Los ladrones viejos de Everardo González

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En una primera secuencia, fondeada con una melodía de órgano compuesta para la ocasión, las puertas de Lecumberri se abren al espectador. Primero las puertas y luego las rejas –previo recorrido por los pasillos angostos, vistas de las regaderas y de un salón de clases en que los reos, se nos sugiere, procuran su reintegración. Sobre estas imágenes se empalma un relato. “Me gustaba la buena vida. Me gustaba mucho vestir bien y siempre me ha gustado.” La voz masculina y cascada, el cambio de tiempos verbales y, al fin, la imagen de un viejo de impecable camisa azul eléctrico indican una elipsis de décadas. El reo de setenta años que presume su joie de vivre es uno de los cinco ladrones entrevistados por Everardo González en su documental Los ladrones viejos / Leyendas del artegio. Distintos en sus modos de robo (el llamado artegio) pero idénticos en el respeto por los valores de su profesión, “el Fantomas” (la primera voz), “el Carrizos”, “el Burrero”, “el Xochi” y “el Chacón” narran sus historias desde cárceles en las que cumplen sentencias que no van a alcanzar a cumplir.

Famosos y admirados en su gremio (policía incluida), el prestigio de los ladrones viejos descansaba en su habilidad para robar discretamente. Divididos en zorreros, espaderos y carteristas, se sometían a principios que hoy suenan delirantes: por ejemplo, no lastimar a nadie dentro de su propia casa. El Carrizos, proclamado en su tiempo “El rey de los zorreros”, asegura que hubiera preferido ser entregado “a dejar una familia desamparada”. Es el ladrón que saquearía las casas de dos de los ex presidentes más pomposos del país.

Los agentes de la policía también intervienen: sentados en un café, recuerdan los buenos tiempos en los que un policía no necesitaba orden de aprehensión, podía hacerse pasar por civil y manejaba autos particulares (“como un vecino, pero efectivo”, rezaba el eslogan de la Policía Judicial).

Si en este punto de la reseña el lector teme que Los ladrones viejos sea un remake de Robin Hood, donde Robin es Pepe el Toro y habla a través de cinco hombres hundidos en la miseria pero salvados por su dignidad, debe saber que el documental de González es único y extraordinario por dar la vuelta a los lugares comunes del retrato social: el sentimentalismo de base, la victimización de sus sujetos y la condescendencia que se hace pasar por empatía y solidaridad. No es que carezca de punto de vista, ni pretenda pasar por neutral. Es sólo que su mirada es primero cinematográfica y después todo lo demás. Se nota, por ejemplo, en el redondeo de personajes, en la abolición de maniqueísmos y, al final pero no por último, en la elección de un atributo –sólo uno, y no el de siempre– que hará de hilo conductor.

Un relato dentro del relato deja ver este armado. Tiene por héroe al Carrizos, miembro de clubes de tenis, bailarín consumado de swing y conocedor de las ventajas de vestir con distinción. Empieza una de tantas tardes, cuando sucumbe a su mayor debilidad: meterse a robar a una casa, entre más custodiada, mejor. La casa en cuestión es enorme y la vigilan soldados caminantes. Ya dentro, en la recámara, el Carrizos vacía un baúl de joyas en la funda de una almohada. De regreso en su domicilio, su abuela le dice que un policía, “el Piojos Bravos”, lo ha ido a buscar. Preocupado, el Carrizos lo busca de vuelta. (Son, ante todo, camaradas de profesión.) Así se entera del suceso: esa tarde fue robada la casa del presidente Luis Echeverría y toda la policía está buscando al ladrón. Otro agente camarada, el también famoso “Drácula”, conoce la costumbre del Carrizos de guardar sus botines en fundas, y rápido se adjudica la captura del delincuente. Pronto, y sin proponérselo, llega un ángel negro que habrá de vengar al Carrizos: el nuevo jefe de la policía. Apenas ocupa su cargo, Durazo pide al Carrizos que testifique en contra del Drácula por extorsión y tortura. Por azar o destino, el Carrizos ha cumplido los deseos de su abuelo: “Si ya no te compones –le dijo–, al menos procura sobresalir del montón.”

Más cercanos a los buenos muchachos de Scorsese que a los dolientes de Ismael Rodríguez, los ladrones de Everardo González son hombres de compromiso y ética pero, ante todo, idólatras del estilo y de un cierto modo de ser.

El día del robo a la casa del presidente Echeverría, el Carrizos recuerda haber llevado puesto un traje gris de corte Napoleón. ~

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es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.


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