Ilustraciones: Bela Renata

Su dolor y el nuestro

Para Wieseltier, las bases ideológicas del candidato republicano a la vicepresidencia de Estados Unidos muestran el grado de autismo e individualismo exacerbado en que ha caído la derecha norteamericana.
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“Al mal tiempo, buena cara.” Se atribuyen estas palabras, según una desgarradora historia publicada en The New York Times el pasado invierno, a Isabella Rivera, que tiene 86 años y vive en Washington Heights. Isabella subsiste con los 688 dólares al mes de la Seguridad Social más 148 dólares de la Seguridad de Ingreso Suplementario. Cuando un incendio destruyó su departamento, tuvo que seguir pagando durante el largo periodo de reparaciones la cuota de mantenimiento –153 dólares al mes–, además de otros 150 dólares por un cuarto que le ofrecieron unos amigos, también indigentes, mientras durara su exilio. Antes del incendio, un hombre atacó a la señora Rivera con un cuchillo. (“Me retorció el cuchillo en el cuello.”) Tras el incendio, su hijo murió de cáncer. Otro de sus hijos había muerto de un ataque cardíaco hacía décadas. Y lo que la señora Rivera cosechó de sus catástrofes fue un amable estoicismo: “Al mal tiempo, buena cara.”

Aunque quizá no sea exacto decir que esa respuesta a sus tribulaciones, esa callada resistencia, fue lo que obtuvo la señora Rivera. Quizá su particular disposición interna, su inusual capacidad de recuperación, fue un elemento que ella aportó a esas catástrofes. La noción del sufrimiento como transfiguración es propaganda religiosa. Por lo general, las personas sufren y responden al sufrimiento en tanto ellas mismas, tal y como son. Rara vez se ven transformadas por la devastación y la pérdida; más bien las intensifican, las acentúan: las personas se vuelven más ellas mismas porque sus recursos previos, su psicología y (si es el caso) su filosofía, es lo que poseen cuando el infortunio se cierne sobre ellas, y lo único con lo que cuentan para salir. El hecho más notable de la supervivencia es la continuidad del propio yo que se revela en la adversidad, no la discontinuidad: en efecto, la preservación del propio yo es una manera de medir la supervivencia.

Existen diversos mecanismos de defensa y es posible hacer distintas interpretaciones sobre la crisis y el dolor. En la estela del sufrimiento, la comprensión que tenemos del mundo podría parecer alterada o usurpada, pero se trata de un error romántico: la mayor parte de los creyentes no pierden sus creencias –y me refiero a sus creencias religiosas– a causa del dolor, aun cuando algunos pensadores insistan en que tal dolor debería constituir un argumento metafísico (o antimetafísico) contrario, y muy pocos descreídos han encontrado a Dios en la ausencia de dolor o en el placer. Así es como debería ser: la convicción no es simple hija de las circunstancias. La propia experiencia no basta para formular una visión del mundo. Quienes no han compartido nuestra experiencia ciertamente no pueden adoptarla para validar nuestra visión. Incluso los sobrevivientes pueden ser solipsistas. Existen muchas formas de encarar y de reflexionar acerca de la desgracia.

De acuerdo con la versión canónica de su vida, la muerte de su padre le enseñó a Paul Ryan, a los dieciséis años, a despreciar la “dependencia” y a exaltar la “autosuficiencia”. “Fue una gran bofetada en la cara”, le dijo al periodista deThe New Yorker Ryan Lizza. “Llegué a la conclusión de que, en la vida, o me hundía o nadaba.” Agregaba: “Me decía: ‘¿Qué sentido tiene?’ Y leí mucho, hice mucha introspección. Leía todo lo que encontraba.” Entre otros muchos encontró a Ayn Rand, y sucumbió a su perverso hechizo. Las novelas de Rand son, sin duda, adecuadas para adolescentes, y cualquier ideología puede considerarse el equivalente a una adolescencia estancada. La rebelión de Atlas pudo haber sido un pecado de juventud, como Siddhartha y Así habló Zaratustra, pero Ryan nunca se arrepintió del pecado. Ryan aprendió de Rand que el camino hacia la moralidad pasa por la economía. (Marx había prestado ya anteriormente el mismo servicio erróneo a otros jóvenes estadounidenses, pero con una finalidad antitética.) “El sentido” debía encontrarse en el capitalismo. El mercado era una alegoría de la vida. “El símbolo moral del respeto a los seres humanos es el comerciante”, como instruye John Galt [personaje de la novela de Ryan]. La autosuficiencia, que Ryan interpretó falsamente como la característica esencial del comerciante, se convirtió en su ideal supremo. En uno de esos pasajes moralizadores estridentes titulado “Erosión del carácter estadounidense” –de A roadmap for America’s future: Version 2.0 [Hoja de ruta para el futuro de Estados Unidos, versión 2.0], el plan presupuestario que presentó en 2010 y que le otorgó renombre–, Ryan ataca la “red de seguridad” (las comillas sarcásticas son suyas) de la siguiente manera:

