Internet es un mundo de fantasmas. Entre las fotografías de nuestras vidas pasadas en Facebook, donde habitan personas y recuerdos que preferiríamos olvidar, y el anonimato que brinda una esfera de libertad casi absoluta, las cosas se mueven en un tiempo y forma diferente al del mundo real. Tras la filtración al público de 1.2 millones de documentos clasificados en 2006, Julian Assange se convirtió en uno de los personajes más fascinantes que deambulan por el ciberespacio.
Además de haber sido acusado de delitos informáticos y acoso sexual, el fundador de Wikileaks con look de villano de James Bond ha entrado en franco conflicto con periódicos que alguna vez fueron sus aliados, como The Guardian y The New York Times, que lo han tachado de arrogante, dictatorial, paranoico y caprichoso. Los rumores sobre él son variopintos: se ha dicho que Assange tiene trastorno de Asperger, que maneja turbiamente las cuentas de su organización, que no usa cubiertos al comer, que huele mal, que es un agente de la CIA o que está muerto. Tal ha sido su impacto en la cultura pop, que ha sido anfitrión de un talkshow en la televisión rusa, ha lanzado su propia línea de playeras con su cara estampada al estilo del Che Guevara y, al ser expulsados de Springfield, los Simpson terminan en The Outlands sus como vecinos
En enero de 2011, la editorial escocesa Canongate contrató al novelista y dramaturgo Andrew O’Hagan para escribir la autobiografía de Julián Assange. El libro debía estar listo para publicarse hacia mediados de año bajo el título tentativo Wikileaks Versus the World: My Story (también estaba contemplado Assange by Assange, que más bien sería perfecto para una fragancia masculina), para lo cual el escritor pasó varias semanas en un hotel cerca de Ellingham Hall, la residencia donde Assange estuvo casi dos años bajo arresto domiciliario.
En su texto Ghosting, sabroso recuento de la relación entre O’Hagan y Assange, el fantasma cuenta que aceptó el trabajo con la condición de que su nombre permaneciera completamente oculto: deseaba la fantasmal libertad de conocer la historia desde dentro sin tener que tomar posturas oficiales, dar declaraciones o volverse vocero circunstancial de una causa que no sentía como propia. Le atraía (¿a quién no?) el activista radical que adivinaba en Assange, un hombre marginal de la causa que defiende. Pero en su lugar encontró a un tipo demandante y engreído que hablaba como si el mundo necesitara escucharlo y, raro en un disidente, completamente carente de preguntas.
Pero algo magnético en la figura de Assange hizo que su fantasma no se diera por vencido: "Carecía de eficiencia y profesionalismo, pero era valiente. No era cuidadoso pero tenía impacto. (…) No podría llamársele un hombre de izquierda: no distingue el materialismo dialéctico de una bolsa de cacahuates. Odia todos los sistemas de creencias por igual, a todos los sistemas, quiere ser un fantasma que avanza por los pasillos del poder apagando las luces". Tras varios meses de entrevistas fallidas, O’Hagan comprendió que la labor para la cual había sido contratado estaba destinada al fracaso. Assange no tenía intenciones de colaborar con él y le daba la vuelta a todos sus intentos de sostener una conversación medianamente franca: era como estar escribiendo el voiceover de un personaje de ficción. A medida en que se acercaba la fecha de entrega del manuscrito, Assange se encaprichaba con la idea de que lo que quería, lo que había querido desde un principio, no era una autobiografía sino un libro de ideas: un manifiesto sobre el poder y la justicia. ¿Cómo ser el escritor fantasma de un libro basado en creencias?
Al cabo de unos meses –los contratos millonarios no admiten demora– Wikileaks Versus the World: My Story fue publicado en forma de Julian Assange, The Unauthorised Autobiography: una desviación sustancial no solamente de la idea original del libro, sino del deseo del O’Hagan de permanecer al margen del escándalo. Mientras Assange denunciaba públicamente a Canongate por incumplimiento de contrato y violación de su privacidad y declaraba ante los medios que todas las memorias son prostitución, el escritor guardó silencio.
Pero O’Hagan no es el primer escritor fantasma que se enfrenta a tareas irrealizables. Pensemos en Alex Haley, autor de la famosa autobiografía de Malcom X que fue nombrada por la revista Time como uno de los uno de los diez libros de no ficción más influyentes del siglo XX. Para escribir sus memorias, Haley sostuvo una estrecha relación con el activista entre 1963 y 1965, años de gran agitación en la política estadounidense.
Según el historiador Manning Marable, autor del libro Malcolm X: A Life of Reinvention, las conversaciones entre Malcolm X y su fantasma estuvieron fuertemente influenciadas por el rompimiento del primero con la Nación del Islam, una grupo musulmán del que fue vocero durante más de diez años. En lugar de hablar de su vida personal, X encauzaba las entrevistas hacia este tema, haciendo en ocasiones comentarios tan radicales (algunos de ellos antisemitas) que Haley tenía que matizarlos para proteger la reputación del célebre afroamericano. Imposible no hacerse la pregunta, ¿hasta qué punto es válido retocar las ideas de otro cuando tu trabajo es convertirte en su voz? En todo caso, las memorias plasmadas en el libro de Haley son más suyas que de Malcom X: el activista fue asesinado en febrero 1965 sin haber revisado el borrador que se convertiría en su testamento político.
Uno de los mejores ejemplos de escritores fantasma con tareas imposibles es, atinadamente, una historia de ficción que bien podría haber sucedido en la realidad. La película The Ghost Writer, de Roman Polanski, tiene como protagonista a un escritor anónimo al que es ofrecido el tentador trabajo de redactar las memorias del recién retirado primer ministro británico Adam Lang. Lo que en un principio parece un encargo de ensueño (el sueldo es jugoso y existe ya un borrador sobre el cual trabajar) va convirtiéndose en una pesadilla lluviosa, laberíntica: el autor de dicho borrador había muerto poco antes bajo extrañas circunstancias cerca de la casa en donde el escritor debe permanecer un mes entrevistando al tonyblairesco Adam Lang y puliendo el libro para su publicación.
Sería un error clasificar a The Ghost Writer como un thriller político: la política es sólo el primer telón de los muchos que van sobreponiéndose y tras los cuales no hay nada. Es más bien de una película sobre las apariencias, ese juego de espejos al que se enfrenta una persona que intenta convertirse en otra al punto de poder hablar con su voz. En sus planos se confunden interiores y exteriores; el paisaje marino (pero del mar inhóspito y frío del Mar del Norte alemán) que se recorta en los ventanales de residencia de Lang no es muy distinto a sus habitaciones y, si el lector me permite este atrevimiento, al interior de un escritor fantasma cuya figura es aplastada por oscuridades a las que no alcanza a ponerles nombre.
Igual que Proteo, dios griego del mar con la capacidad de adoptar toda clase de formas, los escritores fantasma recorren la frontera entre realidad y ficción transformándose y volviéndose, idealmente, invisibles. Pero no es fácil convertirse en sombra al punto de desaparecer por completo. Assange se lo advirtió a O’Hagan desde un principio: "La gente piensa que me estás ayudando a escribir mi libro, pero en realidad yo te estoy ayudando a escribir tu novela."
(Ciudad de México, 1984). Estudió Ciencia Política en el ITAM y Filosofía en la New School for Social Research, en Nueva York. Es cofundadora de Ediciones Antílope y autora de los libros Las noches son así (Broken English, 2018), Alberca vacía (Argonáutica, 2019) y Una ballena es un país (Almadía, 2019).