En Hannah y sus hermanas (1986) —uno de los filmes más teóricos y reflexivos de Woody Allen— Mickey, el protagonista, intenta suicidarse porque no encuentra el sentido de la vida. Si en el mundo no hay un dios, piensa, no tiene sentido seguir viviendo, y jala el gatillo sólo para fallar. Después sale a caminar un poco y se refugia en un cine donde proyectan una película de los hermanos Marx, ahí concluye que sólo el amor y la risa podrían darle coherencia al universo. En otras palabras, sólo una comedia romántica podría resistir la indiferencia de un cosmos que no deja de expandirse. Esa debiera ser la finalidad de toda rom com pero, obviamente, sucede en contadas ocasiones: en varios momentos de Allen, sin lugar a dudas, y en un par de películas de Nora Ephron, su más diligente aprendiz.
Nora Ephron (1941-2012) nació con estrella: todo lo que escribió estuvo tocado por el éxito. Su primer libro, Heartburn (1983), una memoir de su segundo divorcio, fue tan eficaz en ventas que pronto se convirtió en película —pocas escritoras han tenido el honor de ser interpretadas en la pantalla por Meryl Streep—; y I Feel Bad About My Neck (2006), una colección de ensayos personales, es una afortunada combinación de honestidad y agudeza. Pero su talento verdadero radicaba en hacer películas y, particularmente, en la confección de verdaderas comedias románticas, de esas que intuyen el secreto de la vida.
Su carrera comienza con guiones hechos por encargo que poco tienen que ver con su mundo interior —Silkwood (1983)—, al menos el que iría construyendo después de la cinta Heartburn (1986). Es cuando se estrena When Harry Met Sally (1989) que su estilo encuentra forma, y poco tiempo después volverá a sorprender con Sleepless in Seattle (1993). Aunque no superará estas dos películas, refrenda su trayectoria con You’ve Got Mail (1998) y Julie & Julia (2009) —dejo de fuera Bewitched (2005) porque en verdad abarata la lista—. En todas ellas nunca dejó de asombrarme la manera en que Ephron retrata las relaciones entre mujeres. Hay una escena que, con el mismo vigor, se repite en varias de sus películas: una madre y una hija, dos hermanas o dos amigas se prueban un vestido frente al espejo. La imagen es trillada, banal, demasiado —tal vez demasiado— tierna, pero aún así supera la prueba. Y es que la gran virtud de Nora Ephron radica en lo que para muchos es su mayor defecto: su forma magistral de manipular lo cursi, un material esencialmente radioactivo.
En sus mejores películas (When Harry Met Sally y Sleepless in Seattle), tal como lo exige Allen, podemos entrever o al menos atisbar, que la vida sí tiene un sentido: el azar. En el mundo de Ephron, Dios realmente juega a los dados: las historias de amor intercaladas de la primera película, o la carambola astronómica que une a los amantes en la segunda nos brindan la certidumbre de que tarde o temprano todo caerá en su sitio, que estaremos con la persona correcta en el momento indicado, incluso a pesar nuestro. Demasiado ingenuo para algunos espectadores, pero los fanáticos de las buenas chick flicks solemos buscar certidumbres de donde aferrarnos y Ephron siempre será un asidero.
es profesor de literatura medieval y autor del libro La sonrisa de la desilusión. Administra la bibliothecascriptorumcomicorum.org, un archivo de textos sobre el humor.