Foto: ESA/NASA, CC BY-SA 3.0 IGO, via Wikimedia Commons

La Estación Espacial Internacional no es el futuro de la diplomacia científica

La EEI ha sido símbolo de la cooperación entre potencias, pero el futuro requiere una diplomacia científica anclada en la tierra, que se adapte a diferentes culturas y paisajes políticos, para hacer frente a nuestros retos más apremiantes.
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A finales de julio, Rusia anunció que se retirará de la Estación Espacial Internacional (EEI) después de 2024.

Los expertos en temas del espacio exterior han estado preocupados por esta posibilidad desde el comienzo de la guerra de Rusia con Ucrania, por lo que el anuncio no fue particularmente sorprendente, pero sí desalentador.

Desde su lanzamiento en 1998, la Estación Espacial Internacional ha sido un símbolo de la diplomacia científica: el ejercicio deliberado de las naciones de dejar al margen la política para utilizar o hacer ciencia para el bien común. La estación, literalmente, no puede funcionar con un solo país al mando. Los rusos la dotan de la propulsión que mantiene la estación en órbita y los estadounidenses la electricidad. Esta codependencia y cooperación se remonta al Tratado del Espacio Exterior de 1967 que, firmado por ambas naciones, fue motivado por el temor de que las superpotencias mundiales enviaran armas nucleares al espacio.

Lo que comenzó como un conjunto de normas para evitar el apocalipsis se convirtió en una hoja de ruta para una especie de utopía científica. Además de establecer el espacio exterior como un lugar para ser utilizado con “fines pacíficos”, el tratado establecía la “libertad de investigación científica en el espacio exterior” y la “cooperación internacional en dicha investigación”.

Era una visión ambiciosa y, tras la Guerra Fría, la EEI se convirtió en su campo de prueba.

Desde el lanzamiento del primer componente a la órbita baja en 1998 hasta la finalización modular de la estación en 2012, hubo razones para el optimismo. “Podría decirse que el auge de cooperación práctica entre la NASA y Roscosmos fue en la órbita terrestre baja”, dijo Benjamin Schmitt, investigador asociado del Harvard-Smithsonian Center for Astrophysics y cofundador del Space Diplomacy Lab de Duke University. Pero, por supuesto, todo lo bueno se acaba, y en este caso, Dimitry Rogozin, el entonces director general de Roscosmos, el equivalente ruso de la NASA, empezó a intensificar las amenazas contra la alianza entre Estados Unidos y Rusia de una forma que Schmitt calificó como “histriónica”.

Al principio hubo vagas amenazas de retiro en 2014: la anexión ilegal de Crimea por parte de Rusia trajo consigo sanciones de Estados Unidos que perjudicaban a varios sectores tecnológicos de Rusia, incluido Roscosmos. A principios de 2022 se intensificó, con afirmaciones alarmantes pero dudosas de que Rusia permitiría que la EEI se estrellara contra la tierra intencionalmente. Pero el momento más escalofriante llegó en noviembre de 2021, cuando un misil ruso hizo explotar un satélite ruso sin previo aviso, obligando a los siete tripulantes de la EEI a refugiarse en sus cápsulas de transporte. Había dos cosmonautas rusos entre ellos.  

“Era un enorme campo de escombros espaciales”, dijo Schmitt. Sospecha que el objetivo de Rusia era disuadir el apoyo occidental a Ucrania: “como un ‘podemos derribar sus satélites'”. Era claro que los rusos estaban siendo imprudentes con su inversión en cooperación científica para la EEI. Lo que aún no está claro es por qué pusieron en peligro a dos de sus propios cosmonautas en el proceso.

A pesar de todo, el atractivo de la EEI como santuario de la ciencia y la paz persiste. Los habitantes de la estación espacial siguen siendo sus discípulos más fieles. Hace unos meses, el cosmonauta ruso Anton Shkaplerov calificó la EEI como un “símbolo de amistad y cooperación” al ceder el mando de la estación al astronauta estadounidense Thomas Washburn. “La gente en la Tierra tiene problemas”, dijo Shkaplerov, “…en la órbita somos una misma tripulación”.

