Es sencillo apreciar que la arquitectura institucional construida durante la Transición a partir de nuestra Constitución de 1978 está seriamente dañada e incluso en algunos ámbitos amenaza ruina. Las dos crisis sistémicas padecidas en estos últimos veinte años, la financiera que comenzó en 2008 y la provocada por la pandemia del coronavirus en 2020, han dejado claro incluso a los más despistados que nuestras instituciones necesitan reformas urgentes. El impacto de estas dos crisis tanto desde el punto de vista económico como social y personal ha sido enorme en España, mucho mayor que en otros países de nuestro entorno, y esto tiene mucho que ver con la falta de capacidad de respuesta de nuestro Estado, como ponen de relieve muchos estudios internacionales sobre la relación entre respuesta a estas crisis y buen gobierno. Por usar una analogía muy simple, del mismo modo que es necesario renovar en profundidad un edificio que tiene más de cuarenta años –y más si tiene que enfrentarse con fenómenos meteorológicos extremos– para que siga siendo no ya confortable, sino simplemente habitable, tenemos que renovar y fortalecer nuestra fábrica institucional para que sea capaz de responder a los grandes retos a los que se enfrentan las democracias liberales del siglo XXI.
Recordemos brevemente que nuestro diseño institucional se remonta a los años ochenta del siglo pasado. El diseño y la regulación de la mayoría de nuestras instituciones democráticas y de nuestras administraciones públicas data de entonces. No obstante, el propósito inicial de construir instituciones fuertes, profesionales e independientes, capaces por una parte de servir como contrapoderes del poder por excelencia, el ejecutivo, y por otra parte de poner en marcha políticas públicas eficientes y eficaces, se ha ido desvirtuando con el paso de los años, en unos casos debido a la propia regulación (así ocurrió por ejemplo con el órgano de gobierno de los jueces, el Consejo General del Poder Judicial, que hoy es todo un símbolo de enfermedad institucional terminal) y en otros a la práctica de los partidos políticos, que han ido estableciendo un sistema de reglas informales al margen de las establecidas, con la finalidad, antes inconfesada y ahora explícita, de colonizar todas y cada una de nuestras instituciones y administraciones públicas.
Efectivamente, desde el inicio de nuestra democracia ha ido aumentando la ocupación partidista de las instituciones en general y del sector público en particular, lo que ha sido posible debido a una regulación muy laxa y a la voluntad política de favorecer su implantación, su financiación y su fortalecimiento, después de una larga dictadura en la que estuvieron prohibidos. El problema es que la necesidad histórica de contar con partidos políticos fuertes, esenciales para el funcionamiento de una democracia representativa, convergía con el tradicional clientelismo político español, lo que permitió que tanto la sociedad como los partidos asumieran con naturalidad que el ganador de las elecciones ocupara las instituciones, incluidas las que estaban destinadas a servirle de contrapesos, o de checks and balances. El magnífico ensayo de Antonio Muñoz Molina Todo lo que era sólido explica muy bien la mutación del caciquismo tradicional en caciquismo “democrático”, invocando una voluntad del pueblo que no podía verse limitada ni por la regulación ni por burocracias profesionales, a las que se contemplaba con desconfianza cuando no con franca hostilidad.
Es cierto que en un primer momento se guardaron un tanto las apariencias, eligiendo para estas instituciones, o al menos para algunas de ellas (Tribunal Constitucional, Defensor del Pueblo, Consejo General del Poder Judicial, etc.), figuras públicas de prestigio que suscitaban un cierto consenso (a título de ejemplo, el primer defensor del pueblo fue Joaquín Ruiz-Giménez y el primer presidente del Tribunal Constitucional fue Manuel García-Pelayo), pero las presiones, las divisiones y la utilización política de las instituciones se hizo notar muy rápido. Recordemos que el propio García-Pelayo decidió el fallo del Tribunal Constitucional a favor de la constitucionalidad de la expropiación de Rumasa con su voto de calidad como presidente.
Por otra parte, en un país donde los políticos tradicionalmente han mezclado interesadamente las responsabilidades políticas con las responsabilidades jurídicas, la presión política se ha trasladado siempre con especial intensidad a las instituciones de control en general y a los tribunales de justicia en particular. La intromisión política en la justicia se ha realizado mediante el Consejo General del Poder Judicial como órgano responsable de los principales nombramientos de la carrera judicial y también de los expedientes disciplinarios a jueces y magistrados. Los partidos descubrieron que resultaba más eficiente colocar a los afines, preferentemente con un perfil más o menos técnico, que presionar a profesionales más o menos independientes con el consiguiente desgaste para todos. Lo mismo ha sucedido con otras instituciones de control muy relevantes políticamente, como el Tribunal Constitucional. Mejor evitar episodios institucionalmente poco edificantes como la memorable bronca en público de la entonces vicepresidenta, María Teresa Fernández de la Vega, a la entonces presidenta del Tribunal Constitucional, María Emilia Casas. Las referencias de Cándido Conde-Pumpido a la necesidad de manchar las togas con el polvo del camino o del todavía presidente del cgpj, Carlos Lesmes, al palo y la zanahoria como forma de gobernar a los jueces no son más que expresiones de una forma de pensamiento muy extendida en España, que no solo es profundamente iliberal sino también profundamente ignorante de lo que es un Estado democrático de derecho.
