Es común pensar que el cine norteamericano de los ochenta marcó el nádir de la creatividad hollywoodense. Ejemplos sobran: fastuosas producciones como Top gun, películas descaradamente chovinistas como Rocky IV, siete secuelas de Friday the 13th, y un muy largo etcétera. No obstante, el paso del tiempo ha dejado a esos bodrios en el olvido y hoy podemos visitar los ochenta con una mirada fresca. La década de la película de acción hueca también nos dio éxitos taquilleros como Back to the future, la trilogía de Indiana Jones y Terminator (todas ellas partiendo de un guión original: cosa rara en los dosmiles). La década de melosas ganadoras del Óscar como Terms of endearment y Driving Miss Daisy también nos dio cintas dramáticas y elegantes como The elephant man. Además, muchas de las mejores películas de la década son productos que parecen imposibles de realizarse hoy en día (en la era del millón de superhéroes, y sus incontables secuelas y derivados). Con esta serie pretendemos abrir el expediente de los ochenta, revisar su cinematografía y rescatar las que son, a nuestro juicio, sus mejores exponentes.
An American Werewolf in London es muchas cosas: una película de horror duro, una efectiva comedia, un espectáculo gore, un hito en la historia del maquillaje en cine y, sin lugar a dudas, una de las mejores películas de hombres lobo jamás filmadas. La premisa del escritor y director John Landis es de una simpleza magnífica: dos jóvenes estadounidenses emprenden un viaje de mochilazo por Europa. Su travesía comienza en el páramo inglés. Ahí, cerca del pueblo de East Proctor, un hombre lobo los ataca. Jack muere; David sobrevive.
En 1981, el año de su estreno, An American Werewolf in London fue criticada severamente por lo que ahora, a tres décadas de distancia, se le aplaude: su extrañísima mezcla de secuencias de horror serio con escenas salpicadas de tintes cómicos, en las que Landis ejercita el músculo humorístico que trabajó con tanta soltura en Animal House y The Blues Brothers. No obstante, la narrativa de la cinta no se detiene en estos dos géneros. Después del brutal ataque en el páramo inglés –una de las secuencias de horror más incómodas jamás filmadas- David amanece en un hospital en Londres. En este segundo tramo, la cinta se bifurca en dos planos. El primero, real, en el que David se enamora de Alex, su enfermera; y el segundo, onírico, en el que el joven tiene siniestras pesadillas: augurios ominosos de lo que le ocurrirá durante la siguiente luna llena. Landis decide no darle claves al espectador para poder separar ambas rutas. No sabemos cuándo estamos frente a un sueño de David y cuándo vemos lo que realmente le ocurre. El resultado es una serie de secuencias que disparan la tensión del espectador y le imprimen un tono incierto a la cinta. Ejemplo: después del cuarto sueño –que contiene una pesadilla dentro de una pesadilla- Jack, el amigo asesinado, regresa de la tumba, con el rostro y el cuello hecho pedazos, para advertirle a David que se convertirá en lobo con la próxima luna llena.
En vez de que Jack arroje la advertencia de manera sombría, Landis nos somete a un juego absurdo. El joven masacrado le platica a David de su funeral y de cómo la chica de sus sueños acabó encontrando consuelo en la cama de un patán (todo esto mientras Jack prueba el desayuno de su amigo).
Este primer encuentro entre ambos tras el ataque en el páramo sienta las bases para el extraño universo de Landis: de aquí en adelante, ninguna secuencia, salvo la mejor de la película (que ocurre en la estación de metro de Tottenham Court Road), volverá a separar el absurdo de lo terrorífico, lo chusco de lo oscuro. Esto no significa que Landis no sepa cuándo y cómo recargar la balanza hacia uno de los dos géneros. La mejor prueba está en la ya clásica transformación. Como todo aficionado del horror sabe, el momento en el que David se convierte en hombre lobo es un prodigio de maquillaje y edición, en el que vemos, sin uso de sombras ni efectos por computadora, como el cuerpo de nuestro protagonista se tuerce, cambia y comprime para adaptarse a la fisionomía de un animal. El gran hallazgo de Landis queda de manifiesto en la descripción de su guión:
The metamorphosis from man into beast is not an easy one.
