Que todo lo cantaron y todo lo vendieron

'Pregones y flamenco' estudia ese género menor del cante que componen los soniquetes y las rimas con que los vendedores anunciaban sus productos mientras recorrían las blancas calles.
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Leí Pregones y flamenco porque quería saber más sobre la poesía efímera, la que parece quitarse importancia, quizá porque ha asimilado tanto el tema clásico de la fugacidad de la vida que lo recrea asomando la cabeza un instante para luego evaporarse. Lleva el subtítulo de El cante en los vendedores ambulantes andaluces y lo han publicado Rafael Cáceres Feria y Alberto del Campo Tejedor en la editorial sevillana Athenaica, que tiene una serie dedicada al flamenco y la cultura popular.

El libro estudia ese género menor del cante que componen los soniquetes y las rimas con que los vendedores anunciaban sus productos mientras recorrían las blancas calles. Es menor porque tiene una utilidad, que es la comercial, y tradicionalmente eso se ha visto muy feo (de hecho no deja de ser publicidad, claro, y no expresión de los más nobles sentimientos o al menos de los más profundos). Y es menor también porque sus temas pueden parecer ramplones, ya que no son más que cosas que salen de la tierra. Lo que vendían aquellos comerciantes eran productos sencillos: tomates, sardinas, limonada, el afilado de los cuchillos de la casa… Pero todas esas cosas nos proveen de recuerdos además de vitaminas.

Y resulta que esos pregones se han revelado menos fugaces que los crustáceos y los nardos que anunciaban. Las cabezas de las gambas ya están barridas del suelo, y las flores mustias, pero ¿por qué si no por su cante se recuerda aún a vendeores como Macandé, la Malena, el Carbonerillo, Sordillo de Triana, Tío José el de la Paula, Rosa la Papera o el Piyayo? Algunas de sus historias se cuentan brevemente en el libro.

Macandé por ejemplo vivió entre 1897 y 1947 y se dedicó a vender caramelos por las calles de Cádiz. Solamente de vez en cuando cantaba en tabernas. Su historia es trágica: acabó en el manicomio. Su famoso pregón de los caramelos se dejó de oír por las calles y desde entonces lo han grabado cantaores como Agujetas el Viejo o Niño de Elche hace muy poco. El libro cita a Ortiz Nuevo, que en Las mil y una historias de Pericón de Cádiz recoge que Macandé “por cualquier sitio que iba llevaba detrás treinta o cuarenta personas na más que por oírlo cantar”.

Si bien Macandé pertenece a la aristocracia del cante ambulante, la del público apiñado para escuchar al vendedor de turno es una escena recurrente en el libro. Muchas veces el artista-comerciante disfrutaba tanto de su actividad pregonera, y la adornaba hasta tal punto, que más bien parecía que lo suyo era la actuación y no el comercio. El arte siempre se ha desarrollado al exprimir las restricciones. Un Juanillo de Triana que vendía pescado alargaba hasta los tres o cuatro minutos esta sencilla secuencia: “Y… queeee… viviiiiitos… traigo… los pejerreyes”. Explican los autores que se solía apostar a la puerta de la mujer que le gustaba. Quizá eso explique la duración, si ella se hacía la remolona en asomarse.

El libro detalla las relaciones entre los pregones y el cante, cómo uno y otro se han influido mutuamente, cómo entraron los pregones y los personajes de los pregoneros en la zarzuela y en el teatro musical, cómo algunos de los pregoneros saltaron a los escenarios y cómo muchos vivieron siempre en la miseria a pesar del éxito callejero. También hace un recuento de los distintos palos; de la fama que acompañaba a cada gremio ─piperos, marisqueros, floristas─, más o menos amable o pendenciero según un estereotipo que parece zarzuelesco o à la Merimée; explica algunos trucos como el de los piperos que alentaban el berrinche en los niños para que sus hartos padres les comprasen el caprichito (“A llorar muchacho, / dile a tu papaíto / que te dé un centavito / para comprar bollitos / y si no lo tiene, / regístrale los bolsillitos. / A llorar muchachos.”) e incluye al final una larga lista de pregones con sus autores, intérpretes y año y sello de grabación.

De vez en cuando el libro se detiene en algunas historias muy vistosas, como esta sobre los marisqueros extraída de un libro de 1904 de José Gestoso: “Suelen desaparecer de la escena social durante algunos días, reapareciendo al cabo de ellos con su misma alegría y su misma gracia. Si se les pregunta qué ha sido de ellos, contestará alguno sin rebozo ‘que cansado un día, se terció una juerguesita, y vendiendo jasta la casa santa, las bocas y er canasto, se jué con unos amigos a las ventas de la Macarena, tomando una tajá tan grande, que er mundo se jundió, y emparmándola ar día siguiente, no supo más sino que despertó en la prevensión, donde los guindillas lo llevaron por mor de una bronquiya que había armao’”. ¡Er mundo se jundió!

La lectura de las coplillas y de las aventuras es muy estimulante y hace imaginar una vida muy colorida, con las calles como disparatados teatros donde en cada esquina acontecían recitales espontáneos. Pero a la vez da congoja pensar en esas vidas abocadas a la precariedad y la intemperie, y menuda vejez.

Por supuesto si los vendedores desplegaban su talento artístico era con el objetivo de vender todo lo posible, pero bajo todo el aparato vocal expuesto se detecta un fondo escurridizo y anarcoide, que desprecia el valor de la eficacia y que aprovecha la mera transacción para adornar la vida, porque no puede reducirse todo a asegurarnos el sustento. Y es casi como cuando nos estamos entreteniendo tanto que olvidamos por qué nos hemos puesto a hacer aquello, y queda ya solo el gozo de la acción pura, que nos salva durante un rato de la miseria.

Rafael Cáceres Feria y Alberto del Campo Tejedor

PREGONES Y FLAMENCO

Sevilla, Athenaica, 2020

277 pp.

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Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).


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