Necesitamos corregir toda la publicidad en línea

Obligar a las plataformas de redes sociales a revelar quién pagó los anuncios que divulgan y a qué usuarios están dirigidos ayudaría a detener el flujo de desinformación y mensajes destinados a enturbiar el debate público.
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El 30 de octubre pasado, Twitter anunció que prohibiría la publicidad política en su plataforma. Quince días más tarde, hizo su mejor esfuerzo para explicar lo que esto significaba exactamente. De acuerdo con la nueva política, estarían prohibidos los anuncios de funcionarios gubernamentales, candidatos, partidos y comités de acción política, así como cualquier anuncio “que haga mención de un candidato, partido político, funcionario gubernamental elegido o designado, elección, referéndum, propuesta de ley, legislación, reglamentación, directriz o dictamen judicial”. Además, Twitter limitará (sin prohibir por completo) la microfocalización (microtargeting) de “anuncios sobre un tema” que “influyan en los resultados políticos, judiciales, legislativos o normativos” pero permitirá anuncios que estén alineados con “los valores públicamente declarados” de los anunciantes.

La política de Twitter es una mejora aceptable –por lo menos como una reprimenda indirecta hacia Facebook, que no solo acepta anuncios políticos de todo tipo sino que se niega a comprobar la veracidad de su contenido–. Sin embargo, Twitter se está colocando en una posición que lo obligará a hacer distinciones para las cuales está mal equipado. ¿Cómo podría determinar si el anuncio sobre un tema logra o no “influir en los resultados” antes de que se le permita circular? Descifrar si un anuncio está o no alineado con los valores de un anunciante es poco menos que imposible, ya que este puede representarlos de distintas maneras según le convenga.

Hay mucha más publicidad “política” que aquella que proviene de campañas oficiales o que aborda asuntos legislativos de forma explícita. Casi cualquiera puede pagar por publicidad, desde acaudalados grupos de acción política hasta activistas comunitarios o individuales. Estos anuncios no necesariamente deben mencionar un candidato o partido o asunto legislativo para tener un impacto político. Cualquiera dispuesto a pagar para decir “¿Las vidas de las personas de color importan? ¿No todas las vidas importan?” está involucrándose en publicidad política. Por unos cuantos dólares pueden gozar del inmenso alcance de las redes sociales y sus herramientas de precisión para microfocalizar a los usuarios por demografía, ubicación, preferencias o convicciones políticas.

La publicidad política, no solo en las redes sociales sino en todo el internet, se ha convertido en un grave problema para la democracia estadounidense. Y hay mucho que se puede hacer al respecto. En primer lugar, el Congreso de Estados Unidos podría aprobar la Ley de Anuncios Honestos (Honest Ads Act), que impondría a los anuncios políticos en línea el requisito de divulgar quién los está pagando, como ya sucede con los que son transmitidos por televisión o medios impresos, y además obligaría a las plataformas a archivar los anuncios con información sobre quién los pagó y a qué segmentos de usuarios fueron dirigidos. La Comisión Europea ha hecho exigencias similares. Algunos han sugerido prohibir todas las formas de micro focalización en los anuncios políticos, exigir que todos pasen por una comprobación de hechos y limitar  su alcance a los distritos donde son relevantes. Muchos han exigido que Facebook siga los pasos de Twitter (así como los de Pinterest, LinkedIn y Twitch) y que rechace todas las formas de publicidad política, por lo menos en el periodo previo a una elección.

Sin embargo, cualquier restricción a la publicidad política se enfrentará a la misma pregunta fundamental: ¿qué se puede definir como “político”? Considero que para solucionar el asunto se requiere de una intervención más grande, que lleva más de dos décadas necesitándose.

Llegó el momento de corregir toda la publicidad en línea.

¿Y si cada anuncio –político y comercial– revelara quién lo compró, cuándo, a qué costo, cuántas visualizaciones ha acumulado y cómo se segmentó? Un diminuto ícono en cada uno mostraría un tablero flotante, el cual, a la manera de una etiqueta de información nutricional, daría a los usuarios los datos que más necesitan y que menos pueden encontrar por sus propios medios.

¿Y si las plataformas de redes sociales proporcionaran una gráfica fácil de leer que mostrara la trayectoria de un anuncio a través de la red –un mapa que, sin identificar a las personas que lo vieron o reenviaron, permitiera entender qué tan seguido se vio y qué tan rápido se movió?

