La transformación de la medicina

La transformación de la medicina

Miembro del Colegio Nacional, Pérez Tamayo pertenece a la tradición del médico humanista. En este ensayo recorre las estaciones de la medicina a lo largo del siglo y, sin omitir los progresos científicos y tecnológicos de que ha gozado, advierte sobre el peligro que representa para la sociedad el dejar que el mercado y la comercialización rijan su funcionamiento.
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La medicina ha alcanzado un desarrollo notable en el siglo XX, de modo que hoy es posible prevenir la aparición de muchas enfermedades que antes eran tan frecuentes, curar otras que antes eran incurables, proporcionar alivio más o menos satisfactorio a aquellos pacientes a los que todavía no se puede curar, y evitar muchas muertes que antes eran prematuras o inevitables. Sin embargo, también en este siglo han surgido o se han exacerbado algunos problemas que hacen difícil el acceso de grandes sectores de la población a los cuidados médicos que requieren. El balance de la medicina durante el siglo próximo a terminar debe incluir tanto los aspectos positivos de su desarrollo como aquellos que interfieren con el disfrute de sus beneficios potenciales. Tal balance puede intentarse enfocando las transformaciones de la medicina desde cuatro ángulos que en principio parecen diferentes pero que conforme avanza el análisis se encuentra que están íntimamente relacionados entre sí. Estos cuatro aspectos de la medicina en nuestro siglo son el científico, el tecnológico, el social y el económico.

El desarrollo científico de la medicina


La medicina a la que se refiere este texto es la conocida como “científica”, “alopática” u “occidental”, para distinguirla de otras muchas medicinas que se denominan de distintas maneras, como “tradicional”, “naturista”, “folclórica”, “marginada”, “curanderismo”, “brujería”, “espiritista”, “ciencia cristiana”, y de otras variedades terapéuticas conocidas como “homeopática”, “herbolaria”, “quiropráctica”, “robótica”, “musicoterapia”, “talasoterapia”, etcétera. Aparte de otras diferencias, la medicina científica se distingue de las demás mencionadas por su edad. En general se acepta que la transformación científica de la medicina se inicia en 1543, con la publicación del hermoso libro de Andreas Vesalio, De humani corporis fabrica, o bien en 1628, año en que apareció el libro de William Harvey, De motu cordis1. La primera de estas obras rompe con una tradición de más de mil años, al basar el estudio de la anatomía humana ya no en los textos de Galeno y Avicena sino en la observación directa del cadáver, mientras que la segunda representa la introducción del método experimental en el estudio de los fenómenos biológicos. O sea que la medicina científica tiene apenas entre trescientos y cuatrocientos años de haberse iniciado, y Thomas2 señala que sólo empezó a tener mejores resultados que las otras medicinas hace unos cien años (con la introducción de la asepsia y la anestesia, y más recientemente con los antibióticos y las hormonas) por lo que la llamó “la ciencia más joven”. En cambio, las otras medicinas son mucho más antiguas, y en algunos casos hasta milenarias.
     

La transformación científica de la medicina se inició lentamente, pero durante este siglo se aceleró en forma dramática. Los conocimientos de fisiología y bioquímica aumentaron de manera casi exponencial, culminando en la revolución introducida por la biología molecular; la investigación en los mecanismos de reproducción ha llevado a hacer posible la clonación de mamíferos; el esclarecimiento de los complejos fenómenos de la inmunología ha arrojado luz sobre procesos patológicos tan importantes como la inflamación y las infecciones, ha permitido el uso terapéutico de los trasplantes de órganos, y se vislumbra ya la solución al enigma de muchas formas de enfermedades neoplásicas. Durante el siglo xx los médicos hemos aprendido más medicina que en los dos milenios anteriores, incluyendo uno de los descubrimientos más importantes para garantizar mayores avances en el futuro inmediato, que es la apreciación de nuestra ignorancia. En efecto, la medicina científica es la única que tiene conciencia de su ignorancia, que aprende de sus errores y por lo tanto progresa con el tiempo. En cambio, todas las otras medicinas no ignoran nada y no yerran, poseen tratamientos para todas las enfermedades, y no han cambiado nada a través de la historia.

La transformación tecnológica de la medicina


Hasta fines del siglo XVIII, los médicos usaron únicamente sus cinco sentidos para examinar a sus pacientes. Escuchaban lo que los enfermos les decían sobre su padecimiento, veían y olían al enfermo y sus secreciones, sentían su pulso y palpaban su frente y su cuello para apreciar su temperatura y humedad, y a veces buscaban ciertos puntos dolorosos en la anatomía de sus clientes. La tecnología diagnóstica moderna, que puede caracterizarse como el uso de distintos instrumentos y diversas fuentes de energía para amplificar la percepción sensorial del médico, nació en 1816, con la invención del estetoscopio por el médico francés Laennec. El uso de este sencillo aparato predicaba ya dos de las tres modificaciones principales que la tecnología introdujo en la relación médico-paciente tradicional: 1) la interposición de un instrumento entre el médico y el enfermo, que le revela al médico datos que el paciente ignora y sobre los que no tiene control alguno; y 2) mayor confianza del médico en los datos recogidos por medio del instrumento (son más “objetivos”) que en las opiniones y quejas del paciente.

