Hace un par de meses, mientras hablábamos por teléfono, un amigo y yo intercambiamos las quejas de siempre sobre nuestras sensaciones de agotamiento, comparando notas sobre lo que nuestros terapeutas habían sugerido. Su terapeuta le había recomendado que considerara usar una aplicación de gestión del tiempo, como una especie de alerta de exceso de trabajo y una autorización para descansar. Si, por ejemplo, al final de la jornada del jueves te das cuenta que has trabajado 38 horas, quizás el viernes puedas ser amable contigo y terminar más temprano. Si a las seis de la tarde crees que puedes responder otros siete mails del trabajo antes de desconectarte para revisar tu correo electrónico personal, tal vez si una aplicación te dice que ya han pasado nueve horas, te sentirás mejor dejando la bandeja de entrada para mañana. A mi amigo le había funcionado, y sugirió que yo también la probara.
Me pareció una idea bastante buena. Ya había usado aplicaciones similares antes, sobre todo cuando trabajaba por cuenta propia y hacía malabares con diferentes trabajos, así que me pareció que caía dentro de mi zona de confort, a diferencia, por ejemplo, de lo que habría sido fijar límites reales. Además, estaba desesperada: principalmente durante la pandemia, me sentía ansiosa y culpable cuando no estaba ocupada, lo que hacía imposible alejarme de la computadora antes de las siete de la tarde o ignorar un correo electrónico que aparecía en mi teléfono a las 9 de la noche. (En mis momentos más bajos he llegado a responder correos en el baño, donde mi pareja, que tiene un mejor sentido de los límites de la vida laboral que yo, no puede verme.)
Entonces, descargué y empecé a utilizar una aplicación llamada ATracker, que te permite checar tarjeta virtualmente, al entrar y salir del trabajo. Luego puede generar informes diarios, semanales y mensuales. Todas las mañanas abría la aplicación, ponía en marcha el temporizador e intentaba aprovechar al máximo mi tiempo, ahora cuidadosamente contabilizado.
No me fue tan bien. Resultó que ATracker presentaba otros dilemas. Por ejemplo, ¿qué ocurre cuando alguien toca el timbre con un paquete y tengo que bajar y subir tres tramos de escaleras (y luego, obviamente, abrir ese paquete)? ¿Cómo deben contabilizarse esos minutos? ¿Qué ocurre cuando me tomo dos minutos y medio para mirar el microondas antes de tomar mi comida, llevarla a la mesa y volver a mirar la computadora? ¿Cómo se cuentan los siete minutos que paso mirando la aplicación de Gmail mientras estoy acostada en la cama por la mañana?
Ver el uso de mi tiempo tan claramente frente a mí, con cada minuto categorizado y contabilizado, intensificó la presión que ya de por sí sentía por utilizar cada hora de vigilia de forma inteligente, y cada hora de trabajo de manera productiva. “He estado trabajando una hora y siete minutos, ¿qué he hecho en ese tiempo?”, me preguntaba. La aplicación también se convirtió en un reto: ¿qué tal si aumentaba de ocho a diez horas de trabajo el lunes? Seguramente me sentiría más relajada el viernes… hasta que el viernes llegara con sus propias crisis que exigían atención inmediata. ¿Y si llegara a trabajar 45 horas esta semana, solo para hacer un poco más? ¿Solo para poder demostrar, en caso de emergencia, que soy una trabajadora dedicada y valiosa?
En la época en que empecé a utilizar ATracker, comencé a prestar más atención a un anuncio que seguramente ya había escuchado decenas de veces en el podcast The Daily. Se trataba de un reporte del software de productividad ClickUp, que contenía la alarmante afirmación de que 40% de nuestro tiempo en el trabajo lo gastamos en “tareas no laborales”. La estadística provenía de una infografía de 2016 producida (irónicamente) por otra empresa de software de productividad, Scoro, y el anuncio resultaba verdaderamente vergonzoso. Después de todo, ¿qué es realmente una tarea no laboral? ¿Permanecer sentada, presa del temor existencial ante la pandemia y los desastres climáticos que se intensifican constantemente? ¿Y cuánto tiempo fuera del trabajo gastamos en tareas laborales? ¿Por qué no nos sentimos culpables por eso?