¿Y si las plataformas tuvieran la obligación de admitir si proporcionaron a un anunciante cualquier tipo de servicios de consultoría para sus esfuerzos de marketing, o le otorgaron privilegios de acceso a los datos de los usuarios?

¿Y si cada anuncio incluyera un vínculo a un perfil que a todo anunciante se le requiriera tener en esa plataforma, como condición para hacer publicidad en la misma? Esa página de perfil archivaría todos los anuncios que el anunciante hubiera subido a la misma, junto con todos los datos antes descritos; se podría buscar por fecha, dólares destinados o criterios de focalización.

Todo anuncio, político o comercial, debería revelar su proveniencia. Todo anunciante debería dejar constancia de sus anuncios y sus esfuerzos para divulgarlos, así como ser responsable de ellos. Las plataformas, cuyo valor económico depende de los datos de los usuarios, deberían otorgar a éstos una compensación en especie: los datos que necesitamos a cambio de los datos que proporcionamos de manera gratuita.

En lugar de pedir a las plataformas que distingan entre lo que es político y lo que no lo es (juicio que no están particularmente calificados para hacer), su responsabilidad debería alinearse con lo que en realidad pueden saber. ¿Un anuncio que critica a CNN como “noticiero engañoso” es un anuncio político? Eso no importa. Pero si hubo dinero de por medio, es necesario saberlo.

Y hagámoslo muy simple: este requisito no solo se aplicaría a cada anunciante, sino también a los usuarios individuales que paguen para promover sus publicaciones. Si hubo intercambio de dinero para propagar información, los usuarios deben estar al tanto.

A pesar de su reprobable negativa a hacer una comprobación de hechos, Facebook ha ido más lejos que otros en lo que se refiere a la transparencia publicitaria: un par de clics revelan la fecha de lanzamiento de un anuncio y todos los anuncios activos de ese anunciante. Pero no basta con la autorregulación. Sería mejor exigirlo mediante una reglamentación que abarcara a la plataforma tanto como a los clientes. Las plataformas deben generar estos archivos de anunciantes, además de mantener y mostrar los datos correspondientes. Deben tomar medidas razonables para garantizar que los anunciantes sean quienes afirman ser; a cualquiera que evada estos requisitos (por ejemplo, compra de anuncios bajo diferentes nombres) se le debe impedir anunciarse en esa plataforma. Los anunciantes que muestren una identidad falsa deben enfrentar sanciones. Debe haber una “Ley de Anuncios Honestos” para todos los anunciantes presentes en el ecosistema digital, por diversas razones.

Primero y sobre todo, la publicidad política no regulada forma parte del problema más extenso de la desinformación y la manipulación en línea. Una parte de esa desinformación ha sido pagada, ya a través del aparato publicitario de una plataforma de redes sociales o mediante pequeños pagos que “impulsan” la circulación de una publicación específica. En algunos sitios, la publicidad pagada puede terminar por circular de manera orgánica, reenviada como cualquier otro asunto. Especialmente en el caso de Facebook, lo que podrían parecer dos elementos diferentes de la plataforma ahora están completamente entretejidos: los anuncios se pueden reenviar como contenido, y se paga por la circulación de cierto contenido. Desde luego que la reglamentación de publicidad en línea no resolvería el problema de desinformación, pero ejercería una clara presión sobre quienes recurren a técnicas publicitarias para enlodar las aguas políticas.

Los anunciantes legítimos deberían tener pocas quejas de tener que acreditar su publicidad, especialmente en beneficio de una esfera política más saludable. En contraste, estos requisitos desalentarían a los anunciantes menos interesados en dar la cara por sus tácticas: productos que no deben dirigirse a los niños, servicios regulados (como vivienda, crédito y empleo) que no deben discriminar por raza, sexo o nivel de ingresos. Estas medidas ayudarían a reducir, o por lo menos sacar a la luz, tácticas perniciosas como dirigirse únicamente a usuarios que tienen en su perfil con descripciones como “enemigo de judíos” o “genocida blanco”.

Ser transparente ante los usuarios no significa que la responsabilidad de la supervisión deba recaer sobre ellos. Exigir a los anunciantes que revelen los términos precisos que utilizan puede ayudar a los usuarios a conocer cómo funciona la publicidad dirigida. Pero lo más importante es que permitiría a los periodistas investigar a los anunciantes mal intencionados e inescrupulosos. Podrían cuestionar a los anunciantes que dirigen diferentes mensajes a diferentes usuarios, o hacen pruebas de campo de sus mensajes para maximizar su impacto –práctica seguida en la campaña de Trump en 2016, según se reveló–.

