Lo que piensan nuestros ojos

En Volver la mirada, Félix de Azúa reúne escritos y conferencias sobre pensamiento e historia del arte y cuestiona que exista una "visibilidad universal".
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“Lo que podemos ver, nuestra visibilidad, es histórica y depende del contexto social.” Esta línea resume bien el espíritu de Volver la mirada, una recopilación de escritos y conferencias de la última década en los que Félix de Azúa aborda cuestiones de pensamiento e historia del arte. La virtud de este volumen es la de no perder nunca la perspectiva: en cualquier punto uno puede echar la vista atrás y saber dónde está con respecto a lo que ya se ha dicho. Comento esto, que puede parecer obvio, porque todos los libros de esta naturaleza corren los mismos riesgos. Primero, porque la selección de textos puede llevar a una disparidad de temas. No es así en Volver la mirada¸ porque sus apartados, además del hilo histórico, tienen concordancias temáticas, referencias y reflexiones compartidas, que hacen que aunque se hable de pinturas rupestres o videoarte siempre se esté hablando de lo mismo.

Pero, además, una colección de artículos puede caer fácilmente en olvidar el contexto, y valorar todas las manifestaciones artísticas desde un grupo reducido de parámetros estéticos o ideológicos. En este caso, y como si el índice hubiera estado previsto desde el principio, Azúa se detiene en los cambios de mentalidad, en las diferentes concepciones del mundo y las transiciones entre ellas, para introducirnos en la manera de pensar específica con la que considera que se tiene que comprender a estos artistas y obras decisivos en la historia del arte.

El recorrido tiene tres paradas, los orígenes, el romanticismo y las vanguardias, y cada una de ellas tienen al menos un texto dedicado a explicar qué constituye arte, en su momento y para nosotros. Sobre el arte prehistórico indica que el ser humano “no está delante de la Naturaleza para copiarla o representarla subjetivamente porque aún no se ha producido la interiorización del mundo, sino que forma parte íntima de ella e interviene sobre ella” (“Algunas perplejidades sobre el arte eterno”). A los que considera los iniciadores del romanticismo, los paisajistas de finales del XVIII, les hará decir que “nosotros no copiamos la naturaleza, sino el efecto emocional que en nosotros produce la naturaleza” (“Las luces que se apagan”). Para la posvanguardia, el arte más contemporáneo, “el criterio es ontológico y no busca el placer de la experiencia estética inmediata sino el interés de la reflexión teórica” (“El arte después de la muerte del arte”).

Este tipo de precisiones, situadas estratégicamente al principio, en medio y al final del libro, no son tanto el recordatorio de nociones que cualquiera pueda tener asumidas como puntos de contacto para unas líneas de pensamiento y una terminología recurrentes. Al organizar el discurso alrededor de las ideas de naturaleza, representación o subjetividad, Azúa apoya su afirmación de que “lo que el artista ve es un efecto de lo que el artista piensa, lo cual a su vez es un efecto de lo que la sociedad piensa de sí misma”. Y, en última instancia, todo esto apunta a lo que en realidad se dirige el arte de la representación, a la visión. Como dice en “Querer y poder ver”, quizá el texto central del libro, “lo que estamos diciendo es que la visión piensa y que el ojo solo puede ver lo que su dueño es capaz de pensar según unas reglas estrictas”. Porque “no hay una visibilidad universal”, Azúa se preocupa por enriquecer nuestra mirada, aportándole la perspectiva que pueda necesitar para ver cada rincón de la historia con justicia. Con su recorrido no solo entendemos mejor los cuadros que comenta, sino por qué los vemos como los vemos. En palabras de Cézanne, “la materia de nuestro arte está ahí, en lo que piensan nuestros ojos”.

En el libro se reúnen tres tipos de textos. En primer lugar aparecen estos que hemos mencionado, panoramas generales que nos sitúan en un punto de vista histórico. En segundo lugar están los perfiles, un repaso a autores u obras fundamentales que se estudian de manera detenida. De Miquel Barceló comenta por qué considera que sus trabajos africanos no son “sobre” África; de La libertad guiando al pueblo explica por qué confundió a la crítica y a los diferentes bandos políticos del momento; a Anselm Kiefer lo relaciona con la peinture d’histoire de, por ejemplo, Jacques Louis David. Son llamativos los perfiles desmitificadores, en los que Azúa se acerca a artistas y obras para apartarlos de los tópicos. Cézanne es para él “contradictorio, incomprensible, ingenuo, de una simplicidad extrema”, y poseía “un carácter irascible, una ignorancia oceánica, una sexualidad rara y un modo aforístico de expresarse que da pie a cualquier interpretación”. En una defensa del Contra el Guernica de Antonio Saura, realizará un recuento de todas las interpretaciones definitivas que los críticos e investigadores han pretendido dar del cuadro.

El último grupo de textos es el de las reflexiones de orden estético: el tamaño de los cuadros; la relación entre música, poesía y pintura; la representación de la melancolía, el grito, el sacrificio, lo grotesco… Todas estas perspectivas, insistimos, tienen que ver con un reajuste de nuestra manera de ver. Sirva de ejemplo la breve genealogía trazada en “La violencia del género: la pintura histórica en el arte contemporáneo”, que aborda la importancia de la pintura académica para la definición moderna de “arte”, sorprendente para un espectador actual, y cómo esto supone un precedente para el regreso irónico y saturado de información que la pintura del XX hizo hacia el género histórico y la figuración.

No faltan las cuestiones problemáticas. No puede ser de otro modo si el objetivo es ampliar nuestro mindset. En un artículo coloca a las víctimas de accidentes de tráfico como sacrificios rituales de la sociedad tecnificada. Un escrito analiza la relación de Degas y Picasso con los burdeles. A propósito del land art, se opone al mantenimiento y restauración de determinadas obras de arte. Habrá también quienes estén en desacuerdo con la frase que cierra el libro: “los artistas son libres de hacer lo que quieran, como cualquier ciudadano, sin tener la responsabilidad moral de explicarnos nuestro destino”. Creo que son cuestiones debatibles. Es parte de nuestra formación artística, pero también social. Las reflexiones que Azúa nos deja aquí son un aliciente perfecto para empezar esta conversación.

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Manuel Pacheco (Villanueva de los infantes, Ciudad Real, 1990) es músico y filólogo. Es autor de 'Las mejores condiciones' (Caballo de Troya, 2022).


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