Tanto ATracker como ClickUp forman parte de un enorme ecosistema de tecnología de la productividad, que se sustenta en la creencia de que podemos optimizar la vida. Este ecosistema prospera gracias al valor que le otorgamos a la productividad, que a su vez está entrelazada con la autoestima. Promete hacernos sentir menos cansados y más eficaces, una promesa tan tentadora que los resultados reales pueden parecer secundarios.
Aquí debo revelar algo importante: soy una mujer blanca, sin discapacidades, que tiene un trabajo cómodo, en el que me siento detrás de un escritorio la mayor parte del tiempo. Tengo vacaciones pagadas, días de ausencia por enfermedad y asistencia médica. Me gusta mi trabajo, le encuentro sentido y tengo un jefe comprensivo que me apoya. No tengo hijos ni otras personas a mi cargo. La decisión de rastrear mi trabajo tiene que ver más con demostrarme algo a mí misma que con demostrarle algo a otras personas, lo que no es el caso de muchos trabajadores.
A pesar de esto, las personas “trabajadoras del conocimiento” estamos frustradas, cansadas y trabajando a un ritmo insostenible. Por otro lado, durante la pandemia, estamos renunciando a un ritmo sin precedentes. Estamos atrapadas entre dos narrativas que se alimentan de nuestra frustración: la primera está compuesta de libros, artículos y publicaciones en las redes sociales que predican el autocuidado; la segunda, de libros, artículos y publicaciones en las redes sociales que señalan que nos sentimos así debido a los sistemas económicos y políticos construidos para hacernos sentir de esa manera, y sobre los cuales, en última instancia, tenemos poco control. Ninguna de estas narrativas es particularmente útil. Seguimos respondiendo correos electrónicos en sábado y sentimos terror existencial el domingo.
Por eso, cuando escuché a Laura Vanderkam decir en su TED Talk que “el tiempo es una elección”, y que en realidad decir “no tengo tiempo” equivale a decir “no es una prioridad”, me sentí algo escéptica. ¿Quién elige esas prioridades? ¿Y qué pasa si hay demasiadas, y elegir menos no es una opción?
Vanderkam ha escrito varios libros sobre gestión del tiempo y productividad, y para ello ha analizado “miles de registros de tiempo” de personas ocupadas. Además, los últimos seis años ha medido registrado su propio tiempo, en lapsos de 30 minutos en una hoja de cálculo.
Gran parte del trabajo de Vanderkam parte del hecho de que hay 168 horas en una semana, lo que significa que, si adoptamos ocho horas de trabajo cinco días a la semana y ocho horas de sueño por la noche, nos quedan “72 horas de vigilia, sin trabajo”. Si te preguntas a dónde van esas horas, es ahí donde entra el llevar registro del tiempo.
Vanderkam recomienda que todos registren su uso del tiempo en lapsos de 30 minutos durante una semana. No tienes que ser muy específico, dice, solo piensa cómo describirías lo que estás haciendo en general. Al final de la semana, puedes mirar las principales categorías que aparecen y cuestionarte si hay áreas que puedan o deban cambiar.
“Hay historias que nos contamos a nosotros mismos sobre el tiempo”, dijo. “Vale la pena saber si son ciertas”.
Vanderkam sostiene que “incluso las personas más ocupadas tienen cierto criterio sobre sus días”, y que tener más información permite tomar mejores decisiones. Por ejemplo, ¿qué haces con el tiempo de descanso entre actividades? ¿Trabajas realmente tanto como crees? ¿Cuánto tiempo libre dedicas a “pasar el rato”, es decir, decidir qué harás a continuación, en lugar de dedicarlo al “ocio intencionado”, que realmente te puede hacer sentir renovado?
Si te gusta matar el tiempo, ¡hazlo! La clave está en tomar una decisión activa, dijo Vanderkam. (Aquí, es importante reconocer de nuevo que la clase, la raza, el género y la capacidad suelen determinar qué decisiones están realmente sobre la mesa.)
