Seamos sinceros: no había forma de que el final de Game of Thrones nos diera gusto a todos.
Somos demasiados prestando atención, somos demasiados exigiendo y desmenuzando cada episodio hasta lo indecible. Llevamos años escribiendo y leyendo teorías, llevamos casi una década siguiendo con lupa los caminos de estos personajes, leyendo los libros para poder interpretar mejor
((Peor, me parece: nada ha arruina tanto la experiencia de ver Game of Thrones, la serie televisiva, que leer y conocer A Song of Ice and Fire, la saga literaria, y pensar que ambas cosas son una sola en lugar de dos productos distintos. Los libros de Martin son complejos y extensos, y construyen un universo y un reparto aún más intrincado que los de la serie. En consecuencia, casi cualquier cosa que suceda en la serie —limitada por las despiadadas tiranías del encuadre y el presupuesto— palidece frente al casi infinito paisaje que las palabras nos proporcionan. Quizá los fans de las novelas de ASOIAF hayan sido los menos satisfechos con la serie en general –y hay un montón de memes que lo indican–, y probablemente tengan sus argumentos de peso, pero lo cierto es que una serie y una novela, por muy basada que esté una en la otra, son cosas radicalmente distintas, en todos los sentidos pero comenzando y terminando en uno solo: son medios diferentes que se proponen generar reacciones divergentes. Ver Game of Thrones con A Song of Ice and Fire en la mano es garantía absoluta de frustraciones.
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la serie. No había forma humana de complacer todas las exigencias para Game of Thrones, muchas de ellas antagónicas, que se apilaban en el buzón de sugerencias HBO.
Había, sin embargo, que terminar el programa. Eso fue lo que pasó ayer –lo que lentamente hemos visto suceder a un ritmo de un episodio por semana–: una serie sobrepasada por las demandas de sus fans, obligándose a cerrar.
Comenzó exactamente donde nos quedamos la semana pasada: con Tyrion paseándose entre los escombros de King’s Landing, que quedó destruida después de conocer la ira de Daenerys Targaryen. Pocos personajes experimentaron una debacle tan notoria como la de Tyrion Lannister, quizá solo superada por la de Dany. De ser un tipo acaso demasiado listo para su propio bien, un cínico desvergonzado que daba la casualidad era también un administrador genial y un estratega inteligente, Tyrion devino en un cúmulo de tics al que los productores utilizaban de acuerdo a las necesidades de la serie antes que las necesidades del personaje. Así, Tyrion se convirtió en una botarga de sí mismo durante las últimas dos o tres temporadas.
Si el personaje no terminó de derrumbarse fue en buena parte gracias a los espléndidos dialoguistas de Game of Thrones –que aunque a veces se pasan de listos, generalmente dan en el clavo–, que siguen produciendo one-liners como si fueran mcnuggets, y a la extraordinaria habilidad de Peter Dinklage
((¡Necesitamos ver a Peter Dinklage en más películas! Es verdad: la notoriedad alcanzada por Tyrion Lannister es difícil de igualar, pero Dinklage es un actor valiosísimo al que probablemente su estatura le juegue en contra: además de Rememory, que fue una película más bien pequeña, Dinklage no ha tenido ningún otro protagónico, aunque sus participaciones en Infinity War y, sobre todo, X-Men: Days of Future Past deberían bastar y sobrar como argumentos para contratarlo. No nos lo dejes en el olvido, Hollywood.
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, que nunca ha bajado la guardia y siempre parece dispuesto a que su personaje tenga más textura. Y ayer tuvo uno de sus momentos más finos, con una secuencia conmovedora en un capítulo donde las secuencias conmovedoras más bien escasearon. El Tyrion que escarba entre los escombros para encontrar a sus hermanos –cuyos bellos rostros se mantuvieron casi intactos pese a que les cayó encima un castillo, gracias a la magia de la televisión– y que rompe en llanto al ver sus cadáveres es también una manifestación de uno de los múltiples temas de Game of Thrones: lo que nos ata a nuestra familia, la forma en que uno asume una herencia que puede o no gustarle. Cersei intentó asesinar a Tyrion en más de una ocasión y, sin embargo, Tyrion igual lloró su muerte, porque hay vínculos indisolubles, y crecer con un tirano como Tywin seguramente creó uno entre ellos.