As bone and muscle bend and reform themselves, the body
suffers lacerating pain. We can actually see David’s flesh
move, the rearranging tissue. His mouth bleeds as fangs
emerge. His whole face distorts as his jaw extends, his skull
literally changing shape before our eyes. His hands gnarl
and his fingers curl back as claws burst forward.
La transformación de An American Werewolf in London no tiene nada que ver con el tranquilísimo paso de hombre a lobo de, por ejemplo, The Wolf Man:
Aquí escuchamos los músculos doblarse, los huesos romperse. Queda claro que el proceso es doloroso. Landis ahonda en el mito del hombre lobo: la maldición que implica ser un licántropo, la tragedia –sí, tragedia- de ambos chicos que fueron atacados en el páramo.
http://www.youtube.com/watch?v=Vgh1Wuzubiw
Se ha hablado hasta el cansancio del aporte que hizo Rick Baker, el más famoso y galardonado maquillista de Hollywood, a esta secuencia (y esta película). Pero lo cierto es que, más allá de sus virtudes técnicas, lo que sobresale es el concepto mismo detrás de la transformación: la dulce balada de Sam Cooke, la restricción de tener a David en un cuarto absolutamente iluminado y, por supuesto, el toque de humor (y la referencia a la nacionalidad de ambas víctimas), cuando Mickey Mouse –el Mickey Mouse que el Jack fantasmal tuvo en sus manos, en la misma sala, cinco minutos antes- parece observar a David con una gigantesca sonrisa en el hocico (minuto 1:59 del clip). El éxito, pues, no es de Baker y su equipo, sino que va más allá de los prostéticos. El logro de Landis es que, en una sola secuencia, añadió elementos a la mitología cinematográfica del licántropo, tuvo las agallas para filmar sin mayores trucos en sus emplazamientos (sólo un sillón, una vez, esconde el cuerpo de David) y, en dos minutos, entró a los anales definitivos de la historia del horror.
Dicho esto, si la crítica y el gusto del público fueran justos, la secuencia que le hubiera valido el pase inmediato al cuadro de honor hubiera sido otra. Convertido en lobo, David sale del departamento de Alex –con la que ha empezado una relación- y empieza a comer londinenses. El lobo ataca a una pareja en un parque y, después, a un trío de vagabundos. Después se dirige al metro:
La cámara registra a un hombre trajeado, de rostro adusto y con un inglés digno de los Windsor, bajándose del tren en la estación de Tottenham Court Road. Mientras compra algo en una máquina antes de los túneles, el pasajero escucha un rugido. Landis, de nuevo, juega con el espectador: sabe que nosotros conocemos ese rugido –lo hemos escuchado antes- y que, por lo tanto, estamos un paso adelante del tipo que apenas lo ha escuchado por primera vez. La cámara apunta a la boca negra del túnel. La estación está vacía. Se vuelve a escuchar el mismo rugido, esta vez más gutural… más cercano. El hombre se da la media vuelta y camina rumbo a la salida. Pero sabe que algo lo acecha; sabe que el rugido provino de algo inhumano. El hombre sigue su paso, arroja miradas nerviosas hacia atrás. Finalmente, Landis cambia su perspectiva y regresa a la toma a ras de piso que caracterizó a la primera fantasía de David en el hospital.
Una vez más, el director le pide al espectador que recuerde que esa toma es exclusiva del lobo. La cámara se asoma por la vuelta de un túnel angosto y observa al hombre. El pasajero se detiene, se da la vuelta y, por primera vez en la secuencia, sabe más que nosotros: la audiencia no ha visto a la bestia, pero él sí.
Su diálogo lo dice todo:
PASSENGER
Good Lord.
Empieza la persecución. La cámara a ras de piso arranca a toda velocidad, detrás de su víctima. El pasajero corre despavorido por los túneles de la estación. Pierde su paraguas. Cae de bruces contra una escalera eléctrica. Su portafolio se abre, vertiendo decenas de hojas de papel sobre los escalones metálicos.
