Hace unos días, saltaba la noticia: los geólogos han rechazado que el Antropoceno deba ser reconocido como una nueva época en la historia del planeta, que es justamente lo que habían pedido otros geólogos. Después de quince años de debates informales sobre el asunto, los miembros de la Subcomisión de Estratigrafía Cuaternaria han votado en contra de esa posibilidad y decidido, por una mayoría de doce a cuatro, que la propuesta del Anthropocene Working Group no basta para modificar la cronología de la Tierra. ¡Ahí queda eso!
Aunque la decisión es firme, dos miembros de la subcomisión –el paleontólogo Jan Zalasiewicz, parte destacada del working group dedicado a la defensa del Antropoceno, y el geólogo Martin Head– han pedido la nulidad de la votación. Alegan que se han vulnerado las normas establecidas por la Comisión Internacional de Estratigrafía: dado que once de los dieciséis miembros de la subcomisión habían permanecido en sus cargos más de doce años en el momento de la votación, su participación en esta última debe ser considerada irregular. Para colmo, la reunión se celebró antes de que el Presidente de la Unión Internacional de Ciencias Geológicas –organismo que tiene la última palabra en la fijación de la cronología planetaria– diera su visto bueno a un informe de su Comisión de Geoética sobre el desempeño del Anthropocene Working Group. Según parece, en el informe se concluye que el grupo de trabajo no ha recibido un trato apropiado durante la preparación de su propuesta y recomendaba poner en suspenso cualquier decisión hasta que se remediara tal situación. De hecho, Zalasiewicz pidió que el informe se pusiera en conocimiento de los votantes; ni el geólogo chino Liping Zhou –que presidía la subcomisión– ni el paleontólogo italiano Adele Bertini –como secretario– aceptaron la petición.
Para Naomi Oreskes, historiadora de la ciencia climática que votó a favor del Antropoceno, la propuesta del grupo de trabajo no ha sido evaluada sobre la base de sus méritos científicos. Se ha llegado a sugerir que la propuesta identificaba una golden spike –marcador fósil que simbolizaría el comienzo del Antropoceno, en particular el Lago Crawford, cercano a Toronto, donde se han hallado restos de plutonio procedentes de las pruebas que se hicieron con la bomba de hidrógeno en 1952– que contrariaba al geólogo chino, interesado en que el punto cero del Antropoceno se fijase en su país. ¿Quién sabe? Parece claro que no ha sido un episodio pacífico; quien haya asistido a un consejo de departamento universitario sabe que los académicos pueden desarrollar las fobias más recalcitrantes.
El caso es que si la propuesta hubiera salido adelante aun habría tenido que recabar el voto favorable de otros dos organismos: la Comisión Internacional de Estratigrafía y la mencionada Unión Internacional de Ciencias Geológicas. Es obvio que esta temprana derrota constituye una decepción para sus promotores, si bien la propuesta puede volver a presentarse más adelante. Podría creerse que hacerlo será inútil: la negativa de hoy será la negativa de mañana. Sin embargo, no está claro que sea necesariamente el caso; un cambio en los equilibrios de poder dentro de la famosa subcomisión podría dar un giro a los acontecimientos y desembocar –andando el tiempo y las reuniones– en el abrupto final del joven –11700 años– Holoceno.
Pero ¿cómo es posible que la alteración de la cronología planetaria dependa de un puñado de votos en una subcomisión? Que el Antropoceno exista o no deje de existir, ¿queda simplemente al albur de la decisión de unos cuantos científicos? El asunto tiene enjundia. De una parte, nos alerta acerca de la influencia que la organización institucional de la ciencia tiene sobre lo que dice la ciencia; de otro, nos coloca de bruces frente a un problema epistémico que se refiere a la manera en que se produce conocimiento científico sobre el mundo.
Vaya por delante que rechazar la inclusión del Antropoceno en la historia geológica de la Tierra no equivale a rechazar las acepciones históricas o culturales del Antropoceno. Se puede hablar de una “época humana” de maneras distintas; la manera geológica solo es una de ellas y se encuentra entre las más exigentes. Y es que hay una evidencia empírica que indica que el impacto humano sobre el medio ha alcanzado una dimensión planetaria, pero a ese conjunto de datos podemos atribuirle un sentido distinto según cuáles sean los criterios que usamos para evaluarlos y cuál la naturaleza de la conclusión a la que queramos llegar. Porque el Antropoceno no es un objeto de la realidad del que las ciencias puedan ocuparse mediante el análisis empírico, ni tampoco una teoría que intente dar sentido al funcionamiento del mundo natural, sino más bien la interpretación que da sentido a los datos conocidos acerca del sostenido y creciente impacto antropogénico sobre los sistemas naturales. Naturalmente, el Antropoceno se refiere a una realidad; pero él mismo no es “realidad” del modo en que lo son sus manifestaciones: del cambio climático a la pérdida de biodiversidad, pasando por el aumento exponencial de las infraestructuras humanas, la creación de nuevas aleaciones metálicas, los cambios en la distribución de la biomasa o la proliferación de especies invasoras. En consecuencia, el Antropoceno es un estado de las relaciones socionaturales caracterizado por la distorsión antropogénica de los sistemas naturales planetarios, por contraste con el impacto local o regional propio de otros momentos históricos, así como un periodo histórico que puede referirse tanto a la historia humana como a la historia geológica… o ambas a la vez.
