutores que requiere cualquier gobierno, o que acuden a los despropósitos y las bravuconadas, o a ambas: la secretaria de Cultura Alejandra Frausto Guerrero, el director del FCE Paco Ignacio Taibo II, la titular del Conacyt María Elena Álvarez Buylla, el ex director de bibliotecas y actual responsable de los libros de texto gratuitos, Marx Arriaga Navarro.
No obstante, lo más grave es que el Ejecutivo ha utilizado la más alta tribuna de la nación, que ya no es el Congreso de la Unión sino su conferencia matutina, para denostar al sector intelectual, en general, y en particular. No es necesario repetir la fraseología, que es pedestre, grotesca y atroz. En eso tal vez, aunque a la inversa, tenga razón: no ha habido presidente en la historia de México que haya atacado a los intelectuales con tanto denuedo y rencor como Andrés Manuel López Obrador.
El presidente confunde la actividad de un intelectual con la de un activista o un servidor público de su gobierno, ambas nobles faenas, si se cumplen con decoro y capacidad. A estas alturas, no es aventurado asegurar que jamás entenderá que el intelectual ejerce la ardua labor de reflexionar acerca de las circunstancias de la vida pública, exponiéndola de la mejor manera que le sea posible y poniéndola a la consideración de un lector, un radioescucha, un televidente, al ciudadano común, para alentar la conversación acerca de los asuntos públicos, exponiéndose de esa forma al veredicto que impone la evolución de los sucesos. Nada más, pero tampoco menos. No lo entiende porque no entiende que se puede ser crítico de un proyecto y a la vez leal a este, pero que no se puede ser leal sin ser crítico.
Es por eso que extraña, que desconcierta, que irrita incluso, que el presidente de México asegure que el movimiento que encabeza se ha quedado con muy pocos intelectuales en la actualidad, como si acaso lo hubieran dejado solo. A López Obrador ni los empresarios, ni los inversionistas, ni los micro y pequeños empresarios, ni los médicos, ni las mujeres, ni los desempleados, ni las comunidades indígenas, ni los usuarios del metro, ni los científicos, ni los intelectuales ni nadie más lo han dejado solo. Es el presidente quien les ha azotado en las narices, una y otra vez, las puertas de Palacio Nacional.
Es autor del libro digital 80 años: las batallas culturales del Fondo (México, Nieve de Chamoy, 2014), de Política cultural, ¿qué hacer? (México, Raya en el Agua, 2001, y de La palabra dicha. Entrevistas con escritores mexicanos (Conaculta, 2000), entre otros. Ha sido agregado cultural en las embajadas de México en la República Checa y Perú y en el Consulado General de México en Toronto.