Cortesía del entrevistado

Entrevista a Fernando Valladares: “El tecnooptimismo de las élites peca de una irresponsabilidad casi suicida”

El investigador del CSIC lleva décadas alertando sobre la vulnerabilidad de los ecosistemas mediterráneos. Tras la DANA que devastó el Levante en 2024, reflexiona sobre la necesidad de una retirada estratégica de las zonas de mayor riesgo y señala que la incertidumbre climática debería inquietarnos más que cualquier apocalipsis.
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Fernando Valladares (Mar del Plata, 1965), profesor de investigación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), lleva décadas estudiando los ecosistemas mediterráneos y su respuesta al cambio climático desde el Museo Nacional de Ciencias Naturales de Madrid. Está en el 1% de los científicos más citados del mundo en la disciplina de Ecología y Medio Ambiente, según Thomson Reuters. Sus advertencias sobre la fragilidad de estos sistemas han cobrado una dimensión trágica tras la DANA –acrónimo de Depresión Aislada en Niveles Altos, un fenómeno meteorológico tradicionalmente conocido como gota fría– que devastó el Levante español en octubre de 2024, dejando más de 230 víctimas mortales en Valencia y Albacete.

A un año de la catástrofe, Valladares reflexiona sobre el tecnooptimismo de las élites, la necesidad de una retirada estratégica ante fenómenos cada vez más extremos, y por qué la incertidumbre climática debería asustarnos más que cualquier apocalipsis predicho.

Hace unos días Bill Gates publicó una tribuna defendiendo que debemos centrarnos más en la mitigación que en la lucha contra el cambio climático. ¿No es esto lo que decían los negacionistas hace años?

Creo que Bill Gates encarna el perfil del tecnooptimista: alguien que confía plenamente en el progreso tecnológico y en su capacidad para resolver cualquier problema. Como magnate del sector, su visión está profundamente ligada a la tecnología. En los últimos años ha cambiado ligeramente su enfoque: antes insistía en el papel de la tecnología para frenar el cambio climático, pero recientemente ha puesto más énfasis en la crisis humanitaria derivada de la pobreza extrema. Según él, quizá ya hemos perdido la meta de limitar el calentamiento global a 1,5 grados, por lo que deberíamos concentrar los esfuerzos en aliviar la pobreza.

De sus mensajes siempre rescato ideas valiosas, porque es una persona bien asesorada y con una mirada crítica, aunque no comparto su planteamiento en su totalidad. Es cierto que enfrentamos una crisis humanitaria profunda, pero para resolverla hay que actuar sobre sus causas estructurales. No se puede erradicar la pobreza extrema desde dentro del mismo sistema capitalista que la genera. Además, muchos de los problemas actuales están vinculados a la crisis climática, que provoca pérdidas agrícolas en los países más vulnerables y agrava las tensiones internacionales. En definitiva, son las naciones del sur global las que terminan sufriendo con mayor intensidad las consecuencias del cambio climático y de los conflictos geopolíticos.

Cuando ocurrió la DANA de Valencia, hablábamos de fenómenos extremos y cambio climático. Un año después, la narrativa ha virado hacia la ineptitud del presidente Mazón y el “si hubiésemos hecho una presa aquí, esto no hubiese ocurrido”. ¿Estamos olvidando demasiado pronto las causas de fondo?

Hay dos conceptos que tenemos que tener presentes: la retirada estratégica y el principio de precaución.

La retirada estratégica es, como su nombre indica, dejar de construir en primera línea de mar, irnos 300 metros adentro, no canalizar los ríos sino dejar las riberas libres para que se inunden sin que tengan consecuencias catastróficas para la humanidad. Tenemos una manía de construir que con el cambio climático se vuelve más terrible. Lo único que cabe hacer con sensatez es una retirada estratégica: una planificación para sacar colegios de zonas inundables, para no seguir poniendo un paseo marítimo cuando te lo tira el mar una y otra vez, para dejar que la naturaleza recupere su naturalidad. Artificializar la naturaleza cuesta mucho dinero, pero a la larga nos cuesta mucho más: en forma de tragedia, vidas humanas y por supuesto en dinero para deshacer los entuertos.

¿Y el principio de precaución?

Hay muchos aspectos en los que tenemos que ser doblemente precavidos porque el cambio climático va abriendo unos horizontes que ni la ciencia climática calcula. La investigación se queda corta, ni es capaz muchas veces de prever lo que sucede porque estamos ya en una fase exponencial. Por eso se baten tantos récords al año: de temperaturas, de tifones como el de Filipinas… los científicos vemos estas cosas venir, pero no con tanta precisión ni tan rápido como querríamos. 