Indisoluble también es el vínculo entre Grey Worm y Daenerys Targaryen. Un vínculo de lealtad forjada en el dolor; un vínculo que borda ya en el fanatismo. Pobre Grey Worm, otro de los personajes azotados por la acelerada aplanadora de arcos dramáticos que resultaron ser las últimas dos temporadas de Game of Thrones. Tiene sentido, vaya, que Grey Worm sea el intolerante acólito intolerable en el que terminó convertido, pero como casi todo en estos últimos trece capítulos, da la impresión de que no vimos lo suficiente como para que la conversión resultara satisfactoria. De cualquier forma, Grey Worm terminó hecho un conquistador bestial, trastornado por la lealtad a su reina y la muerte de su amada Missandei, y Jon Snow hizo bien en no andarle buscando tres pies al gato, porque Grey Worm no se anda con pequeñeces y seguro lo degollaba en medio segundo. Así, Jon Snow siguió su camino hacia Daenerys y en el proceso pudimos ver las últimas grandes imágenes bélicas de la serie, aquellas en las que las fuerzas de Daenerys escuchan a su líder mientras la bandera Targaryen –roja y negra, para subrayar el parentesco con la estética fascista, por si acaso se nos olvidaba el genocidio del episodio pasado– y Drogon y Dany exaltan los ánimos con sus rugidos y su discurso de conquista global. Hasta se le ven alas de dragón a Dany –bonita toma, pero a veces uno agradecería tantita menos redundancia–. Sería la última vez que viéramos a los dothraki y a los Unsullied en formación de guerra.
Tyrion renunció a todo eso, claro, no solo por King’s Landing y sus hermanos, sino por la temible perspectiva de verse a bordo de una empresa de dominación global. Daenerys reaccionó adecuadamente, metiéndolo preso y acaso prometiéndole un juicio arregladito por traición, pero por alguna razón, le permitió visitas: Jon Snow, a quien de por sí ya se le veía desde hace semanas haciendo notables esfuerzos para que su cerebro, pequeñito y lento, por fin entendiera que el hambre de poder de Daenerys representaba un peligro para Westeros. Jon Snow fue y confrontó a su reina en una escena que, aunque no alcanzó a resarcir el daño que le causaron las prisas al desarrollo de Daenerys, sí ayudó cuando menos a amortiguarlo: Dany se reveló como un ser humano frágil y falible, con motivos concretos y reales y una visión clara de sus objetivos. Que dentro de esa visión se tenga que sacrificar la libertad de algunos millones en pos de que alcancen la verdadera libertad no es sino una contradicción menor, que en la mente dictatorial suele ser perfectamente descartable. Daenerys no está loca como lo estaba su padre, Aerys II: tiene una estrategia concisa y no actúa azarosamente. Lo que sucedió es que esa estrategia resultaba insostenible y Jon Snow –que es ya casi universalmente aceptado como uno de los protagonistas más pelmazos de la historia de la televisión– se vio impelido a detenerla.
Y creo que ese es el principal problema de este final, y el principal problema de estas temporadas, y lo que separó a Game of Thrones de ser una divertida serie con dragones de ser una extraordinaria serie con dragones. Aquella serie en la que la intriga política y la exploración del poder sostenían una trama de calabozos y dragones se fue diluyendo, poco a poco, para dar paso a una serie de calabazos y dragones donde la intriga política jugaba apenas un papel ínfimo.
El problema con la transformación y la muerte de Daenerys no es que se haya transformado y que haya muerto –antes bien: qué notable permitirse construir un personaje femenino protagónico para después volverlo villano– sino la premura con la que se ejecutó esa transformación y ese deceso. Su muerte, y el proceso que llevó a ella, con las escenas del change of heart de Jon Snow –sus redundantes conversaciones con Arya y Tyrion, conceptualmente idénticas entre sí–, se sintió de nuevo apretada en apenas cuarenta minutos de episodio, suficiente para que pudiéramos ver la sucesión al trono y un montaje final de despedida y vámonos, se acabó. Al final, la de Daenerys fue una historia condenada, por dentro y fuera de la serie: una tragedia trágicamente ejecutada.
Ni modo, pues. Jon mató a Daenerys y todavía tuvimos un último gran momento –Drogon destruyendo el trono de hierro con una columna de fuego, porque tampoco nos engañemos, esta nunca ha sido una serie de sutilezas– antes del trámite de la repartición del botín. El final de Game of Thrones fue un final cómodo, acaso demasiado cómodo, en el que el trono no va a un típico héroe masculino sino a un personaje discapacitado cuya fuerza radica en el conocimiento y no en sus ejércitos y en el que todos los personajes acaban justo como deben acabar: Arya se embarca para descubrir nuevas tierras; Sansa independiza a su reino y se queda con su corona; Jon se exilia en el norte para vivir la vidita silvestre, que a fin de cuentas parece –o más o menos, con Jon Snow nunca se sabe– una versión de la vida monástica y ermitaña que el personaje siempre persiguió –y de paso también acaricia a su lobo. Tyrion es mano del rey, Sam es un maester, Brienne está en la King’s Guard, Bronn sigue siendo un encantador malviviente nomás que ahora con título nobiliario.
