Alan Rickman no hablaba: untaba la voz en los diรกlogos, deslizรกndose de una palabra a otra. Escuchen su entrada a la barberรญa de Sweeney Todd. No hace falta verlo para sentir la sospecha que se insinรบa en sus preguntas.
Do you know me… sir? Con Rickman, la pausa es coma, parรฉntesis y puntos suspensivos. Ese “sir” hasta el final, bajito, casi de pasada, dice mรกs del juez Turpin que una canciรณn entera.
La voz de Rickman no se traducรญa bien al canto, quizรกs porque el ritmo estricto de una melodรญa no congeniaba con un actor para quien las pausas formaban la parte principal de su armamento. A veces contenรญa la estela de una vocal o una consonante, cargada de amenaza, de hartazgo, de molestia: el silencio como detonante. Rickman no hablaba con prisa ni alzaba decibeles por encima de un susurro, a menos de que fuera necesario. Por eso sus despliegues de furia convencรญan.
Rickman entendiรณ (o estableciรณ) una mรกxima: solo un villano enteramente seguro de su superioridad es capaz de negociar con calma mientras le llueven balas. Recuerdo cuando Hans Gruber pide en alemรกn a su secuaz que le dispare al vidrio, aprovechando que John McClane estรก descalzo, y su subalterno no lo entiende, obligรกndolo a repetir la frase en inglรฉs. Shoot… the… GLASS!, dice Gruber, mรกs interesado en enmendar su dicciรณn que en herir al neoyorquino metiche. Quizรกs exagero, pero las pausas de Rickman permitรญan esa ambivalencia. Fue el Snape perfecto: cada frase dirigida a Harry Potter es un insulto, una lecciรณn y, si nos ponemos interpretativos, hasta un apapacho. En la voz de Rickman habitaban multitudes de intenciones y gรฉneros. Cuando el sheriff le grita a Robin Hood que le sacarรก el corazรณn con una cuchara, el diรกlogo resulta horroroso e hilarante (Rickman, solito, rescata a ese churro). Por eso tambiรฉn era un gran actor cรณmico. Y su mejor personaje engloba estas cualidades.
Gruber, ese Gordon Gekko versiรณn eurotrash, con barba de Backstreet Boy y traje Brioni, es su gran creaciรณn en cine. Rickman sabรญa que era su boleto a Hollywood, y asรญ lo aprovechรณ. ¿Quรฉ otro actor podrรญa vendernos a un terrorista europeo, sanguinario pero con “educaciรณn clรกsica”, dando tiros de gracia un segundo y al siguiente declamando la “Vida de Alejandro”, en Plutarco?
Rickman anduvo por una lรญnea riesgosa: si se inclinaba un grado mรกs hacia la solemnidad, Gruber serรญa aburrido; hacia el absurdo, serรญa una broma. Algรบn mรฉrito le toca al guion de Steven E. de Souza y Jeb Stuart, una historia bien aceitada y llena de subtextos comercialmente astutos (Nueva York vs. Los รngeles; negros y blancos chambeando juntos), pero Rickman lo eleva mucho mรกs allรก de la pรกgina. Su talento queda de manifiesto en ese breve interludio cuando se hace pasar por Bill Clay, empleado collรณn de Nakatomi. Rickman ajusta la interpretaciรณn de cabo a rabo: cambia el acento, el tono de voz, el andar y los gestos. Cuando McClane estรก despistado, Gruber se asoma entre las grietas. Por un par de escenas, Alan Rickman se desdobla. Es un terrorista, un pobre oficinista y un terrorista actuando de un pobre oficinista. Magia pura.