Vivimos en una época en la que la actividad humana ha alterado de forma irreversible el equilibrio del planeta. A este fenómeno se lo ha denominado Antropoceno, y no solo implica una crisis ecológica, sino algo más profundo: una crisis de relaciones. Para empezar, la relación entre el ser humano y el planeta, y entre los seres humanos y otras especies. Esta presencia de lo humano en el devenir geológico y ecosistémico de la Tierra implica también un cuestionamiento radical de las categorías que han estructurado la cultura occidental y, entre ellas, dos: lo natural y lo humano.
Comprender lo “natural” es complejo en nuestro tiempo, entre otras cosas porque muchas de las realidades que históricamente hemos designado como naturales no pueden desligarse de los efectos de la acción humana. Desde el clima hasta el paisaje, pasando por las formas de vida que pueblan el mundo (humanas y no humanas), las especies extinguidas o en peligro de extinción, las protegidas, e incluso aquellas cuya población ha aumentado por efectos indirectos de la crisis climática (como las medusas), todas estas realidades escapan a una concepción estrictamente “natural”. Vivimos, en gran medida, en un mundo postnatural, donde los procesos y realidades naturales no pueden separarse de la acción humana, tanto discursiva como materialmente. Esto revela la complejidad, también lo apasionante, de abordar lo natural en la actualidad.
El mainstream audiovisual ha encontrado en el Antropoceno una nueva inspiración para revitalizar el género apocalíptico, con películas y videojuegos en los que el colapso se convierte en un producto de consumo más, aunque sea artístico. Esta nueva forma de porno apocalíptico es paralelo al Ruin Porn, ese gusto tan particular que, desde la fotografía y también el turismo, se ha desarrollado por las ruinas contemporáneas, con casos paradigmáticos como Detroit o Chernóbil, donde el placer reside en observar el colapso de una civilización, la nuestra. Parece que el fin del mundo en el que vivimos se nos hace más soportable si lo convertimos en ficción, en fotografía o en experiencia turística. No estamos lejos de la célebre afirmación de Fredric Jameson, según la cual nos resulta más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. El placer anestésico que sentimos con películas como Interstellar (podríamos haber citado cualquier otra producción hollywoodiense) cuando se nos dice que “el fin del mundo no será el fin de la humanidad” es característico de esta forma de porno apocalíptico. Primera fuente de placer: el mundo colapsa, pero nosotros no. Segundo momento: el mundo colapsa, pero hay un héroe y trae una solución. En ese momento podemos relajar los músculos y disfrutar del espectáculo: el fin del mundo es una película y acaba bien. El relato ficcional de que “todavía estamos a tiempo” implica en cierto modo la negación de que ya vivimos una crisis planetaria. Además, nos evita tener que hacer un diagnóstico crítico sobre la responsabilidad de lo humano (la nuestra) en el colapso de nuestro planeta. Más aún cuando las soluciones (habitualmente tecnosoluciones) aportadas por lo humano redimen cualquier pecado que hayan podido cometer. En Interstellar la tecnosolución se materializa en la búsqueda de una planta alternativa, que sea compatible con la vida humana, una narrativa que opera fuera de la ficción, con proyectos como los de la empresa SpaceX, de Elon Musk, entre otros. No parece muy heroico dar por terminado el planeta Tierra que hemos destruido, mientras nos mudamos a uno nuevo, sin cuestionar los modos humanos que nos han llevado a consumir el primero.
Frente a esta forma digerible, a menudo irresponsabilizante, de visualizar el Antropoceno, el arte contemporáneo ha desarrollado formas críticas de abordar el problema ecológico. Entre ellas, el bioarte –que trabaja con organismos, tejidos, células, genes y ecosistemas– se ha consolidado como un campo donde se plantean preguntas coherentes con el diagnóstico del Antropoceno. Son propuestas situadas en problemáticas concretas, que no buscan “solucionarlas” (como en la narrativa apocalíptica) sino pensarlas y diagnosticarlas y, desde ahí, articular nuevas formas de pensar el problema y abordarlo.
Vivir en el plástico: ¿cómo imaginar otras formas de vida posibles?
En un planeta contaminado como el nuestro, cabe preguntarse qué significa, hoy, hablar de “naturaleza”. El proyecto Ecosystems of excess (2014), de la artista y arquitecta estadounidense Pinar Yoldas, aborda el problema del inmenso continente de plástico que flota en el océano Pacífico. La artista se pregunta qué formas de vida podrían surgir si esta empezara hoy, en ese entorno acuático donde el plástico es parte constitutiva de la “naturaleza”.
Esa pregunta se convierte en punto de partida para imaginar, desde una perspectiva científico-artística (la artista también posee formación en biología), un ecosistema adaptado a un entorno dominado por residuos plásticos. El ecosistema del exceso que propone incluye organismos que podrían evolucionar en ese nuevo hábitat, así como órganos adaptados: sistemas digestivos capaces de metabolizar plásticos, riñones diseñados para filtrar agua contaminada, o incluso animales plastívoros que obtienen energía del plástico mismo. Esta narrativa evolutiva alternativa es al mismo tiempo una crítica a la contaminación y una reflexión sobre la resiliencia de la vida ante condiciones extremas.
Las ficciones biológicas de Yoldas resultan inquietantes porque confrontan al espectador con su propia responsabilidad ecológica. ¿Estamos dispuestos a asumir las consecuencias de nuestros excesos? ¿Qué seres habitan –y habitarán– el mundo tras nuestro paso?
Escuchar a los otros no-humanos: ¿cómo pensar el mundo desde las plantas?