Y, ahí, Landis nos da un primer –inteligente por lejano- vistazo a la bestia:
Corte a cámara subjetiva. El lobo se acerca al pasajero. Se acerca.
Se acerca.
Y… corte directo a un león rugiendo dentro de un zoológico.
El mismo zoológico en el que David ha dormido, acurrucado entre su especie: una jauría de lobos.
Hasta este punto –y de aquí en adelante-, An American Werewolf in London se ha caracterizado por su renuencia a mesurarse. Exceptuando la secuencia inicial y el ataque en la estación de trenes, la cinta de Landis explora y exprime cada una de sus vetas hasta pasar el punto de ebullición. El truco de las pesadillas como presagio del destino de David culmina en una orgía de sangre en la casa del joven en Long Island (a manos de lobos bípedos vestidos como militares nazis); la paulatina descomposición de Jack lo convierte, en sólo dos días, en un cadáver verdoso y putrefacto; y la transformación misma es un delicioso exceso. Pero nada puede preparar a la audiencia para el desenlace:
Lejos de Alex, convencido de que es un hombre lobo, dispuesto a suicidarse, David sigue a Jack hacia adentro de un cine porno en Picadilly Circus. Ahí, rodeado de sus recientes víctimas, David se transforma por última vez. En esta ocasión, Landis usa una elipsis de tiempo: nos basta con ver un par de tiros para entender lo que se está llevando a cabo. La secuencia es, por decir lo menos, barroca. En la pantalla del cine se desarrolla la absurda trama de una cinta porno (dirigida por Landis, por supuesto), mientras que los recién asesinados le sugieren a David maneras poco dolorosas –pero seguras- de quitarse la vida.
HARRY
A gun is good.
JUDITH
You just put the gun to your forehead
and pull the trigger.
BRINGSLY
If you put it in your mouth, then
you'd be sure not to miss.
DAVID
Thank you, you're all so thoughtful.
Finalmente, la bestia vuelve a aparecer. Aquí, Landis comete el segundo grave error en la película (el primero es esa vergonzosa secuencia en la que David y Alex se acuestan por primera vez: una mezcla de comercial de jabón con los Red Shoe Diaries). Y el error que comete es el error más común en el cine de horror: decide enseñarnos al monstruo. Y no es que la bestia no convenza –una especie de perro del inframundo, más animal que hombre-, sino que le sustrae poder a las secuencias que le precedieron. Con Alien, Ridley Scott dio una cátedra de cómo mantener este suspenso. Sabía, pues, lo que Landis no: que la imaginación del espectador es mucho más poderosa que lo que vemos en pantalla. El lobo defrauda porque no está a la altura de lo que el pasajero de la estación de trenes exclamó al verlo. Es horrible, sí, pero es tangible. Ahí está, frente a nosotros, comiéndose a un pobre afanador del cine porno:
Pero era mucho mejor cuando estaba fuera de cámara y solo dentro de nuestra cabeza.
Lo que ocurre a continuación es el mayor exceso en una cinta saturada de excesos: una aparatosa secuencia en la que la bestia ocasiona un pánico en Picadilly Circus, causando decenas de choques y muchas, muchas más muertes. Finalmente, atrapado en un callejón sin salida, el lobo/David es ejecutado por un pelotón de policías. La película, como dice Landis en el magnífico documental/detrás de cámaras Beware the moon, le es fiel a su primera imagen, en la que Jack y David viajan arriba de una pickup.
“La película no es sutil”, dice Landis en Beware the moon. “La primera vez que vemos a Jack y David están rodeados de ovejas y al final ambos mueren”. Concuerdo, por supuesto. La cinta de Landis es explícita, directa y no es sutil (aunque jamás es obvia, ni mucho menos predecible). A fin de cuentas, ¿quién quiere sutileza cuando tenemos enfrente un coctel tan sui géneris –y tan irrepetible- como An American Werewolf in London?
Profesor adjunto de Cinema Studies en la Universidad de Edmonton. Autor de Kinesis o no Kinesis: ¡Cinema Verité!