Estos requisitos no constituyen una sanción del internet. Más bien se les debe considera como un esfuerzo para, por fin, regular la publicidad como siempre debimos haberlo hecho –incluyendo los anuncios transmitidos por televisión– pero que antes no hicimos por falta de medios. Si bien no resulta particularmente factible proporcionar este tipo de datos en un anuncio de 15 segundos transmitido por televisión, en el ambiente digital es tarea sencilla. Ahora cada anuncio puede contener la acreditación de aquellos cuyos intereses representa. En este sentido, el internet ofrece una oportunidad que no sabíamos que necesitábamos.

Este tipo de estricta transparencia en torno a la publicidad también recordaría viejos principios de los primeros años de la red, los cuales estas plataformas y sus administradores olvidaron hace tiempo. Además de un compromiso con la participación abierta y el consenso mayoritario, la red prometió un abundante abastecimiento de herramientas para quienes las necesitaran; estándares abiertos y transparentes sobre la forma de encontrar y proporcionar información, así como hardware y plataformas generadoras que dotaran a los usuarios de posibilidades, en lugar de restringirlos. La red abierta, el software gratuito, el código abierto, HTML, el acceso al conocimiento, Wikipedia, GitHub, etc., fijaron como prioridad proporcionar a los usuarios las herramientas, indicaciones y conocimiento técnico para navegar por el universo de información a su propio gusto. Al menos, hasta que emergieron las plataformas de redes sociales con fines de lucro construidas sobre las bases de la recopilación de datos y la publicidad de precisión.

Las plataformas podrían enmendar lo que hecho si revelaran la lógica precisa que siguen al mostrarnos unos anuncios y no otros, la forma en que los anuncios recorren estas intrincadas redes sociales. Si una plataforma resulta incapaz de hacerlo a gran escala, tal vez este hecho indique que ha alcanzado tales dimensiones que ya no puede cumplir a cabalidad sus obligaciones ante el público.

Esta política no sería una panacea. Las compañías de redes sociales obtienen cuantiosas ganancias de la publicidad política, tantas que están dispuestas a acercarse a las campañas, brindarles asesoría sobre estrategias de marketing y disimular su participación para ayudarlas a aplicar pruebas de campo en sus anuncios. Todos estos son problemas que la transparencia no resuelve. Facebook debe estar comprobando hechos en los anuncios políticos, aunque en realidad no pueda hacerlo. Su falta de voluntad para reconocerse como custodio del discurso público sigue siendo un hecho profundamente preocupante. Y hay enormes problemas en nuestro discurso político contemporáneo que tienen poco que ver con la forma en que funciona la publicidad en línea.

Esta no es una propuesta particularmente factible, dado el clima político actual en Estados Unidos. Hay poco interés por imponer restricciones más amplias a la publicidad, que vayan más allá de las campañas políticas, productos como el tabaco y el alcohol, y la publicidad dirigida a los niños. Resulta poco realista imaginar una plataforma que quiera ser la primera en comprometerse con estrictos estándares de transparencia por miedo a perder negocios ante la competencia. Y es poco realista imaginar a los gigantes corporativos gastando miles de millones en publicidad que promueva esta medida, ya que, al dejar al descubierto la forma en que circulan los anuncios podrían inadvertidamente revelar que la publicidad dirigida no es tan efectiva como se ha dicho.

Aun así, por mera preocupación ante la corrupción del proceso democrático, debemos admitir la facilidad con la que se puede pagar a las plataformas para amplificar un mensaje. Si esta es una propuesta poco realista, vale la pena preguntarse por qué lo es. Y si la amplificación táctica de los mensajes políticos en las redes sociales es un problema tan pernicioso como parece, vale la pena preguntarse qué medidas se necesitan.

 

Este artículo es publicado gracias a una colaboración de Letras Libres con Future Tense, un proyecto de SlateNew America, y Arizona State University

 

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Tarleton Gillespie es autor de Custodians of the Internet: Platforms, content moderation, and the hidden decisions that shape social media. Es investigador principal senior en Microsoft Research y profesor afiliado en la universidad de Cornell. Sus puntos de vista no representan la opinión de Microsoft.


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