La dependencia drena el carácter individual, lo que a su vez debilita a la sociedad estadounidense. El proceso sofoca la iniciativa individual y transforma la autosuficiencia en un vicio y la dependencia del gobierno en una virtud.

 

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Es preciso decir varias cosas acerca de esta trayectoria mental antes de abordar su concepto central de autosuficiencia. La primera es que una inmersión en Ayn Rand es una forma sumamente peculiar de guardar luto. El egoísmo no surge de la aflicción, como tampoco la egolatría, el desprecio por los débiles, ni la celebración de la crudeza de la existencia. Para el deudo es también plausible –incluso imperioso, según las tradiciones religiosas– volver al mundo con una viva sensación de la fragilidad de la vida, con compasión, generosidad, paciencia, y decidido a ayudar y a encontrar ayuda para las personas necesitadas. El luto puede conducir en distintas direcciones: están el “Al mal tiempo, buena cara” y el “Hundirse o nadar”.

Es comprensible, quizá, que el espectáculo de la impotencia humana –y no hay un espectáculo más devastador de ella que la muerte de un ser querido– pueda provocar, especialmente en una persona joven, cierta fantasía de poder, pero el randismo no es más que eso: fantasía de poder. “Un ser que no considere su propia vida como motivo y meta de sus acciones actúa según el motivo y el estándar de la muerte”, proclama John Galt en su interminable credo al final de La rebelión de Atlas, un discurso que Paul Ryan lee a menudo (como declaró ante la Atlas Society en 2005) “para asegurarme de que puedo verificar mis premisas”. Pero ser testigo de la mortalidad no sirve de nada si sales de esa experiencia con una actitud tan egocéntrica. La pérdida de su padre endureció a Ryan, como sin duda ha endurecido a otros niños huérfanos; pero en el tiempo subsiguiente no dependió menos de otras personas, dependió más. Sea como fuere, el endurecimiento es su problema, y no hemos de permitir que se convierta en problema nuestro. No pretendo negarle a Ryan su pathos; simplemente es él quien se apresta a menospreciar el pathos de los demás.

Luego está el asunto del intelectualismo de Ryan. Sus promotores han hecho grandes aspavientos al respecto. “Es un tipo que, a diferencia del 98% de los miembros del Congreso, se puede sentar en una conferencia o en una mesa con seis o diez expertos de think tanks y de revistas y mostrarse más que competente”, dijo William Kristol, dejando clara la definición del intelectual como una persona que sabe cómo hablar con William Kristol. Pero si se miran de cerca los textos de Ryan, sale a flote un estilo intelectual amateur y provinciano. Su pensamiento es un amasijo. En él, la distinción entre análisis y manifiesto se pierde. Ryan ha obtenido sus grandes ideas de segunda mano, por medio de dispensadores ideológicos: cuando cita a John Locke, es el John Locke que encontró en Michael Novak (quien cree equivocadamente que, en el relato que hace el filósofo sobre la creación de la propiedad mediante la mezcla del trabajo y la naturaleza, aparecen fresas). Irving Kristol y Chales Murray son también fuentes de autoridad para Ryan; y por supuesto Rand, que era una demagoga grafómana con respuestas para todas las preguntas de la vida. La imagen que tiene Ryan del New Deal y de la Gran Depresión está tomada –¿de dónde si no?– de Amity Shlaes. Cuando cita a Tocqueville, se trata de “Alexis-Charles-Henri Clerel de Tocqueville”, y cuando cita a Sorel, dice “Georges Eugene Sorèl”, como es la costumbre de Wikipedia (excepto por el acento mal colocado, que es una contribución de Ryan). Cuando cita a Sorel, Ryan parece no darse cuenta de que está recurriendo a un pensador que admiraba a Lenin y a Mussolini y que defendía el uso de la violencia por parte de los sindicatos en huelga. (Scott Walker no tiene peor enemigo que Georges Sorel.) Del mismo modo, Ryan cita un encomio a Estados Unidos escrito por “Alexandr Isayevich Solzhenitsyn”, sin ninguna conciencia aparente de que tres años más tarde el escritor ruso publicaría una virulenta denuncia de Estados Unidos y su “decadencia”.