Cuando sucedió la DANA, muchos valencianos recordaban la pantanada de Tous en 1982 o la gran riada de 1957. Es decir, eventos que suceden casi de generación en generación. Sin embargo, ahora nadie puede estar seguro de que haya que esperar 25 años para ver otra gota fría.

Por eso el mensaje es: principio de precaución. Aunque según la ciencia el periodo de retorno de una DANA como la de Valencia se pueda decir que es –me estoy inventando– de una década o dos décadas, tenemos que pensar que puede ocurrir otra vez el año que viene, o el mes que viene, y estar preparados.

Durante aquellos días estuvimos todos en vilo por si resistía o no la Presa de Forata. ¿Hay alguna lección que aprender sobre las infraestructuras?

Estuvimos temblando por aquella presa, que más o menos resistió, pero por los pelos. El año anterior, en Libia, cuando llovió todo lo que llovió con la tormenta Daniel –otra DANA que en lugar de pillar el lado favorecido del Mediterráneo tocó la ribera sur– murieron, se calcula, más de 20.000 personas. Es muy crudo decirlo así, pero si comparas 20.000 libios con 230 valencianos parece que los ciudadanos del norte global puntúan doble.

Parte de la gente que murió allí fue por el fallo en las infraestructuras, porque algunas presas se rompieron debido a que el mantenimiento era mucho más precario. Tenemos un ejemplo palpable de que las infraestructuras hay que mantenerlas, porque si no se vuelven doblemente peligrosas. Pero no invertimos. Es una disfunción del sistema capitalista: toda la inversión en mantenimiento y seguridad va en contra de la cuenta de beneficios. El sector privado dice “esto que lo pague otro, yo no lo voy a hacer a menos que me obliguen”. Y los gobiernos no tienen fuerza porque hoy en día la economía es quien toma las decisiones, los políticos son meros actores secundarios.

A menudo leo a gente decir: “Según la ciencia, el Ártico se iba a quedar sin hielo en verano de tal año y, otra vez, se han equivocado”. ¿La comunicación climática tiene un problema con la incertidumbre?

La incertidumbre da más miedo que la certeza de un apocalipsis que te viene, y eso es una gran paradoja. Pero pensemos también en esto como una vía positiva. La incertidumbre hay que acotarla, no la vamos a poder eliminar, e ignorarla es un poco suicida. Hay que aprender a convivir con ella y pensar que dentro de la incertidumbre también está el músculo de la naturaleza: la capacidad tremenda que tienen los sistemas naturales de reinventarse, de reponerse o de renaturalizar.

Nadie iba a pensar en los lobos de Chernóbil, por ejemplo. Una especie, un mamífero de vida larga, capaz de haber generado en tan poco tiempo mutaciones que le permiten vivir a esos niveles de radiación. Es un ejemplo extremo, pero la naturaleza nos sorprende muchas veces con buenas noticias sobre su capacidad de adaptación. 

El discurso fatalista, además, puede conducir a la inacción. Si el cambio climático es ya irreversible, ¿para qué preocuparse?

A veces Bill Gates o los tecnólogos pecan de un optimismo casi irresponsable. Tenemos que prepararnos para tiempos un poco más difíciles de lo que nos gustaría y de lo que quizás psicológicamente podemos encajar. Esto no significa ni mucho menos que esté todo perdido o que el apocalipsis sea inevitable. Pero lo que yo intento es trabajar un poco en la positividad de todo esto: cómo puede ser una oportunidad para reinventarnos y tomarnos mucho más en serio los límites físicos del planeta.

Si trabajamos dentro de esos límites y no pensamos que podemos sobrepasarlos porque hemos llegado a la Luna, eso nos permite revisar el modelo económico actual, que no nos hace ni sanos ni felices: trabajamos unas jornadas laborales absurdas para producir cosas que no necesitamos. Hay muchas cosas que, con cariño y con ganas, podemos revisar.

Mejor centrar los esfuerzos en la utopía que en el apocalipsis.

Sé que tiene mucho de ingenuidad. Pero fíjese: el PSOE está ahora impulsando un pacto de Estado por el cambio climático sin tener casi apoyos en el Congreso. ¿Hay algo más utópico que eso? Muchos dirán que es imposible, pero hay veces que hay que acudir a las utopías. Lo único imposible es lo que no intentas. Tenemos que proponer cosas que nos hagan ilusión, como vivir en un mundo más sano y más feliz. Redefinamos lo que es bienestar, que no tiene ninguna relación con el producto interior bruto, y trabajemos por eso.

Si logramos esto, en consecuencia, todas las demás piezas –el riesgo de DANAs, de sequías, de tifones, y muchos otros que ahora nos asustan– irán encajando. Pero hay que atreverse a pensar en grande y a proponerse cambiar cosas muy serias. 

La alternativa es pegarnos un tiro en el pie e ir tomando medidas colaterales para anestesiarlo.


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