De ahí que la hipótesis del Antropoceno se haya caracterizado desde el primer momento por la pluralidad de sus filiaciones: apoyándose en biólogos y químicos y climatólogos, los practicantes de la llamada Ciencia del Sistema Terrestre se han ocupado de una dimensión del Antropoceno distinta a –pero complementaria de– aquella que ocupa a los geólogos. Y aun dentro de estos últimos hay discrepancias entre quienes constatan el profundo impacto humano sobre el planeta y quienes además creen que hay razones para reconocer una nueva época dentro de la cronografía planetaria. Para ello deben cumplirse los requisitos establecidos por la ciencia estratigráfica, que exige la presencia de un marcador fósil a la vez global e isócrono, susceptible de identificar el comienzo de un periodo formal de tiempo geológico; por eso se lo denomina “estaca dorada” o golden spike. Eso y solo eso es lo que se dilucidaba en la votación de la Subcomisión de Estratigrafía Cuaternaria donde se ha decidido que el Antropoceno no será reconocido oficialmente como una nueva época geológica.
Para quienes venían manifestándose en contra de esa opción, el resultado es una buena noticia. Earl Ellis, destacado ecólogo norteamericano que abandonó el Anthropocene Working Group por discrepar con el enfoque adoptado por sus miembros y autor de una excelente introducción al Antropoceno publicada en España, sostiene que no debemos identificar este último con una ruptura temporal precisa. Por el contrario, nos hallamos ante un proceso gradual y profundo: el dibujado por la evolución del impacto humano sobre el planeta. La alternativa consiste en juzgar el Antropoceno como un episodio –un event– en la historia geológica y no como una época formal; se parecería así a la Gran Oxigenación que se produjo hace dos mil millones de años. Mientras que un episodio geológico se desarrolla en el tiempo de manera progresiva, como sucede con la industrialización humana y sus efectos, los cambios de época atañerían a rupturas marcadas derivadas de acontecimientos particulares; las grandes extinciones serían un ejemplo inmejorable.
Hay científicos que han abundado en esta idea, señalando que no puede especificarse un momento en el cual el Holoceno deja paso al Antropoceno; otros destacan la ventaja que ofrece catalogarlo como un mero “episodio” geológico: no se necesita una fecha inaugural, ni un golden spike, ni aprobación formal por parte de institución alguna. Para el geógrafo Michael Walker, el impacto humano sobre el planeta desborda los límites temporales. Así lo demostraría la cualidad asincrónica de los procesos históricos que lo causan: los orígenes de la agricultura, los comienzos de la urbanización, la colonización de las Américas, la Revolución Industrial o la Gran Aceleración (que arranca en la segunda posguerra mundial y se define por el incremento de la producción material en todo el mundo, así como por una creciente globalización). El Antropoceno los englobaría a todos en un relato causal común, sin que ello se corresponda con una época geológica nueva. Ni que decir tiene que esto no priva al concepto de su potencial resonancia cultural, ni le impide ser reconocido como un periodo singular donde la historia humana y la historia del planeta convergen de manera irreversible.
Pese a su derrota, los defensores del Antropoceno como época formal no carecen de buenos argumentos. Identificar los restos de los ensayos nucleares como marcador fósil de manera alguna sugiere que el Antropoceno sea una ruptura equiparable a la que representaron las anteriores: el Holoceno, sin ir más lejos, da comienzo cuando termina una glaciación. Y si bien es entonces cuando el impacto antropogénico sobre la Tierra –revolución agrícola mediante– empieza a notarse, lo que experimenta el planeta en los siglos XIX y XX es el resultado de su acumulación a lo largo del tiempo; ese impacto es además cada vez más intenso a consecuencia del desarrollo tecnológico y el aumento de la población humana. Dicho de otra manera: si el planeta se ha visto alterado de manera significativa a causa de la acción humana, como muestra en primerísimo lugar el cambio climático, el golden spike del Antropoceno no señalaría el momento exacto en el que ese cambio se produce, pues ciertamente no ha caído un meteorito ni ha empezado una glaciación, sino que permite identificar su comienzo aproximado en el registro fósil de la Tierra de acuerdo con los criterios estratigráficos en vigor dentro de la comunidad científica. A esos efectos, la discusión acerca del simbolismo negativo de los restos nucleares está fuera de lugar: los geólogos no trafican con significantes.
