La belleza es una cosa rara

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Max Roach le había dado un puñetazo en la boca aquella noche. Más tarde, a las cuatro de la mañana, se instaló afuera del edificio donde vivía para gritarle que bajara a terminar la pelea. Años antes, Miles Davis se había burlado de él y su cordura: “Solo escuchen lo que escribe y cómo lo toca. Psicológicamente hablando, el hombre está mal por dentro.” La crítica y los colegas se abalanzaban sobre su música y su vida personal para destrozarlas, pero Ornette Coleman sabía cómo evitar sus mordidas; llevaba toda la vida haciéndolo.

Coleman nació en una familia pobre de Forth Worth, Texas en 1930, al inicio de la Gran Depresión. El joven Coleman se interesó por la música, pero sus padres solo pudieron conseguir un saxofón de plástico que, para sorpresa de todos, sonaba muy bien. La pobreza también le impidió aprender a tocarlo correctamente, algo que a la larga afectaría su estilo y sonido.

El primer obstáculo que tuvo que sortear fue en la secundaria, el día en que se le ocurrió improvisar algunas líneas mientras la banda entera tocaba la marcha “The Washington Post”. Lo corrieron de inmediato y nunca más tocó con ellos, era la primera de muchas ocasiones en que la pasaría mal por romper los esquemas de la música.

En la adolescencia, el director de la orquesta de su iglesia lo puso como ejemplo de cómo no tocar el saxofón. Muchas veces lo expulsaron de distintos salones porque sus solos detenían al público que quería bailar y no contemplar intensamente las dificultades armónicas del saxofonista. Más de una vez le pagaron para que no tocara y en alguna ocasión, un grupo de músicos de Baton Rouge lo bajó del escenario hasta la calle y le demostró a golpes que sus improvisaciones eran poco afortunadas. Cuando ya estaba vencido y humillado en el suelo, destruyeron su saxofón tenor para que no volviera “a matar al jazz”.

Pero no se arredró, de alguna manera consiguió un sax alto y continuó su labor de revolucionar una música que parecía estancarse en las lodosas aguas de la autocomplacencia bop.

No se detuvo incluso cuando fue casi expulsado del mundo jazzero y tuvo que trabajar como elevadorista durante una temporada. Detenía su poco usado elevador en cualquier piso y se ponía a estudiar armonía. Dentro de aquel reducido espacio se estaba concibiendo una revolución que afectaría a la historia de la música por varias décadas.

En 1959 nadie sospechaba que ese sería un año de rompimiento dentro del jazz. Billie Holiday, Lester Young y Sidney Bechet murieron durante ese mismo periodo mientras varios discos se preparaban para cimbrar de forma significativa al jazz. Parecía que la vieja guardia dejaba espacio para el siguiente cambio de dirección que estaba por darse.

Fue el año en que Miles Davis explicó el significado del jazz modal con Kind of blue, John Coltrane inauguraba su abandono a formas más tradicionales con Giant steps, Charles Mingus demostraba que una banda grande de música popular podía hacer lo mismo que una de cámara con Mingus ah umh y Dave Brubeck enseñó que el jazz podía llegar a las masas y venderse como si fuera pop al entregar Time out a las radiodifusoras estudiantiles. Pero quien superaría conceptualmente a todos ellos sería Ornette Coleman. El rechazo que vivió por años estaba por convertirse en celebración.

Tras un par de discos que anunciaban la transformación que Coleman comenzó a gestar en aquel pequeño elevador, llegó su debut para Atlantic Records: The shape of jazz to come. Con este disco el saxofonista daba un paso más lejos del bebop y renunciaba por completo a complacer al público de oído fácil.

Lo que hizo tal vez ahora no resulta tan revolucionario, pero en 1959 el jazz comenzaba a estancarse; la última destrucción de estructuras musicales sucedió con Parker. Era el momento, si la música no quería convertirse en objeto de museo tenía que cambiar. Coleman dio su respuesta: esta consistía en eliminar al piano de su cuarteto y, de una vez, también diluir la progresión de acordes que había caracterizado al jazz durante décadas. Los músicos que comprendieron lo que buscaba se integraron con facilidad a sus conceptos: Don Cherry en la trompeta de bolsillo y corneta, Charlie Haden en el contrabajo y Billy Higgins en la batería.

Aunque faltaban años para que Coleman hablara de su “teoría armolódica”, un novedoso y casi metafísico concepto de lo que debería ser la música, ya se puede encontrar en este disco una interacción distinta entre los músicos. Don Cherry explicó con claridad lo que estaban haciendo: la idea principal es que los cuatro integrantes, al improvisar sobre una composición, modulaban o hacían sus cadencias e interludios escuchándose entre ellos, anticipando los posibles cambios de dirección. Así, al terminar la armonía, el grupo entero puede seguir la melodía que, en determinado momento, se convierte en una armonía. Los cambios son libres sin una base armónica determinada, aunque la estructura, si es que así podemos llamarla, es similar a la del bebop: una tema, a veces con llamada y respuesta, que se repite una vez, seguido de libre improvisación sin seguir ninguna armonía de Coleman y Cherry, para terminar con la reposición del tema principal varias veces hasta llegar al final.

Tres piezas del disco pueden servir tanto para ejemplificar lo anterior como para determinar la calidad del material completo. Sería fácil utilizar “Lonely woman”, una composición de Coleman que se ha convertido en estándar, pero pienso que “Congeniality”, cuyo título precisamente se refiere a la manera en que los músicos interactúan entre sí y con el público, funciona mejor como sinécdoque de la grandezca del disco. En la pieza mencionada el ritmo cambia constantemente de un bebop a una serie de detalles dulces, pequeños brincos nostálgicos entre el baterista Higgins y el bajista Haden. La banda está tan conectada que se puede escuchar un grito de satisfacción a los cinco minutos y medio de la pieza, justo al finalizar los solos y antes de que el grupo entero regrese a la melodía inicial. La otra pieza es “Focus on sanity”, cuyo título irónico es ideal para mostrar al cuarteto más libre, con frases inconexas y sorpresivas, juegos rítmicos e independencia total al improvisar. Y finalmente, “Peace”, una balada de nueve minutos, pequeña joya en medio del disco, quizá la pieza en donde mejor se puede apreciar la intensa colaboración profunda e imaginativa entre Coleman y Cherry. Es una pieza contrastante con la rapidez del resto de la obra, plagada de solos melódicos, todos sostenidos por Haden, quien participa activamente al estar la batería de Higgins relegada al último plano.

Coleman lo había logrado, encontró el camino que seguiría el jazz durante las siguientes décadas y lo hizo rompiendo con los esquemas y lugares comunes del bebop. El free jazz era la llave que le daría completa libertad a la música hasta que tuvo sus propios estereotipos volviéndose pedante y en exceso racional. Pero eso no es culpa de aquel hombre que recibió de sus padres un saxofón de plástico. Él solo tenía algo distinto que decir a través de la música: “No estoy tratando de probar nada ante nadie, solo quiero ser lo más humano que pueda… Créeme.” ~

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(Torreón 1978) es escritor, profesor y periodista. Es autor de Con las piernas ligeramente separadas (Instituto Coahuilense de Cultura, 2005) y Polvo Rojo (Ficticia 2009)


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