En su reciente libro sobre las células, Las arquitectas de la vida, Alfonso Martínez Arias cuenta la historia de Karen Keegan, una mujer a la que revelaron, tras unas pruebas genéticas en búsqueda del mejor donante de riñón, que dos de sus tres hijos no eran suyos. El análisis de ADN de sus tres hijos determinó que dos de ellos no compartían con ella el previsible y esperado cincuenta por ciento que todo hijo comparte con cada progenitor. La búsqueda de una respuesta llevó a la conclusión de que Karen era lo que en genética se denomina una quimera. Tal y como demostraron los sucesivos análisis de ADN de células de diferentes tejidos de Karen, ella poseía dos tipos de células genéticamente diferentes, con distintos genomas. Por azar, y como consecuencia de los eventos ocurridos durante el desarrollo embrionario de Karen, de una célula derivada de una de estas líneas nació uno de sus hijos, el que portaba la secuencia de ADN presente en las células sanguíneas de Karen, las que fueron en un principio analizadas; mientras que los otros dos hijos habían sido concebidos a partir de ovocitos procedentes de su otra línea celular, portadora de un genoma diferente. Karen no es ni el primer ni el único caso conocido. La existencia de quimeras es algo de lo que se tiene constancia desde hace mucho tiempo y que ahora sabemos que es consecuencia, en muchos casos, del intercambio que tiene lugar entre hermanos gemelos durante el desarrollo embrionario. Bien conocido es el caso de las freemartin, vacas nacidas a partir de embarazos gemelares en los que el gemelo es un macho. Es la influencia hormonal de estos durante esta etapa del desarrollo lo que explica la infertilidad de la mayoría de estas vacas, tan temida por los ganaderos. En el caso de Karen, sin embargo, lo que explica la coexistencia de células con distinto genoma no fue el intercambio de células entre dos fetos gemelares, sino su fusión durante el desarrollo embrionario. Así, lo que en un principio hubieran sido dos embriones en potencia, derivados de la fecundación de dos ovocitos distintos por dos espermatozoides diferentes, se fusionaron para generar una única masa celular que se desarrolló a partir de ese momento como un solo individuo. Un ejemplo que pone de manifiesto la extraordinaria capacidad de nuestras células para comunicarse, asociarse y cooperar, más allá de sus genomas, utilizando para ello las herramientas con las que cuentan. Células con distintos genomas se asociaron y coordinaron en el caso de Karen para formar estructuras tan diferentes como dos ojos, un riñón o un corazón.
Otro ejemplo, sería el de los niños recientemente nacidos mediante lo que se conoce como la terapia de reemplazo mitocondrial, una técnica que permite que mujeres que portan variantes patogénicas en su genoma mitocondrial, el que reside en las mitocondrias, que son orgánulos intracelulares que todos nosotros heredamos exclusivamente por vía materna, puedan tener hijos sanos genéticamente relacionados y portadores de mitocondrias sanas. Se trata de un procedimiento en el que se utiliza el ovocito de una donante al que se sustituye su núcleo, donde residen los veintitrés cromosomas que conforman el genoma materno nuclear, por el de la futura madre legal y que será quien gestará al futuro embrión. Este ovocito así generado es fecundado in vitro y posteriormente depositado en el útero materno para su implantación. Este procedimiento que ya fue aprobado y utilizado por primera vez en Reino Unido hace una década, es noticia estos días por dos motivos. En primer lugar, porque se ha realizado por primera vez en paralelo como parte de un estudio clínico en diez mujeres, ocho de las cuales han alumbrado un niño sano; y en segundo lugar porque se ha utilizado una variante de esta técnica. En lugar de intercambiar el núcleo del ovocito de la donante por el de la madre previamente a la fecundación, se hizo a posteriori, una vez ambos habían sido fertilizados con el esperma paterno. El nacimiento de cada uno de estos niños pone también de manifiesto la increíble capacidad de nuestras células, en este caso de cada óvulo fecundado así creado, para generar en tan solo unos meses un complejo ser adaptándose a sus circunstancias particulares.
Profesionales de diversas áreas se han pronunciado en los últimos días con relación a esta noticia manifestándose tanto a favor como en contra de la aprobación de esta técnica en nuestro país, argumentado los primeros el beneficio que ello supondría para muchas familias al poder tener hijos sanos; los otros arguyendo a la falta aún de conocimiento sobre la eficacia y seguridad de la técnica y aludiendo a cuestiones éticas y morales. Lo que a mí me llama la atención, sin embargo, es lo asentada que está en nosotros la idea de que son nuestros genes los que determinan cómo somos; nuestro color de ojos, de pelo, nuestra altura o inteligencia. Pues uno puede intuir que quienes se someten a esta compleja técnica, que no podemos llamar terapia porque como dice la filósofa Tina Rulli no cura a nadie, lo hacen por la creencia de que es nuestro ADN lo que nos define. Pero lo cierto es que la herencia transmite mucho más que moléculas de ADN y que lo que nos define y diferencia, más que una secuencia única de ADN, es una organización única de células con sus actividades características. Eso, y mucho más, claro está. Y conviene recordar también que han sido los propios hallazgos derivados de la genética y la biología molecular los que nos han mostrado que los genes no son más que plantillas que la célula utiliza para la síntesis de otras moléculas, y no generadores de rasgos. Pensar lo contrario no es sino una quimera, pero en el sentido de la segunda acepción que otorga la RAE al término, es decir, aquello que se propone a la imaginación como posible o verdadero, no siéndolo.