La mente de Ryan no está oxigenada adecuadamente. Su universo intelectual es conformista y acomodaticio; Ryan no da señal alguna de familiaridad ni de curiosidad hacia las ideas y tradiciones que difieran de las suyas. No estoy capacitado para evaluarlo en cuestiones de números, pero no se requiere ninguna pericia en materia presupuestaria para darse cuenta de que sus conceptos morales y políticos son rudimentarios y a veces anómalos. El pasaje sobre “la red de seguridad … [que] transforma la autosuficiencia en un vicio” continúa así:

La Nación se convierte en un gran Pueblo Potemkin, donde los elementos más importantes –sus habitantes– son menoscabados por un gobierno que “se encarga” cada vez más de ellos y que toma cada vez más decisiones por ellos. Esos habitantes toman más de la sociedad de lo que pueden proveer por sí mismos, lo cual corroe la sociedad misma desde dentro. El entorno también se vuelve maduro para la explotación y el control por parte de esos pocos que aún son “ambiciosos”.

¿Acaso es Ryan uno de esos “ambiciosos”? Es difícil saberlo. El significado de esa frase, ominosa al estilo Galt, se me escapa. Lo que queda bien claro es que Ryan no sabe lo que es un Pueblo Potemkin:[1]los derechos contra los que protesta no son ni artificiales ni ornamentales.

Ryan lanza el “individualismo” y el “colectivismo” a diestra y siniestra, como si fueran términos absolutamente transparentes y evidentes, y como si estuviéramos en 1950. El pobre tipo nació demasiado tarde para las emociones intelectuales de la Guerra Fría, así que insiste en encontrarlas en su propia época transponiendo apocalípticamente las viejas antinomias al debate contemporáneo sobre el gobierno y los derechos. Con todo, la analogía entre el colectivismo totalitario de la Unión Soviética y el papel del gobierno en el Obamacare es tan estúpida que parece propia de una tertulia. “Con la desaparición del experimento soviético marxista hace veinte años”, escribe Ryan en su Hoja de ruta, “el atractivo se ha desplazado a un socialismo de estilo europeo, con su redistribución de recursos”. ¿De qué demonios está hablando? La redistribución de recursos es una actividad común del gobierno, socialista o no; y el experimento soviético marxista no se resume en la redistribución de recursos: era maligno de una manera que el “socialismo de estilo europeo” nunca lo será. ¿Acaso la Ley Dodd-Frank es el fantasma de Lenin?[2]El hecho pasmosamente evidente es que, en Estados Unidos, en 2012, no vamos camino a la servidumbre. La libre empresa en Estados Unidos no se encuentra ni remotamente amenazada. Sucede tan solo que no es universalmente considerada la totalidad de la realidad estadounidense ni la preocupación primordial en toda discusión estadounidense sobre cada una de las políticas estadounidenses. Vivimos en una era de capitalismo paranoide.

