Se habla mucho sobre insectos comestibles. Se dice que son una alternativa saludable y sustentable para reemplazar fuentes de proteína convencionales tanto en Europa como en Estados Unidos. Nuevos “entoproductos” salen al mercado cada semana. ¿Qué tal un martini sazonado con un bíter de grillo?
Estos alimentos a base de insectos parecen no ser para todos. En muchas sociedades occidentales siguen sin ser consumidos por más de un grupo reducido de personas. Si son tan buenos para nosotros y para el planeta, ¿cómo podemos explicar su impopularidad?
Primero que nada está el hecho de que, a muchos, la idea de comer insectos les provoca repelencia. De acuerdo con diversos investigadores, uno de los principales obstáculos está en la psicología individual: en el estigma, la aversión o el desagrado que muchos occidentales sienten con respecto a la idea de comer insectos.
Daniella Martin, una promotora estadounidense del consumo de insectos, dice que este es “el principal obstáculo” al que se enfrenta el mercado de insectos comestible.
Si tan solo pudiéramos persuadir a la gente de cambiar su actitud, dicen estos promotores, los estadounidenses estarían zampando chapulines de botana en vez de alitas de pollo.
No obstante, este enfoque en la psicología individual es problemático. Parece que el énfasis que le damos al desagrado que sentimos es demasiado grande. Los esfuerzos por persuadir a un público indispuesto de comer insectos quizás no sea el camino adecuado para fomentar una mayor aceptación.
Cuando llegaron nuevos alimentos a las sociedades de Occidente, el público no aceptó incluirlos en su dieta porque se lo indicara una campaña publicitaria o informativa. La investigación que se ha llevado a cabo para comprender el éxito del que gozaron nuevos alimentos como el sushi –o incluso, hace siglos, el té– sugiere que el mejor camino fue integrarlos a la dieta de un puñado de personas. Esto crea un mercado relativamente pequeño pero bien establecido desde el que se puede desarrollar una aceptación más general. Por lo tanto, es posible que sea más importante enfocarse en personas que ya están dispuestas a comer insectos en vez de persuadir a quienes se niegan a probarlos.
Es crucial entender que la disposición de ese grupo inicial de personas pocas veces es suficiente para provocar un consumo a mayor escala. Conseguir que la gente consuma un nuevo producto también depende de que puedan conseguirlo fácilmente. También debe ser sencillo para ellos integrar este alimento a sus nuevas rutinas culinarias. Y, por supuesto, la comida debe saber suficientemente bien como para que alguien elija comer eso en vez de otra cosa.
El establecimiento exitoso de un nuevo alimento, sin importar su peculiaridad, depende de consideraciones convencionales como precio, sabor, disponibilidad y facilidad para integrarlo a la cocina.
Mi investigación halló que estos mismos principios aplican para las hamburguesas hechas a base de insectos, y otros productos típicos de un 7/11 que han estado a la venta en Jumbo, una cadena de supermercados holandesa, desde finales del 2014.
Los Países Bajos son los líderes en el esfuerzo por desarrollar a los insectos como un nuevo alimento sustentable en Europa. Académicos de la Wageningen University estuvieron detrás de un reporte histórico sobre la Organización de Alimento y Agricultura de las Naciones Unidas en 2013 y –además de trabajar en un proyecto de investigación de 1.1 millones de dólares sobre el uso de insectos como una fuente de proteínas sustentables- editaron un libro de cocina con insectos (también han dado TED talks). No obstante, a pesar de la relativa importancia que tiene la promoción, ciencia y productos de insectos comestibles en los Países Bajos, el consumo de este tipo de alimentos sigue siendo relativamente bajo.
Mi investigación dio con el siguiente dato: al estudiar a un grupo de estos primeros consumidores de comida rápida hecha con insectos, muy pocos volvieron a comer esos productos porque muchos de los requerimientos sociales, contextuales y prácticos, necesarios para asegurar un consumo constante no se cumplieron. La “disposición para comer insectos” era generalmente alta, pero esto no tomó en cuenta la forma en la que los insectos fueron (o no fueron) integrados a su dieta.
La mayoría de la investigación existente se enfoca en avizorar la disposición inicial de las personas pero no advierte la influencia que el contexto social tiene en el consumo alimenticio una vez que los alimentos están en las tiendas. Los estudios asumen que para revelar la disposición de la gente basta con mostrarle fotografías de alimentos a base de insectos y pedirles que se imaginen entrando a un súper que vende insectos o probando hamburguesas de insectos en un laboratorio.
Pero la formación de una dieta rara vez funciona así. En el verdadero contexto de compra y cocina, el consumo alimenticio –sea de insectos o de productos más convencionales- tiende a determinarse por factores sociales, contextuales y prácticos como los que he mencionado antes. La idea de que la dieta de un individuo es el resultado de una serie de decisiones racionales sobre costo y beneficio ya ha sido criticada por científicos sociales investigando consumo sustentable, quienes argumentan que muchas prácticas sociales afectan dicho consumo.
Así que, aunque estés motivado a alimentarte de insectos porque son saludables o sustentables, una variedad de factores serán los que decidan si al final acaban en tu olla: importa dónde y cuándo compras, con quién comes y qué otros alimentos ingieres.
Estos factores sociales y prácticos no parecen acaparar reflectores tanto como el “factor repele” o encuestas amigables que proyectan la posibilidad de que la gente compre productos hechos a base de insectos. Pero mi investigación sugiere que, para que los etnoalimentos vuelen, el enfoque tanto comercial como académico debe estar en hallar formas de regularizar su consumo.
Publicado previamente en Slate.
Candidato a doctor en geografía humana por la Universidad de Sheffield.