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Necesitamos un acuerdo internacional sobre el manejo de tecnologías peligrosas

La falta de normas internacionales sobre las tecnologías de vigilancia permite que acaben en manos de gobiernos que las utilizan para perseguir y atemorizar a sus ciudadanos. La regulación en este terreno es urgente.
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En Myanmar, tal como señala Lighthouse Reports, “ser rastreado puede ser una cuestión de vida o muerte”. Desde que la junta militar tomó el poder con un golpe de Estado el 1 de febrero de 2021, ha utilizado tecnología de vigilancia de naturaleza militar, como programas para hackear computadoras, intercepción de teléfonos y drones para rastrear ciudadanos y robar información. A pesar de las restricciones a su exportación y uso, algunas de estas tecnologías proceden de empresas de Occidente. El resultado no solo ha sido la restricción de las libertades básicas, sino una estructura reforzada para ejercer violencia estatal. En la represión posterior al golpe, cientos de manifestantes fueron asesinados. El régimen ha sido acusado de aterrorizar a la población mediante ataques premeditados y sistemáticos, incluido el uso de armamento pesado contra manifestantes civiles. Todo esto viene a raíz de una campaña de violencia contra la minoría rohingya, que presuntamente incluye los crímenes más graves bajo el derecho internacional.

Los esfuerzos para contrarrestar la peligrosa propagación de tecnología de vigilancia se complican por sus características de “uso dual”. Si bien la tecnología puede tener usos civiles legítimos, también puede tener aplicaciones militares alternativas, lo que permite a los regímenes dirigirla contra su propia población. Una de las propuestas más comunes para lidiar con el uso negativo de la tecnología de vigilancia es la regulación de las licencias de exportación, lo que puede ayudar a detener su flujo a través de las fronteras, especialmente hacia regímenes que abusan de los derechos humanos. Sin embargo, en este momento los países y los bloques comerciales son esencialmente libres de otorgar licencias de exportación según los estándares de su elección. Y aunque la Unión Europea está tomando medidas importantes para mejorar la forma en que sus estados miembro manejan las tecnologías de uso dual, el grueso de los países no están obligados por reglas internacionales específicas a impedir que las empresas nacionales vendan este tipo de tecnologías a regímenes represivos.

La falta de regulaciones internacionales sobre tecnologías de vigilancia es un problema grave, ya que, sin reglas claras y coordinación internacional sobre su implementación, es probable que los gobiernos abusivos continúen adquiriéndolas. El de Myanmar es solo un caso que muestra cómo la tecnología de vigilancia puede aumentar las capacidades del Estado para ejercer violencia masiva. Pero la amenaza de tragedias similares es muy real. China, cuyo extenso sistema de vigilancia interna se ha visto implicado en graves abusos en la región de Xinjiang, ha acelerado la exportación de tecnología. Se ha reportado que las empresas tecnológicas chinas están exportando tecnología de vigilancia de inteligencia artificial a docenas de países, lo que alimenta el autoritarismo digital.

Sin embargo, se trata de una tendencia demasiado compleja como para señalar a China como el único país culpable. Durante décadas, China ha comprado tecnología de vigilancia del exterior. Su crecimiento dentro de este sector se relaciona, en parte, con el mercado tecnológico global y los lazos comerciales con Europa y América del Norte. En este sentido, la devastadora infraestructura de vigilancia de Myanmar también incluye tecnología comprada a empresas estadounidenses, europeas e israelíes. Una vez más, esta no es una historia aislada, ya que los proveedores occidentales han ayudado a reforzar las capacidades de vigilancia de gobiernos abusivos durante años.

Un contexto clave de todo esto es la competencia por el dominio tecnológico, principalmente entre Estados Unidos y China. El director de la CIA, William Burns, ha calificado a la tecnología como el “principal escenario de competencia y rivalidad” entre las dos potencias. En los últimos años, las relaciones entre Estados Unidos y China se han percibido ampliamente a través de la óptica de la “competencia entre grandes potencias”, un término que ganó prominencia durante la Guerra Fría. Sin embargo, este enfoque tiene el riesgo de tratar el aumento de las tensiones y los enfrentamientos políticos como inevitables. Por varias razones, esta visión podría resultar desastrosa para los esfuerzos por gestionar la propagación de tecnologías de vigilancia perjudiciales. Una de esas razones es que cualquier preocupación ética en torno a la exportación de tecnologías a terceros Estados puede ser desplazada por la preocupación de superar a un adversario geopolítico. Otra es que esos mismos terceros Estados puedan sentirse menos restringidos en la aplicación doméstica de la tecnología, ya que las dos grandes potencias del mundo priorizan alianzas e intereses por encima de cuestiones éticas.

Para lograr avances significativos en el problema, necesitamos cooperación, incluso entre Estados Unidos y China. La realidad es que las relaciones entre estos dos países involucran importantes asociaciones comerciales y de negocios, lo que desafía las comparaciones infundadas e inútiles con la era de la Guerra Fría. En los próximos años, una prioridad política debería ser gestionar y reducir la rivalidad entre ellos, y que la comunidad internacional encuentre formas de combatir los usos negativos de la tecnología de vigilancia, en particular su uso en la violencia estatal a gran escala. Si la competencia hostil es la norma, es difícil ver cómo se pueden dar pasos significativos para frenar la propagación de tecnología dañina.

