Dice un amigo mío que la decisión más importante que tenemos que tomar los padres y las madres es el nombre de nuestro bebé. Siempre me pareció un poco exagerado, pero puede que tenga razón. Como seres semióticos que somos, el nombre propio (sea tu nombre de pila, tu apellido, tu sobrenombre o tu apodo) es el elemento con el que te identificas, el que te hace distinto a los demás, el que te dota, al final, de existencia. Y parece que no es algo exclusivo de nuestra especie. Si hacemos caso de un reciente artículo de National Geographic, animales como los elefantes también tienen sonidos específicos para denominar a cada uno. Y lo más interesante es que estos simpáticos paquidermos se reconocen y acuden a la llamada de su apelativo. Esta necesidad de tener una palabra que nos diga quiénes somos resulta, por tanto, que nos viene de lejos. Y, por esa misma lógica, no hay nada más cosificador que quitarle el nombre a alguien. De ahí que en no pocos campos de concentración se sustituyeran los nombres por números. Como si con el nombre pudieran quitarte el alma.
Desde el punto de vista psicolingüístico, los nombres propios se almacenan en el lexicón mental, junto con el resto de sustantivos y otras categorías que uno conoce. Ahora bien, en cierta forma son algo diferentes, porque, como se suele decir, parece que se refieren directamente al mundo, sin mantener demasiadas relaciones sistemáticas con el resto de palabras. No tienen sinónimos, ni antónimos, ni se reparten campos semánticos con otros elementos. Consecuencia de esta marginalidad es que son los primeros en sufrir los efectos del olvido. Así es. Muchos hemos sentido una especial tensión cuando hay que llamar a un conocido y no estamos seguros de acertar a la primera. Y que levante la mano el mayor de 50 años que no tenga dificultades para recordarlos a placer.
Y, sin embargo, esto no significa que los nombres propios no establezcan ningún tipo de relación léxica, esto es, que no tengan información en sí mismos. Antes al contrario, los nombres propios nos dan ingentes cantidades de información sobre las personas que los poseen. Nos remiten a un origen, una cultura, una lengua, una clase social, un género o incluso una edad determinada. ¿O es que nos imaginamos igual a una persona que se llame Charles Smith u Oliverio García? De hecho, esta riquísima información que aportan los nombres propios es lo que hace que la antroponimia sea una disciplina importantísima para la etnología.
Pero es más. Con el mero conocimiento del nombre de alguien se obtiene información suficiente, incluso, para sentir ciertas emociones hacia esa persona. Los nombres son una tarjeta de visita. En el interesantísimo ensayo de María del Carmen Méndez titulado No me gusta cómo hablas (o más bien no me gustas tú), publicado este año en la editorial Pie de Página, se ofrecen numerosos ejemplos en los que solo con saber cómo se llama una persona se le desestima para un puesto de trabajo o se le niega un contrato de alquiler. El clasismo y el racismo, está claro, necesitan pocas claves para salir a pasear. No hay que olvidarlo. Los nombres propios dan tanta información que en la actualidad están protegidos por leyes especiales de protección de datos, para evitar el abuso por parte de terceros. Unas leyes muy necesarias y beneficiosas para nuestra integridad, pero que están haciendo la vida muy difícil a los investigadores que se dedican a trabajar la antroponimia. Algo se debería hacer al respecto.
Los nombres nos acompañan, nos presentan, nos identifican. Solemos atender a nombres distintos, según el contexto. Si alguien me llama Carmen, tengo claro que no me conoce; si me llaman Carmelita, lo relaciono inmediatamente con los veranos mexicanos; el nombre de María me transporta a mis viajes por Europa en mi juventud y soy la Dra. Horno en los contextos académicos. Nuestro nombre cambia también con el paso del tiempo. Como cuando Pili pasó a ser Pilar. Como un símbolo de que algo importante ha cambiado por dentro. En este sentido, no me parece baladí que las mujeres en muchas culturas pierdan el apellido de soltera cuando deciden casarse. Pero hay más. Le cambiamos el nombre a la gente dependiendo de la relación que tenemos con ellos o incluso de la emoción del momento. Muchos se sentirán identificados si digo que, de niña, si mi abuela me llamaba Maricarmen tenía claro que algo había hecho mal.
Los nombres son parte importante de nuestra identidad. Nos ayudan a reconocernos ante el espejo y a decir a los demás quiénes somos y de dónde venimos. Y, como ya sospechaba Duncan Dhu en una canción popular de mi juventud, toda relación comienza cuando sabes su nombre.
Mamen Horno (Madrid, 1973) es profesora de lingüística en la Universidad de Zaragoza y miembro del grupo de investigación de referencia de la DGA
Psylex. En 2024 ha publicado el ensayo "Un cerebro lleno de palabras. Descubre cómo influye tu diccionario mental en lo que piensas y sientes" (Plataforma Editorial).