Con la introducción de los rayos x en la tecnología médica, en los primeros años de este siglo, se completó la transformación de la relación médico-paciente, porque 3) con las radiografías, el primero podía estudiar diversas estructuras internas del segundo sin que éste estuviera presente.
     

Desde 1816 a la fecha, la tecnología diagnóstica ha crecido en forma notable,3 al principio con otros instrumentos de exploración física, como el termómetro, el oftalmoscopio, el laringoscopio, el espirómetro, el esfigmomanómetro (abuelo del baumanómetro), el electrómetro (precursor del electrocardiógrafo), etcétera. Los rayos x fueron los precursores de la imagenología actual, con la tomografía axial computada, la resonancia magnética nuclear y la tomografía por emisión de positrones, por mencionar sólo a los más conocidos. A fines del siglo xix empezaron a funcionar los laboratorios de análisis clínicos, que crecieron progresivamente aumentando la batería de exámenes y pruebas funcionales que contribuyen al mejor y más exacto diagnóstico de las enfermedades. También debe mencionarse la endoscopía, que ha transformado la práctica de especialidades como la gastroenterología.
     

La tecnología no sólo ha aumentado la capacidad diagnóstica de la medicina más allá de lo que pudieran haber soñado mis maestros en la Facultad de Medicina, sino que también ha transformado a la terapéutica, no sólo médica sino quirúrgica y de radioterapia. Baste mencionar a los antibióticos, que a mediados de este siglo cambiaron radicalmente el pronóstico de muchas enfermedades infecciosas, y la insulina, que modificó por completo el manejo de los diabéticos. En cirugía los adelantos tecnológicos han sido extraordinarios y han permitido intervenir con mucho mejores resultados en todas las partes del organismo, como en neurocirugía, en cirugía cardiovascular, en cirugía oftálmica, etcétera. Tomando en cuenta las contribuciones de la tecnología diagnóstica y terapéutica a la práctica de la medicina, desde el principio hasta el final de este siglo, es indudable que la han transformado por completo y no parece exagerado considerarlas como una verdadera bendición.

La transformación social de la medicina


La Revolución Industrial en el siglo XVIII provocó una gran migración del campo a las ciudades: los campesinos abandonaron sus tierras y se refugiaron en centros urbanos, en busca de mejores condiciones de trabajo y de vida, lo que aumentó la demanda de todos los servicios, incluyendo los de atención médica, proporcionados por los hospitales.

En poco tiempo se formaron las uniones de distintos tipos de trabajadores, como mineros, sastres, panaderos, boticarios, obreros de distintas fábricas, etcétera. Estas agrupaciones profesionales protegían los derechos y los intereses de sus miembros y también cuidaban de su salud, al principio sólo como parte del espíritu solidario y por caridad cristiana, pero poco a poco se fueron organizando en forma más definida, hasta constituirse en verdaderas sociedades mutualistas. Este movimiento fue especialmente fuerte en Alemania, en donde a partir del fracaso de la revolución de 1848 se establecieron cooperativas socialistas, que se enfrentaron al canciller Von Bismarck. Éste dijo, en un discurso pronunciado en 1849: “La seguridad social del trabajador es la causa de que sea un peligro para el Estado.” Durante casi toda su carrera Von Bismarck trató de arrebatarles a los socialistas la bandera de la seguridad social, hasta que lo logró en 1883, con la aprobación de las leyes del seguro en contra de accidentes industriales y de enfermedad, incluyendo atención maternal y funeraria, y que son las antecesoras de todas las leyes de seguridad social del mundo de Occidente. Una ley más, la de pensiones de retiro, se aprobó en 1899, mientras que la ley del seguro obligatorio en contra del desempleo tuvo que esperar hasta 1927. Con estas leyes el Estado tomaba la iniciativa de proporcionar atención médica a todos los trabajadores organizados por medio de una institución a la que también contribuyen los empleados y los empleadores. La salud adquirió carta de ciudadanía entre los derechos humanos y su cuidado dejó de depender de la caridad cristiana o de la solidaridad humana, como había sido hasta entonces, y se transformó en una función de la sociedad, administrada y subvencionada (en parte) por el Estado.
     

Como los sistemas de seguridad social generan sus propios fondos, el problema no es tanto de financiamiento sino más bien de infraestructura y de recursos humanos. Con el crecimiento demográfico general, aunado al aumento proporcionalmente mayor de la clase trabajadora (tan característico de este siglo), la demanda de seguridad social y de atención médica creció de manera casi geométrica, rebasando la capacidad de los sistemas establecidos con estos fines en todos los países del hemisferio occidental, que buscaron diversas soluciones al problema, dando origen a los distintos sistemas nacionales de salud que hoy existen en países europeos como Francia, Suiza, Alemania, España o Inglaterra, al que prevaleció durante 75 años en la antigua URSS y que subsiste en Cuba, y a los que prevalecen en los países en desarrollo, como Chile, Costa Rica o México. (A través de toda su historia, los Estados Unidos siempre han rechazado cualquier sistema nacional de salud.)
     

