Rikardo
Rikardo Arregi falleció en un accidente de tráfico en el verano de 1969. Solamente tenía veintisiete años, pero ya había despuntado en el universo cultural vasco que lo había premiado por sus trabajos en euskera. Nacido en Andoáin (Guipúzcoa) en el seno de una familia de tradición nacionalista, Arregi había estudiado en el colegio de La Salle y pasado una temporada en el seminario. Salió de allí con estudios de filosofía para matricularse en ciencias económicas.
Su militancia política le llevó a ser detenido y acusado de pertenencia a Euzko Gaztedi, las juventudes del Partido Nacionalista Vasco. Estuvo en la cárcel durante cuatro meses en 1964. Arregi fue un prolífico articulista en Zeruko Argia, Anaitasuna o Jakin, algunas de las revistas que consiguieron mantener la llama viva del euskera durante el régimen franquista. Destacaba por su original manera de tratar los temas políticos, siempre apuntalando sus trabajos con reflexión filosófica y una mirada internacional que le aupaba sobre la realidad más localista. Hoy se le reconoce como uno de los más importantes impulsores del proceso de alfabetización de adultos en lengua vasca unificada.
Rikardo Arregi fue una voz original y sensata en aquel mundo ordinario y alocado de finales de los sesenta. Tan pronto reflexionaba sobre las posibles estructuras políticas europeas como interrelacionaba los pensamientos de Balmes y Kant. En 1967, había escrito un texto escandaloso en Jakin, la mancheta de los franciscanos del santuario de Aránzazu, titulado “Euskaltzaleen Jainkoa hil behar dugu” (“tenemos que matar al Dios de los vasquistas”).
Dentro de un ambiente de raigambre católica, aunque ya tambaleante, y en un contexto de movilizaciones y radicalización, Arregi se lanzaba a denunciar al Dios del nacionalismo aranista y de sus prosélitos. Entendía que esta era una realidad alienante, que estaba construida a imagen y semejanza de las gentes del PNV. Y, de paso, se arriesgaba a denunciar la identificación tradicional de “euskaldun fededun” (“el que tiene euskera tiene fe”). Para Arregi, el euskera y la cultura creada en este idioma debían romper con el imaginario ruralista y religioso que los legitimaba.
Pero Arregi no se detuvo en aquella crítica, también atacó otra vía que se abría paso entonces, la que pretendía buscar las esencias étnicas en una época pasada tan idealizada como pagana. Como ha señalado uno de sus biógrafos, Arregi se enfrentó a tres crisis simultáneas: la de la fe, la del socialismo y la del nacionalismo. Rikardo Arregi intentó animar entonces la discusión pública para aportar un poco de luz a la confusión de sus tres crisis, que también lo eran de toda una generación.
Los jóvenes vascos de entonces estuvieron marcados por los Evangelios (el episodio más aplaudido por todos ellos era la expulsión de los mercaderes), con una sobresaturación de lecturas de Frantz Fanon y el sueño de compartir camino con Ernesto Che Guevara. ¿Cómo habría sido su evolución posterior? No lo sabemos. O, mejor dicho, nunca lo podremos saber. Pero hay un hilo intelectual que le emparenta con su hermano Joseba a través del tiempo y que hay que recordar en estos momentos: ambos disfrutaron de una libertad a contrapelo.
Joseba
Joseba Arregi ha fallecido en Bilbao a los 75 años tras sobrellevar un cáncer devastador. Se había convertido en una de las figuras más libres y coherentes del convulso panorama político e intelectual vasco. Muchos de los obituarios de estos días han recordado que se había alejado del nacionalismo. Al contrario de lo que se daba a entender, Joseba no fue libre por abandonar la militancia nacionalista. Ya era libre desde mucho antes. Su padre había sido un cuadro directivo del nacionalismo vasco. Otro hermano ha tenido una intensa actividad como dirigente local nacionalista en su localidad natal.
Por aquel hogar recalaron muchos de los militantes nacionalistas en la clandestinidad y personalidades centrales de la cultura vasca. Tras completar estudios teológicos en Alemania y de sociología en la Universidad de Deusto, comenzó a participar activamente en el PNV hasta convertirse en consejero de Cultura y portavoz del Gobierno Vasco durante los mandatos de José Antonio Ardanza (1984-1995). Entre los logros de aquella labor se encuentra, por ejemplo, su participación directa en las negociaciones con la Fundación Guggenheim para traer el museo a Bilbao.
