Foto: Cinzia Camela/IPA via ZUMA Press

Catherine Deneuve, el mito que sobrevivió a su belleza   

La actriz francesa llega a los 80 años con una extensa filmografía que muestra que su imagen icónica tiene el lustre de la eternidad.
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Dice Scott Eyman, crítico de arte e historiador fílmico, que, con el tiempo, la mayoría de las películas permanecen ancladas en su periodo correspondiente, incluso aunque la personalidad de la estrella consiga superar esa época. Solo las más grandes estrellas logran hacer media docena de películas en las que permanecen eternamente seductoras, películas que las hacen inmortales. Los paraguas de Cherburgo (1964), Repulsión (1965), Las señoritas de Rochefort (1967), Bella de día (1967), Tristana (1970), Piel de asno (1970), El último metro (1980): el recorrido de Catherine Deneuve, que cumple 80 años este octubre, es aún más amplio que lo que describe Eyman si añadimos a la lista otros filmes que gradualmente muestran su envejecimiento y nuevos registros de interpretación: El ansia (1983), Indochina (1992), Ocho mujeres (2001), Potiche (2010).

Por sinécdoque, Deneuve es –junto a Gérard Depardieu e Isabelle Huppert– el cine francés, como bien asegura el escritor Richard Millet, autor de Les corps politique de Gérard Depardieu y Huppert et moi. La fantasmagoría melancólica e irreal del cine, el tiempo detenido en imágenes que ensaya la reproducción espectral que se siente como la aprehensión continua de lo efímero, se opone a la disolución caprichosa e inexorable de la vida.

En una entrevista en 2004 para France Culture, Deneuve expresó su opinión sobre envejecer:

En mi trabajo por supuesto que es un problema porque, a diferencia del teatro, el cine es un arte visual y después de todo la imagen es bastante dura. No es un combate ni una guerra, no hay nada en juego ni nada que ganar si se intenta mantener una imagen, una apariencia que no corresponde con la realidad. ¡Es verdad que por momentos es difícil con respecto a la energía! También en relación con la mirada. Finalmente se percibe que el rostro cambia, pero no realmente, lo que cambia es la mirada, se vuelve más pesada, menos alegre y curiosa, también a menudo más triste […] A veces eso me puede molestar, pero digamos que no me angustia. Quizá un día suceda porque no estoy segura de poder seguir envejeciendo en el cine, no estoy segura de tener ganas de verme en una pantalla […] Sé que un día podría sentir que me aburro, más allá de la cuestión física, y pensar en retirarme porque en la vida una de las cosas que no soporto es aburrirme.

Deneuve nació bella y el cine la convirtió en una escultura, el arte de la eternidad. En Las señoritas de Rochefort ella y su hermana Françoise Dorléac, que murió en un accidente automovilístico a los 25 años, interpretan a unas gemelas. El desenfado y la belleza moderna de Dorléac se oponen a la de Deneuve que es más bien clásica, atemporal. Sus ojos llenos de curiosidad, la mirada radical y petulante, la nariz delicada, el mentón fuerte y su cabello rubio y espeso –una mariposa que aletea para siempre en la mirada fotográfica de Richard Avedon– dan cuenta de que sin duda alguna es una de las mujeres más bellas que se han visto en pantalla. Incluso su voz es única, capaz de articular líneas como ráfagas con múltiples inflexiones. Su presencia basta para creerle a Belmondo, que en La sirena del Mississippi (1969), el filme de Truffaut que acuña el misterio glacial de la actriz, es capaz de hacer todo por ella, lo mejor y lo peor: “Eres bella. Cuando te miro, duele”.

Muy temprano, sin embargo, empezó a torcer la imagen de ángel trágico de Los paraguas de Cherburgo. Aunque ya había trabajado con Chabrol en el cortometraje El hombre que vendió la Torre Eiffel (1963) –que de manera curiosa es un presagio de los 60 años que estaban por venir, en los que la joven Catherine, ya con el pelo teñido de rubio y que apenas ensaya trazos de su imagen icónica, se convertiría, igual que la estructura de hierro a la orilla del Sena, en un símbolo de Francia–, es el revolucionario musical de Jacques Demy, que canta de inicio a fin las desventuras de una pareja que se separa por la guerra de Argelia, la que la convirtió en una estrella. Con ironía, al inicio de Repulsión la comparan con una princesa de cuento de hadas. “A ver cómo te portas, Cenicienta”, provocación que como una llave penetra en un cerrojo que abre la puerta a la psicosis de su personaje, encerrada durante un solitario fin de semana en el departamento parisino que comparte con su hermana, en el que insisten hombres que la quieren violar. Deneuve, en cuyo rostro de rígido mutismo Polanski filma lo insondable, está dispuesta a dislocar el ideal que representa y demostrar la amplitud de su talento. El arrebato de su presencia arrogante es no ser condescendiente: ya sea instinto o vehemencia, Deneuve siempre determinó trabajar con los mejores artistas cinematográficos.    