Por tanto, no es de extrañar que estemos tocando fondo ya se trate de los famosos mil días en funciones del Consejo General del Poder Judicial (que ha alcanzado un inusitado protagonismo no tanto por la gravedad del problema sino por el conflicto político que ha suscitado y las reacciones mediáticas), del Tribunal de Cuentas, del Tribunal Constitucional, de los organismos reguladores o de cualquier otra institución ya sea estatal, autonómica o local. Los representantes políticos no pueden pretender sorprenderse a estas alturas por la presencia de exministros en el Tribunal de Cuentas o por la atención que el Tribunal Constitucional presta a los tiempos políticos para dosificar sus decisiones, o por la utilización de las televisiones públicas como instrumentos de propaganda. Esto lleva pasando décadas con el beneplácito de todos pues las desventajas que este sistema tiene para la oposición se compensan rápidamente cuando se alcanza el poder y se comprueban las ventajas de disponer de todos y cada uno de los resortes del Estado (o de la comunidad autónoma) para premiar a los seguidores, dificultar la rendición de cuentas y eludir las responsabilidades. Si algo pone de relieve la situación terminal del cgpj es el desprecio absoluto de nuestros políticos por las instituciones, consideradas como medios para un fin, perpetuarse en el poder, y nunca como piezas esenciales de nuestro Estado democrático de derecho cuyo mal funcionamiento puede comprometerlo seriamente. Todo esto ocurre en un momento crítico en el que arrecian las derivas iliberales en países de nuestro entorno y es esencial contar con instituciones sólidas.
Desgraciadamente, encontramos siempre el mismo patrón ya sea a nivel estatal, regional o local. La pulsión es siempre la misma: control partidista siempre que sea posible. La resistencia a la implantación de una vez por todas de una auténtica dirección pública profesional en nuestro sector público, que ya existe en la mayoría de los países de nuestro entorno, y a la separación de las carreras políticas y funcionariales no es más que otra manifestación de la resistencia de los partidos políticos a desocupar espacios que no les corresponden. La infradotación de medios humanos y materiales de aquellos organismos cuyo control, excepcionalmente, no ha sido posible es el mecanismo de defensa último de nuestra clase política.
Quizás lo más interesante de todo es que en la segunda década del siglo XXI apareció un fuerte impulso reformista con un componente marcadamente institucional y generacional, que cristalizó en dos nuevos partidos, Podemos y cs, que, por un breve espacio de tiempo, tuvieron en su mano la capacidad real de cambiar las reglas de juego de nuestro marco institucional, que no solo favorecían a los dos grandes partidos mayoritarios sino que ponían en riesgo el buen funcionamiento de nuestra democracia. Por diversos motivos –cuyo análisis excede con mucho del espacio disponible– su fracaso ha sido estrepitoso. A medida que nos adentramos en la tercera década del siglo XXI vamos sintiendo el peso de las rémoras institucionales, algunos de cuyos efectos son ya perfectamente perceptibles para los ciudadanos en forma de falta de capacidad real de nuestro Estado para atender a las necesidades de sus ciudadanos (por ejemplo, proporcionar el Ingreso Mínimo Vital) o de solucionar con una mínima solvencia problemas muy enquistados (por ejemplo, el precio de la energía en España).
Y, sin embargo, el sistema político sigue funcionando como siempre. Los partidos están cada vez más ensimismados, polarizados y alejados de la realidad, convertidos en máquinas clientelares y de colocación destinadas a perpetuarse en el poder el mayor tiempo posible, ocupando todo el espacio posible del que parece difícil desalojarlos. Sus cuadros y sus líderes son cada vez más mediocres, con escasa o nula experiencia profesional fuera de los partidos, y por tanto abocados a vivir de lo público hasta la jubilación. La deriva caudillista –también fracasados los intentos de democratizar y dinamizar la vida interna de los partidos– es manifiesta, con lo que supone de empobrecimiento de la toma de decisiones, falta de debate interno y debilidad de controles y contrapesos. La distribución (o supresión) de todo tipo de prebendas en forma de cargos o empleos públicos convierte al líder de turno en un auténtico señor de horca y cuchillo. Mientras tanto, las reformas institucionales pendientes han desaparecido del debate público, como si todos los problemas estructurales (paro, temporalidad, brecha generacional, fiscalidad, educación, sanidad, pensiones, administraciones públicas, cuestión territorial, deuda pública, etc.) se fueran a resolver por medio de discursos vacíos, de apariciones mediáticas, propaganda hueca o fondos europeos, cuando lo que realmente necesitamos para abordarlos son instituciones sólidas, es decir, profesionales, neutrales y responsables. ~
Es abogada del Estado en excedencia, editora del blog jurídico ¿Hay derecho? y coautora del libro del mismo nombre, que publicó Atayala en 2014.