El problema es justo ese: es todo demasiado cómodo. Berrinches por la transformación de Daenerys aparte, es todo demasiado correcto. El final de Los Soprano nos dejaba en vilo, en un desplante magistral de desconcierto; el final de The Wire, más parecido en esencia al de Game of Thrones pero realizado con un oficio infinitamente superior, nos recordaba que la vida sigue y nunca termina, que el círculo de poder y muerte es eterno. El de Game of Thrones, por el contrario, parece cerrar la serie, parece terminarla de forma contundente. Las dudas que nos quedan son datos de trivia: ¿qué va a hacer Jon? ¿A dónde va Arya? ¿Cómo será el reinado de Bran? ¿Y el de Sansa? Poco queda de la realpolitik, de la intriga, de la enorme maquinaria del poder y las instituciones y las estructuras pasándole por encima a Ned Stark, a Margaeys, a Robb y a Caitlyn, a Sansa y a Tyrion. Y eso es muy insatisfactorio: porque el mundo que las primeras temporadas establecieron fue un mundo complejo, donde la política tenía consecuencias impredecibles, donde los individuos no podían tener mucho control sobre los acontecimientos que sucedían y que reverberaban en sus vidas. El final de Game of Thrones, con todo y que toca las notas adecuadas, no deja de sentirse así: como una serie que ante la necesidad imperiosa de terminar y los reclamos de una audiencia incapaz de satisfacer, se ve obligada a cerrar de forma tibia, sin tomar muchos riesgos, sacando la chamba con decoro pero sin llegar a las alturas a las que nos había acostumbrado y que nos tuvieron encadenados a ella durante ocho años.
Esto es así. La televisión es así. Lo pensaba mientras veía el soberbio segundo capítulo de Chernobyl, en el que un helicóptero se desploma encima de un reactor nuclear en una de las cosas más impresionantes que se hayan visto en la televisión. Estos tiempos de streaming han borrado los límites entre televisión y cine, y quizá por eso ahora juzgamos a las series de una forma que solía estar reservada más a las películas: el final es crucial, ahí se cifra todo, el desenlace me puede arruinar lo que vi antes. Yo me permito discrepar. La televisión, dado su formato por entregas y la siempre presente posibilidad de que dure y se vaya construyendo por años, no es una experiencia en la que el final signifique tanto. Al menos no para mí. Cierto: cuando The Wire o Los Soprano o cualquier otra que se les ocurra nos regala un desenlace maravilloso, perfecto, qué mejor. Cuando Game of Thrones o Lost o cualquier otra que les ocurra nos entrega un final decepcionante, bueno, creo que la opción más adecuada es mirar para atrás, recordar los mejores tiempos que pasamos juntos y atesorarlos en la medida de lo posible.
¿Soy demasiado optimista? Tal vez. Pero años de ver Los Simpson y Community me enseñaron que, en televisión, lo bueno dura hasta que deja de serlo, y entonces es tiempo de separarse sin guardar rencores.
Posdata:
- Ya no importa mucho, pero qué desastre los pequeños detalles del episodio: ¿de dónde salieron tantos Unsullied? ¿Por qué Grey Worm claudica con tanta facilidad? ¿Por qué Dany sigue de terca con Jon Snow si ya había quedado claro que ese arroz jamás iba a cocerse? ¿De qué color es el caballo blanco de Arya y, más importante aún, a dónde se fue al final del episodio pasado y por qué regresó?
- Benioff y Weiss se van, ahora, a hacer Star Wars (y quizá Confederate). ¿Quedan dudas de la dominación de los talentos de la televisión en Hollywood? J.J. Abrams, los hermanos Russo, Benioff y Weiss. Los grandes presupuestos están en manos de los showrunners televisivos, contribuyendo más aun a seguir borrando la diferencia entre ambos medios.
- ¿Terminará algún día George R. R. Martin la saga de A song of Ice and Fire? El tipo jura que sí pero los rumores son cada vez más fuertes —hace poco se rumoró que los libros ya estaban terminados y de plano tuvo que salir a desmentirlo. Imagínense. Me encantaría ver su versión del final, por supuesto, aunque cada tomo le pegue a las mil quinientas páginas…
- ¿Qué series vamos a ver para curarnos la eriza de la épica de Game of Thrones? Tengo sugerencias, como siempre Rome, Spartacus, The Tudors, Vikings, Camelot, The Hollow Crown. ¿Tienen otras? Pásenlas en Twitter. Vamos juntando nuestros dvds, blurays y torrents y armando un grupo de apoyo, porque el síndrome de abstinencia pinta para estar infame.
- Por último: gracias a todos por leer hasta acá y por la retroalimentación que todas las semanas me han dado. Ojalá este no sea el último evento televisivo que transitemos juntos. Hasta entonces.
Luis Reséndiz (Coatzacoalcos, 1988) es crítico de cine y ensayista.