No obstante, se planteaba aquí desde el primer momento una dificultad que acaso no haya podido superarse: la geología, dedicada al estudio del tiempo profundo, habría tenido que ocuparse de su presente; el Antropoceno habría sido la primera época geológica declarada por sus contemporáneos. Si bien se mira, esa rareza atestigua la excepcionalidad de un Antropoceno cuyo origen es también excepcional: una especie animal evoluciona de tal modo que desarrolla la capacidad para alterar el planeta en el que vive. Y si los sedimentos depositados cerca de Toronto en 1952 parecen una señal arbitraria, ello se debe asimismo a la falta de distancia temporal del observador humano; los momentos en que se cifra el comienzo de los demás periodos geológicos están tan lejos, que unos miles de años equivalen en esas latitudes a un rápido pestañeo. Adoptar el punto de vista del futuro profundo tal vez ayudase a vencer algunas resistencias: quien mirase hacia atrás –aunque no habrá ya nadie– dentro de cien millones de años podría encontrar en nuestros días la evidencia de una transformación planetaria que nos resistimos a formalizar.
Parece haber buenas razones para optar por cualquiera de las dos alternativas. En cualquier caso, se pone de manifiesto que la ciencia fija los criterios con arreglo a los cuales sancionará la validez de sus hipótesis y la robustez de sus teorías. Nadie ignora a estas alturas que la concepción positivista de la ciencia como productora de verdades irrefutables ha sido superada ya; la ciencia está incardinada en su tiempo, se ve influida por los valores que profesan sus practicantes y carece de un método científico unificado que pueda ser aplicado infaliblemente en todos sus campos. Así nos lo recuerda el filósofo Antonio Diéguez en un libro recién aparecido, La ciencia en cuestión, donde entre otras muchas cosas defiende la solidez del conocimiento científico pese a sus inevitables limitaciones. Escribe Diéguez:
El hecho de que la ciencia sea una construcción social, como cualquier otra institución humana, no quiere decir que los hechos o la realidad que estudia también lo sean y mucho menos que lo sea la validez empírica de los resultados. (…) Ciertamente, la ciencia es, entre otras cosas, un discurso, pero no un discurso como tantos otros, sino uno en el que los argumentos racionales y, sobre todo, la contrastación con la evidencia empírica, son fundamentales.
Se sigue de ahí que las mejores teorías que formulan las ciencias habrán de considerarse “aproximadamente verdaderas”, pues sus afirmaciones encajan mejor que otras con el modo en que son los hechos; las teorías científicas no habrían tenido éxito predictivo en caso contrario. Ahora bien, el realismo científico es compatible con la aceptación de la premisa según la cual la verdad de la ciencia siempre lo será —verdad verdadera— dentro de un lenguaje o esquema conceptual particular. Pero de ahí no se deduce que lo que así se diga sobre la realidad del mundo valga tanto como lo que dicen un poeta o un dominguero; el marco conceptual de la ciencia persigue producir conocimiento robusto sobre una realidad que existe con independencia de lo que digamos sobre ella. Claro que no todas las ciencias son iguales, ni lo son los distintos objetos del conocimiento científico; el grado de certidumbre –casi nunca absoluto– que la ciencia puede suministrar varía mucho según los casos. Así sucede con el cambio climático: una cosa es medir lo que ha pasado y otra elaborar modelos predictivos de orden probabilístico sobre lo que pueda pasar en el futuro.
El Antropoceno es distinto: se trata de una propuesta de periodización que da sentido al conjunto de disrupciones antropogénicas registradas en los sistemas naturales planetarios. Estas disrupciones existen y pueden vincularse causalmente a –son efecto colateral de– la acción humana; si el Antropoceno existe o no, en consecuencia, depende de nosotros. ¿Queremos dar ese nombre a un periodo histórico caracterizado por la imbricación de los sistemas sociales y naturales? Si hablamos del Antropoceno como época geológica, por el contrario, el asunto se complica: se requiere el cumplimiento de unos requisitos que permitan igualar el Antropoceno a las anteriores épocas del planeta. Pero que la Subcomisión de Estratigrafía Cuaternaria haya votado lo contrario en modo alguno debe llevarnos a concluir –como Baudrillard sobre la Guerra del Golfo– que el Antropoceno no ha tenido lugar. Es indudable que el concepto hubiera obtenido un fuerte respaldo de cara a la opinión pública si los geólogos hubieran decidido incorporarlo a la cronología planetaria; de ahí la decepción de sus promotores. Si esa misma comunidad científica termina por respaldar su categorización informal como “episodio geológico” y el empleo del concepto sigue creciendo entre humanistas y científicos sociales, historiadores incluidos, la derrota de los geólogos no será letal para la credibilidad del Antropoceno: este continúa siendo una idea brillante que da sentido a la realidad empírica del mundo y de paso nos recuerda la necesidad de tomar en consideración la habitabilidad futura del planeta. ¿Acaso no decía el Monsieur Teste de Paul Válery que la primera hipótesis de toda ciencia, la idea que debe guiar a todo científico, es que “el mundo se conoce mal”? La hipótesis del Antropoceno –el ser humano se ha convertido en una fuerza medioambiental global– nos ayuda a conocerlo mejor. Y eso no va a cambiar por un puñado de votos.
(Málaga, 1974) es catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Su libro más reciente es 'Ficción fatal. Ensayo sobre Vértigo' (Taurus, 2024).