La socialización de la medicina resultó en una ampliación brusca de la demanda de servicios que sorprendió a los planeadores del sector público por su inesperado tamaño. Esto fue lo que ocurrió en España cuando se estableció la Seguridad Social, lo que pasó en Chile y en Argentina en las épocas de Allende y de Perón, respectivamente, y lo que pasó en México a partir de la década de los sesenta. Desde entonces las salas de espera de los hospitales del IMSS, del ISSTE y de otras instituciones similares están repletas de pacientes, hay largas colas en todas las ventanillas, los enfermos esperan semanas o hasta meses para ser internados y operados, los médicos deben ver a treinta o más pacientes por jornada de trabajo, los laboratorios están sobrecargados de muestras y los reactivos y otros materiales son insuficientes, en los quirófanos escasean los guantes y el instrumental, en las farmacias el abastecimiento de las medicinas no alcanza para cubrir las demandas del público, etcétera. La atmósfera que prevalece es de desánimo, de frustración y de crítica, tanto en el público usuario como en muchos miembros de las instituciones. No sorprende que con frecuencia se hable de la “deshumanización” de la medicina y de la pérdida de muchos de los aspectos positivos de la antigua relación médico-paciente, que ya no se da en los laberintos creados por la masificación y la consecuente burocratización de los servicios.

La transformación económica de la medicina


Las medicinas, todas, nunca fueron caras, nunca estuvieron fuera del alcance de los pacientes por razones económicas. Siempre ha habido algunos médicos (sobre todo cirujanos) que fijan honorarios elevados, y siempre ha habido hospitales (todos privados) que cobran cuotas altas por el uso de sus instalaciones, porque siempre ha habido enfermos pudientes dispuestos a pagarlos. Pero, a través de la historia, la mayor parte de los médicos ha aceptado remuneraciones modestas por sus servicios, y los hospitales (todos públicos) han funcionado con cuotas de recuperación bajas, de modo que la medicina siempre fue accesible a todas las clases sociales. Por lo menos, ésa fue la impresión que yo tuve cuando ingresé a la entonces Escuela de Medicina de la UNAM, en 1943. Sin embargo, en la segunda mitad de este siglo la medicina se ha transformado progresivamente en un artículo de lujo, porque ha dejado de ser un servicio y se ha convertido en un negocio. Los inversionistas y los empresarios descubrieron que la humanidad doliente es un mercado inmenso (de hecho, formado potencialmente por toda la especie Homo sapiens sapiens) y totalmente cautivo para su explotación comercial por medio de la medicina. La iniciativa privada empezó a introducir la mercadotecnia, tan exitosa en la fabricación y venta de automóviles y ropa elegante (los “modelos anuales”), en los aparatos científicos para diagnóstico, tanto clínico como de laboratorio; los fabricantes de materiales quirúrgicos y de enfermería inventaron los elementos “desechables”, que empezaron por jeringas y botellas con soluciones intravenosas y acabaron con prácticamente todo menos médicos y enfermeras; los hospitales están siendo adquiridos por grupos de empresarios no médicos, manejados de acuerdo con políticas de costo-beneficio y conservando su interés primario en la multiplicación del capital invertido. De hecho, este último problema (la proliferación de las empresas privadas de seguridad social, o sea la irrupción de la filosofía capitalista en la atención médica) caracteriza al estado de la medicina occidental a fines del siglo XX. A pesar de que hoy los conocimientos científicos médicos son maravillosos y prometen todavía mayores avances a corto plazo, de que la tecnología diagnóstica y terapéutica ha transformado en forma positiva la práctica de la medicina, su organización social en muchos de los países de nuestro hemisferio es inadecuada y su estructura económica real parece estar dirigida en contra de sus objetivos tradicionales. Debemos recordar que la salud es uno de los derechos humanos, que los objetivos de la medicina son 1) preservar la salud, 2) curar, o aliviar, o consolar al paciente, y 3) evitar muertes prematuras e innecesarias.
     

El problema central al que se enfrenta la medicina a fines de este siglo en muchas partes del mundo, pero sobre todo en los países pobres, es el de su accesibilidad, que se dificulta por la combinación de los dos factores ya mencionados: el crecimiento en la demanda y el elevado costo de los servicios. La estructura actual de los sistemas de atención médica para los distintos sectores de la población no ha podido evitar la crisis contemporánea de la práctica de la medicina; de hecho, más bien parece haber coadyuvado a precipitarla. Es indispensable realizar un análisis objetivo y crítico de los sistemas mencionados, identificar los errores y los defectos y eliminarlos, sin temor de que al final surgiera la necesidad de cambiarlos por completo por otros menos viciados y con mayores probabilidades de desempeñar las funciones que les corresponden. De este análisis también debería surgir la legislación que regule y limite la comercialización de la medicina, desde luego sin interferir con el libre ejercicio de la profesión, de modo que detenga su transformación progresiva en un negocio para enriquecer a unos cuantos, y vuelva a ser un servicio para toda la sociedad. –

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En la segunda entrega de esta serie, el doctor Ruy Pérez Tamayo aborda la importancia de impulsar la ciencia en México.


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