A mediados del siglo xx, los pocos investigadores que se preguntaban sobre cómo se almacenan las palabras en nuestro cerebro pensaban en un listado a modo de diccionario en el que se vinculaban los sonidos o las letras con los significados. Creo que esa es la imagen que muchos todavía tienen sobre cómo se guarda el léxico en nuestra memoria. A partir de la década de los ochenta, sin embargo, las investigaciones de autores como Aitchison [1] descubrieron que la realidad es muy diferente. Por lo que sabemos, las palabras, lejos de formar listados, se organizan en múltiples redes. Una gran tela de araña que hace que cuando escuchas o piensas en una palabra concreta (por ejemplo, camión), detrás, como tiradas por hilos mágicos, asoman otras: las del hilo del significado (tráiler, furgoneta, autopista), las del hilo de los sonidos (jamón, talión, cañón), las del hilo cultural (Loquillo, feliz, pecho, tatuado), las de los hilos que han creado nuestras experiencias personales… Esto explica lo que nos pasa cuando tenemos una palabra en la punta de la lengua y nos van viniendo otras que no son, pero que se relacionan con ella de una u otra manera: a esta la trae el hilo del sonido, a esta otra el del significado…
Esta red explica también que, cuando aprendemos una palabra, esta no se queda aislada en medio del cerebro, sino que se coloca en su sitio y establece vínculos con otras unidades léxicas que ya estaban en nuestra memoria. La nueva pieza se une firmemente a otras y son precisamente estos enganches los que afianzan el aprendizaje. De ahí que cuantas más palabras tengamos, más sencillo resultará aumentar nuestro vocabulario.
Claro que en nuestras telas de araña mentales no todas las palabras son iguales. En un trabajo reciente, Stella y sus colaboradores [2] encontraron que algunas forman una red tan densa que todas ellas están relacionadas entre sí directa o indirectamente en cada uno de los niveles estudiados. Estas palabras hiperrelacionadas normalmente las hemos aprendido pronto (antes de los siete años), su uso es más frecuente y son más rápidamente identificadas en las tareas de laboratorio. Tiene sentido. Como decíamos antes, aprender palabras significa crear relaciones. Por tanto, cuanto antes hayamos aprendido una palabra, más tiempo habrá tenido para entablar relaciones y más fácil será que acuda a nuestra mente al hablar. Por eso son más frecuentes y presentan tiempos de reacción más rápidos en el laboratorio (se reconocen antes). Y aún hay más: según el estudio de Cuetos y colaboradores [3], estas unidades son las más resistentes al olvido, por lo que son las últimas en desaparecer en los procesos de degeneración neuronal (por vejez o por demencia). Moraleja: si tienes una gran red densa de palabras en tu cerebro, estarás más protegido para afrontar la vejez sin olvidar las más frecuentes.
Hasta aquí hemos hablado de cómo se almacenan las palabras en el cerebro. Hablemos ahora de dónde están. Para contestar a esta pregunta, tenemos que reformularla en dos sentidos. En primer lugar tenemos que decir que, en neurociencia, no se trata de encontrar las palabras dentro del cerebro, sino los circuitos neuronales que utilizamos cuando usamos las palabras. Para ello, nos servimos de las técnicas de neuroimagen que muestran las neuronas en funcionamiento cuando el sujeto realiza una determinada actividad. En segundo lugar, debemos saber que los circuitos que vamos a utilizar no son los mismos siempre, sino que dependerán de las palabras en concreto que estemos procesando.
Durante siglos, las palabras se consideraron elementos simbólicos, materia prima del pensamiento abstracto, que se vinculaban a la realidad solo indirectamente. Sin embargo, distintas pruebas de laboratorio presentan un panorama distinto. Por lo que parece, procesar una palabra implica poner en marcha un proceso de simulación por el que hablar es, más que nunca, «simular que vivimos». Pondré algunos ejemplos que recoge Valenzuela [4]: el procesamiento de palabras que expresan movimiento pone en funcionamiento las mismas redes neuronales del córtex motor que usamos cuando realmente nos estamos moviendo. De hecho, se activarán concretamente las neuronas que activan los músculos implicados en cada caso (los de la mano en golpear, los del pie en andar, etc.). Del mismo modo ocurre cuando procesamos palabras de la percepción visual como mirar (que activa el córtex visual), de la olfativa como oloroso (que activa el córtex olfativo), etc. La pregunta sobre dónde están las palabras tiene una respuesta sorprendente: las neuronas que las procesan son las mismas que utilizamos al experimentar lo que las palabras cuentan.
El lenguaje es maravilloso. Racimos de palabras han colonizado nuestro cerebro y al pensar en ellas nuestras neuronas simulan estar viviendo. Tenemos suerte. Gracias a las palabras, podemos tener mil vidas.
[1] J. Aitchison (2012). Words in the mind: An introduction to the mental lexicon. John Wiley & Sons.
[2] M. Stella, N. M. Beckage, M. Brede, y M. De Domenico (2018). Multiplex model of mental lexicon reveals explosive learning in humans. Scientific reports, 8(1), 2259.
[3] F. Cuetos, M. González-Nosti y C. Martínez (2005). The picture-naming task in the analysis of cognitive deterioration in Alzheimer’s disease. Aphasiology, 19(6), 545-557.
[4] J. Valenzuela Manzanares (2011). Sobre la interacción lengua-mente-cerebro: la metáfora como simulación corporeizada. Revista de investigación lingüística, 14, 109-126.
Mamen Horno (Madrid, 1973) es profesora de lingüística en la Universidad de Zaragoza y miembro del grupo de investigación de referencia de la DGA
Psylex. En 2024 ha publicado el ensayo "Un cerebro lleno de palabras. Descubre cómo influye tu diccionario mental en lo que piensas y sientes" (Plataforma Editorial).