Con ella es difícil aventurarse a decirlo, pero quizá la retina cinematográfica la retiene y la prefiere como la esposa burguesa –vestida de arriba abajo por Yves Saint Laurent, que moldea en ella una imagen que curiosamente no pasa de moda– que se prostituye en las mañanas de Bella de día. Este drama de apariencias es, en la obra de Buñuel, una película menor, no por ello menos filosa y socarrona, sobre los arcanos del aburrimiento. Aunque para la historia del cine El último metro de Truffaut –donde Deneuve interpreta en un juego de metaficción a una actriz que resguarda un teatro durante la ocupación nazi en París– es donde desempeña su primer papel maduro, en Tristana, obra maestra de Buñuel que se estrenó diez años antes que la de Truffaut, ya había ampliado sus límites al interpretar a una tersa joven que, seducida por su tío y víctima de un tumor por el que le amputan una pierna, se convierte en una mujer agria y de piel dura.

Aunque más esporádicos en los años que siguieron, la actriz no ha cesado de buscar buenos personajes. Luego del éxito de Indochina, filme por el que la nominaron a un Oscar, una nueva etapa tardó en llegar hasta su encuentro con François Ozon, que en 2001 reclutó para Ocho mujeres –en un ejercicio fílmico en el que suena el eco de Las mujeres (1939) de Cukor, donde no aparece ningún hombre en pantalla– a varias de las mejores actrices francesas, con Deneuve, por supuesto, a la cabeza del elenco que, entre otras, integraron Danielle Darrieux, Isabelle Huppert y Fanny Ardant. Casi diez años después, Potiche llegó como la consagración del otoño: por si había alguna duda, Deneuve sobrevivió a su belleza. En la película de Ozon, que llevó a más de dos millones de espectadores a las salas de su país, hace de una mujer que es el adorno más lindo y preciado de su esposo y decide subirse las mangas para tomar las riendas del negocio familiar y evitar que se hunda. De nuevo en la comedia, terreno que ha explorado poco, su más reciente película, Bernadette (2023), en la que interpreta a la esposa del ex presidente Jacques Chirac y reconstruye la Francia de los años noventa y dos mil, ha sido bien valorada en lo que toca a Deneuve que se burla de los tics de una mujer que modifica su imagen rígida y antipática, cansada de estar a la sombra del marido.

Es probable que por Bernadette reciba una nominación al premio César de mejor actriz. Sin embargo, ¿qué más necesita Catherine Deneuve a estas alturas? Ha trabajado con los más grandes –hay que añadir a la lista a Raoul Ruiz, Carax, Von Trier, Koreeda– y lleva seis décadas activa. Lo que precisa es no aburrirse como la protagonista de Bella de día. En la pléyade de las mejores actrices de la segunda mitad del siglo XX al presente –Moreau, Seyrig, Schneider, Huppert, Adjani, Binoche–, Deneuve siempre va a ser la reina del carnaval, el cine en su mascarada, como en La reina blanca (1991) de Jean-Loup Hubert, como la captaron Pierre y Gilles en la fotografía para el póster del filme. Quizá como ocurrió con El ansia, que en su día fue un fracaso y después se volvió una gema del cine de culto, después reaparezcan otros filmes suyos que no suscitaron interés. Por ejemplo sus películas con André Téchiné, inatendidas en su prolífica filmografía, que ella misma considera más que una carrera, un rompecabezas. O sus colaboraciones con directores italianos como Ferreri, Bolognini, Risi y Monicelli.

Agnès Varda tenía razón cuando le dio el papel, apenas un cameo, de la estrella fantasma en Las cien y una noches (1995), la película con la que celebró los primeros cien años del cine: como un espectro, Catherine Deneuve siempre va a volver a aparecer joven, madura o vieja cada que se vean sus películas. Su esplendor, como el vestido de color del sol de Piel de asno, es del lustre de la eternidad. ~

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es periodista cultural, crítico de cine y traductor literario.


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