 

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¿Qué es, entonces, lo terrible de la autosuficiencia? Nada, a menos que se la eleve a un absolutismo, a un culto al egocentrismo sagrado, una ilusión del tipo Invictus. (He ahí otro clásico de la literatura adolescente para hinchar el ego.) Cuantas más cosas haga la gente por sí misma, mejor. Cuanta mayor sea la responsabilidad que asume la gente sobre el curso de su vida, mejor. ¿Quién niega estas nobles banalidades? Nuestra capacidad de acción es la expresión más clara de nuestra libertad. Poseemos poderes extraordinarios. Es milagroso lo que han logrado las manos humanas con su trabajo, excepto que eso es lo opuesto a lo milagroso porque no somos seres sobrenaturales.

Pero el concepto de autosuficiencia de Ryan, el evangelio de John Galt (“vosotros mismos sois vuestro más alto valor […] del mismo modo que el hombre es un ser cuya riqueza logra él mismo, es también un ser cuya alma se forma él mismo…”), carece de toda humildad: es la pura vanagloria contra la cual la Biblia, el libro predilecto de Ryan, advertía. ¡Mi poder y la fuerza de mis manos me han otorgado esta riqueza! Ryan podrá haber reprobado el ateísmo de Rand, pero no ha escapado a su revuelta contra la finitud humana, a su deificación del individuo. Este individualismo radical es un delirio de impotencia convertido en delirio de omnipotencia.

Analíticamente, también es un error colosal. No existe la espléndida soledad del comerciante, del constructor, del innovador, del empresario o del superhombre. Es una más de las numerosas leyendas halagadoras que la gente exitosa de este país ha ideado para sí. (Como la leyenda según la cual el éxito es una prueba de virtud personal.) El individuo –incluso el individuo individualista– siempre está estrechamente situado entre las costumbres y convenciones de la sociedad. ¿Dónde está Burke cuando se le necesita? ¿Y dónde quedaron las ubicuas metáforas de las redes? Si el mercado, según los conservadores, puede servir como modelo de la sociedad, sin duda ocurre porque el mercado es una red tan amplia como la sociedad, es una entidad social, un zarzal de vínculos, de conexiones e influencias en la que florece la creatividad, entre otras cosas, porque la posibilitan e implementan otros que, con gratitud o con oportunismo, sí la reconocen. La competencia es en sí misma una suerte de pacto social y, en este sentido, una suerte de cooperación.

No sorprende que Ryan, y por supuesto Romney, salieran de inmediato a distorsionar eso de “Ustedes no lo construyeron”, que dijo Obama en Roanoke [el pasado 13 de julio], pues al complicar las causas de los logros económicos y al dar una visión más correcta de las condiciones de la actividad empresarial, Obama horadó la mitología individualista radical, el salvaje culto al sí mismo que yace en el corazón de la idea conservadora del capitalismo. Una lectura honesta del discurso muestra que Romney y Ryan, lo mismo que sus apologistas, simplemente mienten. El empresario construye su negocio, pero no construye el puente sin el cual no podría construir su negocio. Eso es todo. Pero ¿ahí acaba todo? Sin duda el empresario queda indemne, mantiene las razones para estar orgulloso de su negocio. Pero Romney y Ryan no defienden el orgullo capitalista, sino la soberbia capitalista.

 

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En Estados Unidos, el ideal de la autosuficiencia siempre ha venido acompañado por un corolario de indiferencia hacia los otros, de vileza. Ni siquiera Emerson, en su sublimidad, o a consecuencia de su sublimidad, fue inmune a esta cepa de egoísmo. “No me habléis, como hizo hoy un buen hombre, de mi obligación de mejorar la circunstancia de todos los pobres”, afirmaba en Confía en ti mismo, en 1841.

¿Acaso son mis pobres? Os digo a vosotros, necios filántropos, que me incordia el dólar, la moneda, el centavo si lo doy a esos hombres que no me pertenecen y a quienes no pertenezco […] Vuestras múltiples caridades populares; la educación de tontos en los colegios; la construcción de sitios de reunión para el vano propósito para el que ahora se yerguen; las limosnas para borrachines; y la miríada de Asociaciones de Ayuda; aunque confieso con vergüenza que en ocasiones sucumbo y entrego el dólar, es ese un dólar maldito que tarde o temprano tendré la hombría de conservar.