Los astronautas y cosmonautas a bordo de la EEI son codependientes. Tienen que beber la orina reciclada del otro para hidratarse, la cual muy a menudo mezclan con polvos saborizantes. Esto tiene sentido, ya que para genuinamente creer que la estación espacial está a salvo de la política terrestre se necesita beber algún tipo de poción.

¿Qué significa esto? Bueno, si la EEI fue alguna vez un símbolo de la diplomacia científica, nunca fue especialmente útil. Ningún lugar al que pueda llegar el ser humano es inmune a la política humana, aunque esté herméticamente cerrado. Los problemas científicos actuales de la Tierra son intrínsecamente políticos, y requieren ser abordados con un pragmatismo que los ideales de amor y paz de la EEI no siempre permiten, o al menos no lo han hecho durante mucho tiempo. El momento actual, pues, nos permite replantearnos el papel de la EEI, y de la exploración espacial en general, en la diplomacia científica en su conjunto.

La diplomacia científica va más allá del glamour de la exploración espacial y, lo que es más importante, más allá de las superpotencias como Estados Unidos y Rusia que la han dominado durante mucho tiempo. La mayoría de los problemas urgentes de hoy en día golpean con mayor fuerza a los países más pequeños y pobres, pero esos mismos países son los que me dan más esperanzas tanto para el futuro en general como para el futuro de la diplomacia científica.

El futuro es lo suficientemente grande como para que haya distintos tipos de cooperación internacional, adaptándose a las diferentes culturas y paisajes políticos, de modo que los seres humanos puedan entender y proteger la naturaleza para el bien común. Esto es lo que mis colegas de seis países del Golfo Pérsico y yo argumentamos recientemente en la revista Science: necesitamos una diplomacia científica pragmática que no ignore la situación política actual, ni sus posibles cambios, ya sean para bien o para mal, el día de mañana. “¿Postconflicto? ¡Puede que el Golfo Pérsico nunca está en situación postconflicto!”, me dijo una vez una colega iraquí, riendo. Su argumento era que esto no significa que no podamos tener una cooperación científica.

Un ejemplo es el tema de resolver los misterios de los océanos a nivel global. Como científica marina, tengo un asiento de primera fila y el panorama no es bueno. Casi el 40% de las poblaciones de peces del mundo están sobreexplotadas. El transporte marítimo está haciendo que grandes franjas del océano sean ruidosas y tóxicas. Las olas de calor del océano están llevando a los animales a sus límites. El cambio climático está modificando la distribución de las criaturas oceánicas que sobreviven y hacia dónde se dirigen. El nivel del mar está subiendo más rápido de lo que los científicos pensaban.

Como soy estadounidense, estoy más blindada ante las consecuencias de estos impactos que mis colegas del Sur global, quienes están a la cabeza de los llamados por una mayor diplomacia en torno a los océanos, conforme el cambio climático se ha acelerado.   

El océano alimenta al mundo y saca a las comunidades de las profundidades de la pobreza. Naciones Unidas calcula que la pesca y la acuicultura proporcionan a 3,000 millones de personas casi el 20% de su proteína animal cada año. En África Occidental, esa cifra puede alcanzar el 60%. Los países del mundo que más dependen del océano no tienen programas espaciales. Varios apenas tienen programas de ciencias marinas.

Cabo Verde, por ejemplo, sobrevive gracias a la pesca y al turismo relacionado con el océano. En junio, fui testigo de cómo funcionarios de este pequeño país africano acudían a Washington, D.C., para firmar un acuerdo que facilita que científicos marinos de otros estados atlánticos más ricos, como Estados Unidos y la Unión Europea, ayuden a Cabo Verde a investigar sobre las nuevas amenazas que surgen en las aguas que los mantienen vivos. Puede que la Declaración de la Alianza Atlántica para la Investigación y la Innovación en los Océanos no sea tan glamorosa como la EEI. Pero ofrece una esperanza muy real para que las naciones más ricas ayuden a las pobres bajo sus aguas. Al mismo tiempo, países de todo el mundo están concluyendo un nuevo tratado de la ONU para proteger mejor la alta mar, creando el primer marco legalmente vinculante para detener la explotación y conservar los ecosistemas oceánicos.