¿Cómo podrían darse estos pasos? Una estrategia política favorecida por la Unión Europea, entre otros, es imponer controles comerciales a los sistemas de vigilancia cibernética que permitan a los gobiernos monitorear, extraer y analizar datos de ciudadanos privados. Por ejemplo, una tecnología que puede verse afectada por estos movimientos es Pegasus Spyware, creada por la empresa NSO Group, radicada en Israel. En muchos sentidos, Pegasus resume los peligros de la tecnología de doble uso. Si bien las agencias de inteligencia lo han utilizado en todo el mundo para combatir el terrorismo y la delincuencia, también ha sido ampliamente usado para hackear los dispositivos de activistas de derechos humanos y disidentes políticos. A fines de 2021, el gobierno de Estados Unidos, que en el pasado también adquirió Pegasus, decidió incluir en su “lista negra” a NSO Group por proporcionar a sabiendas, software espía a gobiernos represivos para atacar a periodistas, disidentes y otras figuras de la sociedad civil. Docenas de organizaciones de derechos humanos han instado a la UE a tomar medidas contra la empresa, que ha sido proveedora de varios Estados miembro.

En la Summit for Democracy de diciembre pasado, el presidente Joe Biden reiteró su apoyo a controles más estrictos, promoviendo una “Iniciativa de controles de exportación y derechos humanos”. Sin embargo, se trataba de propuestas tentativas e incluían un código de conducta voluntario “para guiar” a los Estados en la creación de sus propias reglas de licencias de exportación.

Los esfuerzos previos para regular la tecnología de esta manera han tenido un éxito limitado. Incluso ahí donde existían algunos mecanismos legales, los resultados han sido mixtos. Se ha reportado que la tecnología de uso dual de empresas occidentales se ha utilizado en Myanmar aun cuando los países de origen han prohibido las exportaciones a esa nación. Lighthouse Reports identificó a 40 empresas occidentales involucradas en vigilancia y tecnología forense digital cuyos productos se mencionaron en documentos gubernamentales filtrados. De hecho, los debates sobre la necesidad de controles de exportación más estrictos han existido desde hace tiempo.

Un paso positivo sería crear controles de exportación más sólidos. Un código de conducta “voluntario” y “no vinculante”, si bien podría ser un gran avance, es simplemente deficiente. Lo que en realidad significa es que, incluso antes de que se establezca el código de conducta, se les dice a los participantes que pueden ignorarlo si lo desean. Para empezar, Estados Unidos y sus socios deberían cambiar estos lineamientos voluntarios por regulaciones legales, con consecuencias tangibles para las infracciones tales como sanciones financieras, como estamos viendo dentro de la UE. Esto debe implicar la alineación de las regulaciones legales entre países, así como métodos de supervisión y castigo para aquellos que actúan ilegalmente bajo un acuerdo nuevo y unificado.

En pocas palabras deben prohibirse a nivel mundial las transferencias de tecnologías de uso dual a regímenes en los que es probable que se utilicen para violar los derechos humanos. Los gobiernos también deben considerar la reexportación y el tránsito de tecnología, que sucede cuando un país puede comprar y vender una tecnología a un tercer Estado, o permitir el paso de tecnología a través de su territorio hacia un Estado que probablemente hará un uso indebido de ella. Por lo tanto, los legisladores deben prestar atención no solo al Estado que importa la tecnología de vigilancia directamente, sino también a los Estados en los que puede terminar la tecnología en última instancia. Un modelo a considerar, tanto en términos de acuerdos internacionales como de cambios legislativos nacionales, podrían ser los sistemas de control de exportaciones en el histórico Tratado Sobre el Comercio de Armas de 2014, que contiene disposiciones específicas contra la venta de armas cuando pueden usarse para cometer atrocidades.

Si bien los controles de exportación son importantes, tienden a ser reactivos. En este sentido, también necesitamos medidas más proactivas y ambiciosas. La proliferación de tecnología de vigilancia y la amenaza de violencia masiva son problemas globales, por lo que las contramedidas también deben ser de escala mundial. Es por ello que gestionar la competencia global, especialmente la rivalidad entre Estados Unidos y China, es de vital importancia. También haría una enorme diferencia la colaboración entre las potencias mundiales en un régimen de regulación internacional que controle la fase de desarrollo de la tecnología de vigilancia, incluida la detección de los potenciales daños de la inteligencia artificial al dirigirse a grupos vulnerables. Un beneficio adicional de esta cooperación, por difícil que sea de obtener, sería la construcción de normas unificadas en torno a los dominios apropiados y el uso ético de la tecnología de vigilancia. La modificación de normas internacionales y el desarrollo de sistemas de rendición de cuentas serán vitales para detener la propagación del autoritarismo digital violento.

Por supuesto, para construir estas normas de manera creíble necesitamos un ajuste significativo en las prácticas nacionales e internacionales de las superpotencias tecnológicas del mundo. En este momento hay pocos incentivos para hacer estos ajustes de manera unilateral. Elegir la cooperación en temas de vigilancia, en lugar de las crecientes tensiones en el espectro tecnológico, podría resultar vital para abordar el tipo de violencia masiva que hemos presenciado en Myanmar. En ausencia de eso, la amenaza de atrocidades tecnológicas en el futuro continúa siendo muy real.

Este artículo es publicado gracias a una colaboración de Letras Libres con Future Tense, un proyecto de SlateNew America, y Arizona State University.

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es investigador docente posdoctoral en el Institute for Ethics, Law, and Armed Conflict de la Blavatnik School of Government de la Universidad de Oxford.

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Subdirectora del Institute for Ethics, Law, and Armed Conflict de la Blavatnik School of Government de la Universidad de Oxford, y directora ejecutiva fundadora del Oxford Programme on International Peace and Security.


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