Una línea directa une esta rabieta con la proclama de John Galt en su testamento ético (o, mejor dicho, su testamento falto de ética) cuando afirma que “la primera precondición de la autoestima es […] ese radiante egoísmo del alma”, y también con su admonición en contra de adoptar “el papel de animales para el sacrificio, buscando la muerte en los altares de otros”. “Habéis sacrificado la justicia a la misericordia”, declara Grant atronadora y pseudoproféticamente. “Habéis sacrificado la riqueza a la necesidad.”

Ryan también actúa más impulsado por la riqueza que por la necesidad. “Toman más de la sociedad de lo que pueden proveer por sí mismos”: ¿Quiénes? ¿Los desempleados? ¿Los viejos? ¿Los enfermos? ¿Los desesperadamente pobres? Claro que toman más, financieramente hablando. Pero no lo hacen por diversión, ni porque sean nefastos derrochadores que explotan taimadamente a un gobierno crédulo. Preferirían tener un empleo, ser jóvenes, estar sanos y sentirse seguros. Pero, ¿acaso no tienen, en sus flaquezas y sus quebrantos, un reclamo legítimo sobre nuestra conciencia, que justifica un sacrificio de la riqueza a la necesidad? La filosofía de Ryan representa la demonización de la necesidad y la transformación de la flaqueza en algo diabólico. Requerir ayuda, solicitarla, recibirla… esto, en el mundo de ganadores de Ryan, es una desgracia.

El problema con la férrea visión de Ryan es, por supuesto, que mucha gente sí necesita ayuda, y por lo general ellos no son responsables de las circunstancias que los han empujado a buscar asistencia. Sufren sin tener la culpa de ello. A veces sufren por culpa de gente que tiene más dinero o más poder que ellos. E incluso si sufren a causa de decisiones propias, ¿habremos de dejar que se hundan? Quizá tengamos poderes extraordinarios, como sostiene el rico y guapo Ryan, pero ninguno de nosotros –ni siquiera en el capital de riesgo– es un dios. Todos somos vulnerables. Nunca nos bastamos a nosotros mismos. ¿Quién es más autosuficiente, de hecho, que un pobre o un desempleado? Ese hombre, en realidad, solo se tiene a sí mismo, solo cuenta consigo mismo. Pero si un hombre rico manda hacer tantas cosas en su nombre es porque paga para que las hagan. ¿Eso es autosuficiencia o una onerosa impotencia? ¿Y por qué no es vergonzoso o una “cultura de la dependencia” que un hombre rico, o su banco, soliciten ayuda, y que se la brinden?

Con la misma incomodidad con que Emerson confiesa que a veces entrega el dólar, Ryan admite en su Hoja de ruta que el gobierno “también debe apuntalar una red de seguridad, mantenida por el gobierno de ser necesario, para quienes enfrentan dificultades financieras o de otra índole”, y, como el dólar de Emerson, la red de seguridad de Ryan (esta vez sin comillas sardónicas) constituye una anomalía en su análisis. Es una complacencia, no un escrúpulo. Ryan preferiría seguir arrobado por John Galt y exagerar el impacto de nuestra voluntad sobre nuestro destino. Enfrentado al papel ineluctable que juega la contingencia en los asuntos humanos, prefiere responder con una alucinación del control humano: con una doctrina prometeica del American Enterprise Institute. Su dogma de la autosuficiencia es una descripción fallida de la realidad. Ryan no acepta –y esta es una disensión no solo respecto de las tradiciones religiosas, sino también respecto de gran parte de la teoría moral secular– que el hecho de nuestra vulnerabilidad es tan básico para nuestra concepción de la vida moral como el hecho de nuestra individuación, y que los males naturales e históricos que nos visitan a todos –el carácter igualitario de la calamidad– tienen implicaciones en nuestros deberes para con los demás. Ryan denuncia una y otra vez la merma de la responsabilidad individual, pero es él quien merma una de las responsabilidades más básicas del individuo, que es la responsabilidad para con los otros.