Poco a poco, se fue sintiendo arrinconado entre los suyos por las decisiones políticas que se iban tomando y, especialmente, por diversos roces en materia lingüística dentro del propio gobierno. Eran los años del Acuerdo de Estella entre las fuerzas nacionalistas y de aquella aventura soberanista que fue la Propuesta de Estatuto Político de la Comunidad de Euskadi, conocido popularmente como el Plan Ibarretxe.
En 2001, Arregi anunció que abandonaba la política renunciando a presentarse de nuevo en las listas al Parlamento Vasco. Antes había propuesto, en obras como Euskadi invertebrada (1999) o La nación vasca posible (2000), la necesidad de repensar una propuesta nacionalista que se fundamentase en una idea democrática y liberal, que defendiese los principios que regulan las libertades individuales y los derechos de los ciudadanos. La distancia en cuestiones básicas y fundamentales se había convertido en una fosa abisal con sus antiguos compañeros.
En 2004, abandonó definitivamente la militancia nacionalista para trabajar en aquellos objetivos en los que creía y en proyectos que primasen el largo plazo. Y lo concretó poco después en Aldaketa (Cambio), una plataforma cívica que defendió un cambio político en Euskadi y una regeneración de la cultura política vasca que permitiese una alternancia real en el poder autonómico. El cambio se produjo, pero no duró más que una legislatura con Patxi López como lehendakari gracias a un acuerdo de investidura con el Partido Popular.
Para Arregi, el problema vasco no era solamente el terrorismo de ETA. Como consecuencia de esta violencia y de las dinámicas alimentadas a lo largo de décadas, la cultura política vasca se había alejado de los supuestos fundamentales de cualquier democracia y las reglas de convivencia pluralista. Por ello, Joseba Arregi consideraba que la memoria de las víctimas era una cuestión de moral pública que podría ayudar a definir institucionalmente de otra manera el País Vasco, rompiendo con la hegemonía nacionalista.
A todo ello dedicó un libro esencial, El terror de ETA. La narrativa de las víctimas (2015), donde expresaba la clave de bóveda de su pensamiento: “el nacionalismo ha pasado de gobernar como si ETA no existiera, a hacerlo como si ETA nunca hubiera existido”. O, como señaló en un artículo periodístico con un juego de palabras, “cuando todo es nada y todos nadie”. Porque la acumulación de cifras y de memorias llevada a cabo por los nacionalistas pretende, en última instancia, desdibujar del relato la significación del terrorismo y de sus víctimas. En el fondo, muchos siguen pensando que los asesinos podrían estar profundamente equivocados, pero seguían siendo nuestros chavales.
Definiendo la vida
En junio de 2013, se celebraba la vigesimoquinta edición de los Premios de periodismo en euskera Rikardo Arregi. En esa ocasión, Joseba habló de su hermano en un discurso que se convirtió en un pequeño ejercicio de memoria familiar. Terminaba su testimonio con un párrafo que entrelazaba sus respectivos proyectos de vida y de pensamiento. Probablemente sea el mejor homenaje para ambos:
Aquellos tiempos pasaron. Lo que ha ocurrido desde entonces no era lo único que podía haber sucedido. Teníamos a mano otras alternativas. El dogma de la violencia ha destrozado todas las demás opciones, y ha deshecho las esperanzas de entonces. Ahora, nos dicen, andamos sumergidos en la batalla del recuerdo, de la memoria. Quizá debiéramos recordar algunas de las ideas principales de Rikardo si queremos futuro y si queremos labrar una memoria capaz de futuro: el individuo como meta, su libertad, el ser humano en su concreción –aunque el mismo Rikardo cometiera algunos errores lógicos al argumentar esta concreción–, trabajar una crítica acerada contra todos los falsos dioses, mirar hacia fuera en lugar de encerrarnos dentro de casa, esforzarnos por aprender siempre de nuevo, procurar conseguir la libertad de renovarnos y de cambiar. Pues así se define la vida, una vida que no puede ser aniquilada por un accidente, pero sí por comportamientos contrarios que la ahogan con facilidad.
Historiador especializado en el mundo contemporáneo y profesor universitario.