El pensamiento posthumano no debe confundirse con el transhumanismo, a pesar de su cercanía fonética. Mientras que el segundo propone una ideología basada en la mejora de lo humano, normalmente utilizando un modelo tecnocientífico, racionalista y neoliberal que busca optimizar las capacidades del cuerpo y la mente mediante tecnologías avanzadas (como la inteligencia artificial, la ingeniería genética o la cibernética), el primero plantea un cuestionamiento profundo del ser humano como sujeto privilegiado de conocimiento y experiencia. ¿Qué ocurriría si pudiéramos adoptar perspectivas no humanas de estar en el mundo? ¿Qué podríamos aprender de otras formas de vida, como las plantas? ¿Cómo cambia nuestra percepción del entorno si prestamos atención a sus ritmos, lenguajes y necesidades?
La artista y ecóloga española Paula Bruna ha acuñado el término “Plantoceno” como un gran proyecto que agrupa muchas de sus obras, todas atravesadas por el deseo de pensar desde la alteridad vegetal. En Embolismo por soleá (2023-2025), Bruna trabaja en el cruce entre artes visuales, ciencias ambientales y flamenco. El punto de partida es comprender cómo las plantas experimentan y responden a su entorno, especialmente bajo condiciones de estrés hídrico. El “embolismo” es un proceso que ocurre en las plantas cuando enfrentan sequías extremas: se forman burbujas de aire en sus vasos conductores, interrumpiendo el flujo de agua y nutrientes, lo que puede llevarlas a la muerte. Estas burbujas generan sonidos que los científicos estudian para evaluar los efectos del cambio climático en los bosques. El sonido del embolismo se asemeja a unas palmas sordas que siguen un ritmo inicialmente lento, como el de una soleá, pero que se acelera a medida que la sequía se intensifica, culminando en un ritmo frenético comparable al de las bulerías. De esta manera, el flamenco, como lenguaje humano conocido, se convierte en un mediador entre los seres humanos y los árboles, un lenguaje emocional que permite acercarse a la subjetividad de estos seres vivos y comprender, a través de ellos, las implicaciones ecológicas del cambio climático, desde su realidad científica.
La paradoja de la restitución: ¿qué límites éticos tiene la reconstrucción artificial de especies?
Desde la Revolución Industrial, muchas especies han desaparecido como consecuencia directa de este sistema. ¿Debemos –y podemos– intentar recuperarlas mediante tecnologías genéticas? ¿Qué sentido tiene “revivir” una especie extinguida? ¿Se trata de una restauración o de una simulación?
El biólogo, artista y activista ambiental estadounidense Brandon Ballengée abordó estas cuestiones en una obra clásica del bioarte: Species reclamation via a non-linear genetic timeline (1998–2006), consistente en la recuperación de una especie de rana africana que se considera extinguida desde el siglo XIX, como resultado del proceso colonizador europeo. Mediante un proceso de cría y selección de especímenes que comparten rasgos fenotípicos con la rana extinguida, Ballengée trabajó durante ocho años escogiendo aquellos individuos que compartían rasgos más cercanos a la rana extinta. El final del proyecto se habría consumado en 2006, cuando el artista afirma haber reproducido la rana original. ¿Seguro? Efectivamente, la tecnociencia a menudo promete soluciones de este tipo (especies restituidas, bacterias alteradas para consumir y eliminar vertidos, lluvias artificiales controladas contra la sequía o, recordemos, la búsqueda de nuevos planetas…) que, como se pone en evidencia, en esta obra, no resuelven los verdaderos dilemas éticos (acaso buscan evitarlos): la responsabilidad humana en el deterioro del planeta, la crítica al paradigma humano o la asunción de responsabilidades mediante la búsqueda y fomento de otras maneras de estar en el mundo que se basen, precisamente, en el cuestionamiento de esas maneras humanas de estar en el mundo y no en su borrado.
Ecosistemas en miniatura: ¿cómo articular una ética del cuidado?
Si aceptamos que la crisis ecológica es también una crisis de relaciones, resulta evidente que la forma dominante de vincularnos con el planeta ha sido desde el extractivismo y la productividad. Se ha asumido “naturalmente” que el ser humano está separado de la naturaleza, y que esta puede ser explotada como un recurso. Sustituir este modelo de relación por otro basado en la cooperación y el cuidado no es sencillo, pero diversos enfoques contemporáneos apuntan hacia un cambio de paradigma.
El bioarte, al trabajar frecuentemente con organismos vivos, ha tenido que adoptar modelos que implican relaciones de responsabilidad y mantenimiento. En su proyecto Biosfera (2005), el artista e ingeniero argentino Joaquín Fargas construye pequeñas esferas selladas que contienen ecosistemas autónomos con agua, plantas y microorganismos. Estas biosferas solo requieren luz y una mínima supervisión humana para mantenerse vivas. Fargas las concibe como “planetas-tierra en miniatura”: frágiles, autorregulados, pero dependientes del cuidado. ¿Cómo sostener el equilibrio de un sistema vivo? ¿Qué implica cuidar algo que no podemos controlar completamente? La obra funciona como metáfora de la Tierra en el Antropoceno: un sistema complejo, relacional y vulnerable, en manos de quienes pueden destruirlo o preservarlo.
El conjunto de prácticas artísticas que hemos presentado constituyen no solo dimensiones del problema, el Antropoceno, sino también maneras de abordarlo. La práctica artística en los momentos más críticos de la historia ha servido como manera de generar diagnósticos del mundo pero también como laboratorio de propuestas. Frente a los retos del Antropoceno, la creatividad debe recuperar su valor político: solo desde la imaginación política es posible encontrar alternativas a los modos heredados de habitar el mundo.