Los países más pobres también están probando nuevos modelos de diplomacia en sus propios términos. Las naciones africanas, con la ayuda de una organización cofundada por Nelson Mandela, han llevado al límite la conservación de enormes franjas de tierra y océano en “parques de la paz”. Imaginemos que dos países plagados de tensiones políticas protegen un recurso común de tan solo 3,145 kilómetros cuadrados. En zonas devastadas por la pesca ilegal extranjera, como la frontera marítima entre Sudáfrica y Mozambique, este proyecto ha creado espacios prometedores de diplomacia oceánica y ha protegido las poblaciones de peces, al tiempo que ha dado cabida a posibles escenarios en los que los dos países no siempre se llevan bien. Incluso hay un parque marino de la paz entre Corea del Norte y Corea del Sur.

El futuro de la diplomacia en el espacio exterior es incierto. Japón, Canadá y la Agencia Espacial Europea son también socios clave de la EEI, y astronautas de 18 países han visitado la estación. La NASA, por su parte, está colaborando con empresas privadas para acabar sustituyendo la EEI por estaciones espaciales comerciales, según Associated Press. Es más, algunos escépticos sostienen que el reciente anuncio de Rusia sobre el abandono de la EEI es puramente político: después de todo, el año 2024 está muy lejos y Rusia podría decidir seguir formando parte de las operaciones de la EEI.

Pero si Rusia se va, está bien dejar morir nuestra visión utópica de la diplomacia científica de “aquí somos uno”. Considerar que los lugares lejanos, como el espacio, están a salvo de los líos de la política ya no es útil. En todo caso, la necesidad de la diplomacia espacial no hará más que crecer a medida que las naciones se vuelvan más dependientes de las comunicaciones por satélite, al mismo tiempo volviéndose más vulnerables cuando las cosas salgan mal. A medida que los conflictos se agudicen, estaremos más vinculados en la Tierra a lo que ocurra en el espacio. Por ello, la diplomacia espacial podría hacer bien en aprender de otras formas de diplomacia que se han construido pensando en el peor de los casos. La “diplomacia anticipatoria” es un enfoque, dijo Schmitt: “es un marco en el que básicamente se intenta mirar por encima del horizonte” y prepararse para los peores escenarios. Es algo que la diplomacia climática y la diplomacia de las pandemias han hecho desde el principio. Las nuevas formas de diplomacia oceánica también lo están adoptando.

Cuando dejamos de lado nuestro tecnoidealismo sobre el espacio exterior, así como nuestro sesgo hacia las narrativas construidas por las superpotencias globales, nos abrimos al pragmatismo de trabajar realmente juntos. Está el declive de los océanos, pero también el cambio climático, la salud mundial y los derechos humanos. La exploración espacial puede ser una parte de la solución de esos problemas. De hecho, la investigación llevada a cabo en la EEI ha ayudado al desarrollo de vacunas, a la preparación de desastres naturales, a la evaluación de la calidad del agua y a la mejora de la calidad del aire en interiores, por nombrar algunos aspectos. Pero necesitamos marcos más sostenibles y realistas para continuar la cooperación en el espacio, y también debemos invertir mucho, pero mucho más en la cooperación científica pragmática en la Tierra.

Con o sin la participación continua de Rusia, las luces de la EEI irremediablemente se apagarán en algún momento de 2031, cuando caerá de nuevo a la Tierra y se hundirá en el océano. Espero que, para ese momento, un símbolo de la diplomacia científica no solo sea ese gigantesco trozo de metal, sino el océano que lo recibió.

Este artículo es publicado gracias a la colaboración de Letras Libres con Future Tense, un proyecto de SlateNew America, y Arizona State University.

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es reportera científica y ecóloga marina. Actualmente tiene la beca Associate Justice Sandra Day O’Connor en el Smithsonian Institution.


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