Lo más extraordinario de La crónica francesa (The French dispatch)es su existencia: un filme de muy alto presupuesto destinado a una minoría selecta que al poco de empezar la proyección muy probablemente se vea desbordada por la lluvia de los significados intrincados y las bromas encriptadas, no todas ingeniosas. Wes Anderson es muy culto y tiene culto entre los cinéfilos, aunque no creo que los tenga en cantidad suficiente como para que en este caso a sus productores les salgan bien los números, algo que, naturalmente, no me concierne, en tanto que mero espectador y no contable o tesorero. Me preocupó, pese a ello, ir a verla (dos veces, la segunda por si acaso me había yo perdido cosas trascendentales inadvertidas en la primera) y salir las dos veces tan contrariado, después del gran disfrute de El gran hotel Budapest (The grand Budapest Hotel)y hasta de su fantasía animada en stop motion Isla de perros (Isle of dogs). Aclaro sin embargo que su nueva película es de una gran belleza formal, transcurre a un ritmo vertiginoso, entre lo arrebatador y lo mareante, y cuenta con un reparto de estrellas suntuoso; ¿habrán cobrado todas sus cachés o son prestaciones por amor al arte? Me refiero, entre otros, a Bill Murray, Tilda Swinton (hablando con tonillo y frenillo pomposo y un no menos estridente peinado de derechas), Frances McDormand, Saoirse Ronan, Timothée Chalamet, Willem Dafoe, Mathieu Amalric, a la voz narradora principal de Anjelica Huston, al preso-artista que encarna Benicio del Toro y a su modelo-guardiana Léa Seydoux, que consigue memorablemente crear dos personajes embutidos en uno, aunque el que está en cueros supera al que lleva uniforme de carcelera. ¿Será, por cierto, La crónica francesa >una metáfora sobre el periodismo entendido como prisión, manicomio o hangar de egos con teletipo? Las tres opciones me gustan, y las suscribo, habiendo yo escrito ininterrumpidamente en prensa, sin tener la carrera ni el carnet de periodista, desde los diecisiete años.
La trama que nos cuenta Anderson es provinciana, y aun así difícil de resumir; por razones poco explícitas, las ciudades de Kansas y Angulema se hermanan en un periódico, el que da título al filme, viendo el espectador una Francia espesa y reinventada donde transcurre la mayor parte de su acción. Los decorados son sensacionales, el color y su blanco y negro alternante muy bien trabajados, el vestuario exquisito, y cuando los grandes medios corpóreos de los que dispone no le bastan, el director pasa de lo figurativo y lo sólido a lo gaseoso de la animación. Todo ello acompañado de una narración en off endiabladamente irónica, resabiada, punzante, que, siendo obra del Wes Anderson también guionista, no ha de sorprendernos; pocos cineastas hay hoy en ejercicio que manejen la lengua escrita para ser dicha con tanto peso, con tanta riqueza de matiz, con tan gran cantidad de juegos de palabras y silencios cargados de elocuencia.
Lo que sucede es que La crónica francesa divaga y se desorienta, dando muestras constantes de finura intelectual y de amaneramiento; de vaciedad, más que de vací>o semántico. Como si el propósito desencadenante del relato (“traer el mundo a Kansas”, en las palabras altisonantes del propietario y editor, Bill Murray) naufragara en los churriguerescos decorados de Angulema, perdiendo en el naufragio el contenido de sus bodegas. Divertida a ratos en el zafarrancho de crímenes, delitos y estupros, la película adquiere la condición de pastiche con dificultad, quedándose más bien en un galimatías, un crucigrama que no lleva consigo la solución. Y esa misma apuesta fallida de Anderson se advierte en la música de Alexandre Desplat, remedando a Satie con mucho oficio y poca invención. Homenaje a Francia y su cultura, o burla de Francia y sus altanerías, La crónica francesa no acierta a conjugar esas dos vías abiertas entre la amable nostalgia y la ácida crí>tica.
Una Francia nada estrambótica y más naturalista es la que inspira a Cé>line Sciamma en Petite maman, película muy tenue en su osadía, que es de signo distinto a la de sus títulos anteriores Tomboy (2011)y Retrato de una mujer en llamas (2019), en los que el género indeciso de la pequeña niña/niño y la sexualidad de sus mujeres flamígeras determinaban la estética, lineal en la primera, barroquizante en la segunda. Las niñas de Petite maman, que son hermanas gemelas en la vida real, interpretan con preciosa soltura un juego infantil de casi setenta minutos en los que el bosque, la cabaña o refugio y las cocinas desempeñan su función primordial de lugares atávicos, restauradores, curativos. Y si bien eché de menos, como espectador, la riqueza iconográfica de Retrato de una mujer en llamas,película de época dieciochesca realizada con gran esmero y punteada por pequeños bloques de música, en la que destacaba el cántico nocturno de unas campesinas que hacen fiesta al aire libre, agradecí la austeridad sonora de esta Petit maman; una entrada a todo meter de las Cuatro estaciones de Vivaldi resultaba un crescendo muy trillado en aquel retrato lésbico que Sciamma hizo el añ>o 2019.
Las dos niñas de Petite maman no se desean, se aman, aunque la incógnita es que ignoremos el grado de su amor, que abarca tres generaciones femeninas, y consiste en unos contactos castos y una mirada constante al espejo en el que se miran para entender su parentesco, su necesidad de la otra. Todo ello en tanto que piezas humanas de un ajedrez sentimental en el que ambas son rey y reina, y los adultos alfiles escuetos pero necesarios. Cuando en la mitad del metraje advertimos que algunas de las figuras del breve elenco de intérpretes podrían ser fantasmas pasados o futuros, ya no hay tiempo para rebobinar el misterio. O no hay misterio, y solo hay ensueño. Una desnudez paisajística, una casa vacía, un coche que arranca sin destino preciso: la antítesis formal del abigarrado mundo francés de Wes Anderson. ~
Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).