La idea según la cual la brecha entre ricos y pobres habría dado lugar a una crisis social en Chile es casi un lugar común. Sin embargo, otros aspectos de la vida política chilena podrían explicar con mayor nitidez cómo un país con un desempeño económico mucho más estable que muchos otros de Sudamérica ha ingresado en un estado de incertidumbre. Por ejemplo, la relación entre el sistema electoral, la baja participación en elecciones y la conformación de demandas sociales, vale decir: su fragmentación.
¿El fin del “centro” político?
El sistema binominal, por caso, debe ser tenido en cuenta, ya que sus efectos sociopolíticos han sido de magnitud. Inspirado fundamentalmente en el sistema estadounidense, el sistema binominal consistía en la elección de dos escaños en el Congreso por distrito. En el momento en que fue analizado y elaborado, entre 1984 y 1989, se persiguió el objetivo de promover el “centro” político y evitar la dispersión del voto.
Este diagnóstico se fortaleció luego del Plebiscito de 1988. El objetivo entonces era que los partidos de derecha pudieran hacerse de los votos que el “Sí” obtuvo en las zonas donde la derecha no alcanzaría un porcentaje demasiado alto. De este modo, el sistema permitía obtener escaños a las segundas fuerzas (generalmente, la derecha) en cualquier distrito con solo alcanzar el 33.4% de los votos. Para que una fuerza política se llevase los dos escaños del distrito, debía alcanzar el 66.7%. Este modelo de competencia en torno a dos coaliciones aseguraba que ninguna tuviera capacidad de hegemonizar el parlamento, aunque su objetivo principal era que la derecha no perdiera una participación sustantiva.
El sistema ha sido muy efectivo para conducir al sistema político hacia el centro, pero no para canalizar demandas que no podían satisfacerse con esa tendencia centrípeta. Por ello, en 2015, se introdujo una reforma que sustituyó el sistema binominal por uno de tipo proporcional, la cual comenzaría a regir en 2017. Esa reforma pareciera haber llegado demasiado tarde, además de que no fue acompañada de una adaptación de los dirigentes y de las bases al efecto sociopolítico que produciría el cambio de sistema en la sociedad.
Fue así que, dos años después de la primera elección con nuevo sistema electoral, Chile viviría un estallido social que marcará su historia democrática. En 2019, miles de personas se movilizaron por el aumento del precio del transporte, aunque el impulso arraigaba en múltiples demandas sociales propias de una sociedad que había abandonado la pobreza y cuyo crecimiento y desarrollo eran admirados en todo el mundo.
A partir de entonces, el sector de centroderecha agrupado en la coalición Chile Vamos, que sostiene al actual presidente, Sebastián Piñera, quedaría desnudo identitariamente, pues su gestión de la crisis fue mostrando su ausencia de estrategia. Desde ese momento, casi todo lo realizado por la coalición ha evidenciado esa falta de reconocimiento de sí respecto de qué debe hacerse ante un escenario tan desafiante. Primero, la propuesta de un plebiscito para que la ciudadanía decidiera si quería una nueva constitución, lo que condujo a un aumento de la intensidad de la ideologización de una sociedad cuya participación electoral es considerablemente baja. Es decir, se movilizaron con mayor fuerza sectores que ya tenían algún tipo de contacto con la política, sobre todo jóvenes seducidos por las ideas de izquierda, lo que condujo a una transformación del espíritu del reclamo: aumentó la intensidad de los mismos, no su variedad. Segundo, el presidente Sebastián Piñera no tuvo el temple gubernativo para detener los disturbios y la violencia desatada por numerosos grupos sociales, acorralado por narrativas buenistas. Es esta una de las razones que le hicieron perder popularidad entre sus aliados y frente a su propio electorado: el de Chile Vamos y el de la derecha clásica, que, vale aclarar, no constituyen un mismo segmento electoral.
Mucho más que una elección presidencial y parlamentaria
En este contexto debe situarse el análisis de la elección presidencial. Las élites políticas chilenas siguen razonando con la lógica de un sistema electoral que, a pesar de no estar vigente, arraiga en su imaginario social. Sin embargo, la sociedad chilena está fragmentada, y deberá elegir entre siete opciones, seis de las cuales no poseen el potencial diferenciador que sí logró una de ellas, y en donde las figuras que deberían ser favoritas están debilitadas por la naturaleza del contexto.
Es así como se han abierto las puertas a un candidato que hace seis meses nadie estimaba con serias chances de ser competitivo: José Antonio Kast, del Partido Republicano, a quien generalmente se asocia a la “extrema derecha”, y al que algunas encuestas que deben ser leídas con cautela han dado como posible ganador en la primera vuelta. De confirmarse, esto daría lugar a una segunda vuelta. Otras encuestas favorecen a Gabriel Boric, el joven magallánico del Pacto Apruebo Dignidad, uno de los liderazgos surgidos del movimiento estudiantil de 2011, y que adquirió mayor notoriedad en el estallido social de 2019.
Ambos candidatos representan hoy a segmentos sociales que, a simple vista, podrían considerarse cruzados: Boric tiene buena llegada a una juventud ilustrada y a una clase media bien posicionada, mientras que Kast recoge apoyos que van desde algunos grupos dentro de las franjas más pudientes hasta capas medias-bajas y sectores populares, al parecer disconformes con la falta de orden y las actitudes iconoclastas de una suerte de “izquierda caviar”.
Si candidatos como Sebastián Sichel (independiente y representante del Pacto Chile Vamos), que realizó una campaña decididamente de centro (incluso con guiños al progresismo), o Yasna Provoste, del Partido Demócrata Cristiano (con un discurso parecido al de Boric), así como Franco Parisi, del Partido de la Gente, o Marco Enrique Ominami, del Partido Progresista, logran calar en franjas electorales superpuestas, es dable esperar que un alto porcentaje de la sociedad vote por opciones que no llegarían a la segunda vuelta electoral, tal como sucedió en Perú en este año.
Parte del problema puede residir en el arrastre que ejerce imaginariamente en las élites chilenas la idea del “centro político”. A pesar del cambio en el sistema electoral que procuró sintonizar con una sociedad cualitativamente transformada, en la oferta electoral y los diseños de campaña de los principales partidos persiste un diagnóstico centrista de los problemas políticos y sociales. Es como si el sistema binominal operara como un rector en las sombras, sugiriendo que ningún candidato debería correrse demasiado hacia ningún extremo. Quien mejor ha comprendido a ese fantasma es José Antonio Kast, a partir de un diagnóstico basado en la polarización, contra la narrativa del centro amistoso, confrontándose con todo el arco político e incluso con parte del establishment. Sus apoyos tienden a ser cada vez mayores en capas sociales medias y bajas.
es politólogo, consultor y miembro del Consejo Argentino para las Relaciones Internacionales (CARI).