“Juro por mi vida y por mi amor a ella que jamás viviré por otro hombre, ni pediré a nadie su vida por mí.” Así concluye John Galt su testamento, ese que Paul Ryan exige leer a su equipo en el Congreso. ¡Qué frágil conciencia de sí es esta que se siente tan expuesta frente a la existencia de otros! Este ideal de mónada no es heroico, es cobarde. Y es también peligroso porque solo se honra a sí mismo. En Hoja de ruta, el intelectual de la lista de candidatos republicanos sentencia que “los Fundadores veían a [Adam] Smith no solo como un pensador económico, sino como un filósofo moral cuya otra gran obra fue laTeoría de los sentimientos morales”. Obviemos el hecho de que todo el mundo veía así a Smith porque en verdad fue un filósofo moral, y porque realmente escribió la Teoría de los sentimientos morales. ¿Alguna vez ha abierto Ryan la Teoría de los sentimientos morales? ¿Alguna vez ha leído la primera frase de la primera página? “Por más egoísta que quiera suponerse al hombre”, comienza Smith, “evidentemente hay algunos elementos en su naturaleza que lo hacen interesarse en la suerte de los otros, de tal modo que la felicidad de estos le es necesaria, aunque de ello nada obtenga, a no ser el placer de presenciarla.”[3]Esa es la frase menos galtiana, menos randiana, menos ryaniana que jamás se haya escrito. Y a partir de ella, la deidad de los conservadores se lanza a un profundo análisis de la “simpatía mutua”. ¡Ahí quedó la ficción de Ryan sobre el individuo aislado con tarjeta de crédito! Si algo defiende Adam Smith es que el capitalismo y el sentimiento fraterno son reconciliables, lo mismo que la economía de mercado y la decencia social. Pero Ryan es un pésimo estudiante de Smith, porque le gusta su capitalismo aderezado con crueldad.

A Ryan lo anima lo mismo una teoría del gobierno que una teoría de la vida; pero su teoría del gobierno se alza en parte sobre su teoría de la vida. Para el gobierno hay límites; para el individuo no los hay. Un miedo terrible a la dependencia lo ha llevado a una terrible exageración de la independencia. El yo en la autosuficiencia de Ryan es un monstruo. Yo nunca educaría a un niño, mucho menos diseñaría un presupuesto, a partir de este ideal atrofiado. Recientemente, en un nuevo libro sobre la crianza de los niños, leí lo siguiente: “Tendemos a estimular la autosuficiencia (un buen atributo), pero la iniciativa es incluso mejor. ¿Por qué? Porque la iniciativa es la capacidad de resolver independiente y óptimamente los problemas cotidianos y, a la vez, de buscar la ayuda de los otros cuando no podemos resolver los problemas por nuestra cuenta.” No es precisamente poesía, pero es de una sabiduría precisa. No somos solo una nación autosuficiente, somos también una nación con iniciativa. Pero el plan que Paul Ryan tiene para Estados Unidos amenaza con truncar esa magnífica inclinación hacia la comunidad y dejarnos insolventes no solo en términos económicos, sino también en términos morales. ~

 

© The New Republic (13 de septiembre de 2012)

Traducción de Marianela Santoveña



[1]Potemkin Village, o Pueblo Potemkin, es una expresión en lengua inglesa que designa aquello que en apariencia resulta imponente, pero que de hecho carece de sustancia. La expresión proviene de una historia que afirma que el ministro ruso Grigori Potemkin mandó construir falsas fachadas a las orillas del río Dniéper para impresionar a la emperatriz Catalina II durante su visita a Crimea en 1787 [nota de la traductora].

[2]La ley Dodd-Frank –que debe su nombre al congresista Frank y al senador Dodd– es una reforma financiera refrendada por el presidente Barack Obama el 11 de julio de 2010 y cuyo objetivo es devolver a los inversores la confianza en  el sistema financiero. Entre otras cosas, la ley instituye protección a los inversores, una fuerte regulación de las firmas financieras y una supervisión global de los mercados financieros mediante estándares regulatorios internacionales. Véase http://www.sec.gov/about/laws/wallstreetreform-cpa.pdf [nota de la traductora].

[3]Adam Smith, Teoría de los sentimientos morales, traducción de Edmundo O’Gorman, México, FCE, 2004, p. 29.

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(Brooklyn, 1952), crítico, editor y, desde 1983, editor literario de The New Republic. Es autor de Kaddish (Vintage, 2009), entre otros libros.


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