Cuando compartí con Vanderkam mi principal inquietud en torno al control del tiempo –principalmente, que medir el tiempo a menudo se siente como medir la productividad, y que la productividad con demasiada frecuencia se convierte en un sustituto de la autoestima–, ella fue directa:
“El tiempo está hecho para ser disfrutado, y tú eres quien tendrá que tomar decisiones que lo permitan”, dijo.
También me recordó que por mucho que quisiera ver a mi aplicación de gestión del tiempo como enemiga por a) no resolver todos mis problemas y b) hacerme sentir mal conmigo misma, en última instancia era solo una herramienta.
“No se tiene un martillo solo por tener un martillo, se tiene un martillo para hacer algo”, dijo.
Después de hablar con Vanderkam, empecé a pensar mi relación con ATracker de forma diferente. ¿Para qué estaba usando mi martillo? ¿Y si los minutos que marcaba eran solo una fuente de información, y no un juicio de valor? Esta era una premisa que no estaba preparada para aceptar, pero al menos estaba dispuesta a considerarla.
Al hacerlo, sentí que aún me faltaba una visión más sistémica, a ojo de pájaro, de las cosas que estaba experimentando. Ahí es donde entró Lonnie Golden. Golden es un profesor de Penn State y economista laboral que estudia los horarios de trabajo, la flexibilidad laboral y el bienestar de los trabajadores.
Una de las preguntas que le hice a Golden fue si realmente trabajamos más de lo que se hacía en el pasado. La respuesta es compleja, dijo, en parte porque es más difícil medir el tiempo de trabajo. Según Golden, se podría argumentar que los trabajadores asalariados de cuello blanco tienen semanas laborales más largas, pero esto no siempre se ve respaldado por los registros de tiempo, ya que, justo como ahora la gente realiza tareas laborales durante lo que antes era tiempo personal, también hace tareas personales durante lo que antes era exclusivamente tiempo de trabajo. Piensa en reservar un boleto o hacer una cita desde el trabajo, o en navegar por Instagram. “Antes había límites permeables, y ahora no hay límites”, afirma.
Golden y otros investigadores apuntan a una serie de intervenciones de política pública para responder a esta supresión de límites y, con suerte, mejorar el trabajo. Una de ellas es la idea de una “estimación de buena fe”, que postula que cuando aceptas un trabajo, se te debe notificar cuántas horas se espera que trabajes. Esto establece las expectativas y permite a la gente tomar decisiones informadas, dijo Golden. Junto con la “estimación de buena fe” están el “derecho a solicitar” y el “derecho a negarse”, es decir, que alguien pueda solicitar, por ejemplo, trabajar medio tiempo durante un periodo específico de tiempo, o negarse a trabajar los fines de semana, todo ello sin penalización.
Golden reconoce que estas soluciones están muy lejos de ser radicales. Sin embargo, teniendo en cuenta la forma en la que se trabaja actualmente en Estados Unidos, cuando lo escucho describir estos conceptos sí parecen algo radicales. O, al menos, muy europeos (sorpresa: lo son).
Esto se debe en parte a que, sí, hasta cierto punto los estadounidenses están obsesionados con el trabajo y los logros, dijo Golden. Sin embargo, la mayor parte del problema es que nuestros sistemas recompensan esa obsesión. “Los incentivos están ahí, así que tenemos que crear otro conjunto de incentivos que los compensen”, dijo.
Mi aplicación de gestión del tiempo es una intervención personal, no sistémica. Al principio sentí que me incentivaba a trabajar más, a llevar al límite mis ya obsesivas tendencias con el trabajo. Pero a medida que la sigo utilizando, he empezado a verla menos como un enemigo y más como una vara medidora, que es lo que debería ser, supongo. A veces, encuentro en ella el permiso para tomarme un descanso. Otras veces no. El tiempo corre.
Este artículo es publicado gracias a una colaboración de Letras Libres con Future Tense, un proyecto de Slate, New America, y Arizona State University.
es la editora operativa de Future Tense.