Zeina Makki anda con la naturalidad de quien ha aprendido a medir sus pasos. Camina erguida. Su espalda no es solo un soporte, es una cartografía. A los doce le diagnosticaron escoliosis, esa deformidad con forma de “S” que se forma en la columna. A los catorce, dos varillas de metal entraron en su cuerpo y cambiaron para siempre la manera en que se mira y la miran. Cuenta las cirugías con la misma calma con la que enumera sus proyectos: no como una lista de heridas sino como episodios que la han construido.
“No es mi cuerpo el que me traiciona. Soy yo la que a veces lo empuja más allá”, dice desde Líbano. La frase no es autocompasiva; es proposicional: una regla de trabajo, un rastro que explica sus elecciones artísticas.
Nació en Kuwait en 1990 en una familia libanesa y regresó al Líbano a los 18 para estudiar Artes Audiovisuales en la Notre Dame University-Louaizé. Era buena en ciencias; quería ser arquitecta o doctora. Pero mientras estudiaba, con un walkman en los oídos, comenzó a componer historias para cada canción. De aquellas imágenes domésticas brotó otra inclinación: la de contar por la pantalla. Nadine Labaki, entonces directora de videoclips que parecían cortometrajes y hoy una de las más grandes figuras del cine libanés, fue su brújula.
Makki se dejó llevar por esa mezcla de urgencia y oficio: escribir, dirigir, actuar.
En unos días, llegará a México por primera vez como invitada de honor del Festival de Cine Libanés (FECIL), que celebrará su segunda edición del 26 al 28 en el Centro Libanés de la Ciudad de México bajo el lema “Cine para sanar”. Su nombre aún no ha resonado lo suficiente en las mesas de los programadores mexicanos; no es aún una celebridad local.
Llegará, más bien, como la cara nueva que trae otra geografía de sentido: el Líbano que no es solo noticia. La premisa que es también la intención misma del festival: tender puentes, subtitular historias que rara vez cruzan el Atlántico y mostrar que la filmografía libanesa también puede ser humor, familia, ironía doméstica, cotidianeidad. “El arte muestra lo que los medios no enseñan”, dice.
Esa convicción articula su trabajo. Para Makki, el cine no es evasión: es un aparato de escucha que permite enfrentar el trauma. En sus palabras, las imágenes pueden “sostener” aquello que la palabra sola no alcanza a nombrar: el dolor físico que no se cura, la violencia que atraviesa a un país, las secuelas silenciosas de la guerra. La directora de cine siria Hala Alabdallah, cuya frase inspira el festival –“el cine no salva la vida, pero puede salvar la dignidad de haberla vivido”–, aparece en la conversación como un pulso. Para Zeina, la dignidad es un procedimiento: poner en escena lo que duele y permitir que el público lo reconozca sin exotizarlo.
Su documental personal, Bent not broken, es exactamente eso: un dispositivo que transforma la experiencia corporal en narración pública. En el corto, Makki pone la cámara muy cerca –casi contra la piel– y habla de las noches con migrañas, de la quietud impuesta por la recuperación, de la manera en que la percepción del cuerpo se plastifica cuando el dolor se normaliza. La película ganó un reconocimiento en el Festival de Mónaco y, para ella, fue algo más que un trofeo: fue un acto de nombramiento. Hacer la película fue atender la memoria del cuerpo y devolverle sentido social.
La actuación, en su caso, funciona como terapia y como confrontación. Su primer gran papel en cine llegó a los veintidós años con Habbet Loulou: un rol que la posicionó en el mapa regional y le mostró el poder de la pantalla para alterar lecturas sociales. Pero la escena que la define en su propia biografía es otra: Noor, en una serie libanesa, una mujer que ejerce la prostitución para pagar el tratamiento de su padre enfermo, una enfermera con doble vida, un personaje que Makki defendió hasta convertirlo en suyo. No solo interpretó; reescribió. Dibujó un monólogo final con sus manos, lloró mientras lo escribía y, la noche de la emisión, vio cómo la audiencia pasaba de la condena moral a la empatía. Fue una pequeña revolución. “Me encontré defendiendo a un personaje que la platea quería castigar. Eso me dio mucha fuerza. Cuando la gente empatiza, algo se mueve”, recuerda.
Su activismo abarca la salud mental y la inclusión; impulsó la campaña “Bent but not broken” para acompañar a quienes viven con escoliosis y hacer visible una comunidad que rara vez aparece en el centro de la conversación.
Su cuerpo, que llevó silencio y vergüenza en la adolescencia, hoy trabaja como material dramático. No porque lo elija con teatralidad, sino porque su postura impone una forma de relación con el espacio: una columna que no cede, una torsión que obliga al director a repensar la puesta en escena. “No me han encasillado. Sí, mi postura me da una impronta; a veces no puedo inclinar la espalda como se espera en un movimiento clásico, así que invento un lenguaje propio: giro los hombros, juego con las manos, transformo la limitación en sintaxis”, dice. Esa estrategia es, en sí misma, un acto de creación: la dificultad corporal es materia dramática.
Líbano, mientras tanto, perdura en un extraño tiempo de producción. Las salas cierran, las crisis financieras estrangulan proyectos, el streaming impone nuevas economías. Makki no escapó a esa lógica: ha trabajado en producciones regionales –en Kuwait, en Estambul– y ha vuelto para contribuir a una escena que intenta sostenerse. También ha vuelto al teatro, no por nostalgia, sino para tocar el texto en vivo y recordar que la escritura nacional no ha muerto; que hay una capacidad de risa y de domesticar los grandes temas en historias de pareja, de vecinos, de familias ruidosas. Cree, con precisión, que el cine puede liberarse de la sombra de la guerra sin borrar sus huellas: “La guerra está en nuestra memoria; no podemos borrarla. Pero podemos contar otras cosas: amores, equilibrios, embustes domésticos. Eso también es resistencia”.
Esa resistencia tiene formas menores que, juntas, componen otra trama. Volver a montar caballos después de 16 años fue para ella un rito de sanación. Perder la vista temporalmente tras un accidente y recuperar la rienda de un animal es, en sus palabras, una metáfora perfecta: la distancia entre el miedo y la confianza. “Montar otra vez fue liberador. Fue decirle al cuerpo: te respeto, pero no te cedo todo”, dice.
En la Ciudad de México, cuando se proyecten los 15 cortometrajes y los cuatro largometrajes seleccionados por FECIL –todos subtitulados al español por primera vez–, la idea es que el público encuentre ese eco: historias que no buscan conmiseración sino reconocimiento; narraciones donde el dolor no es espectáculo sino condición compartida.
Makki viene a conversar, a dar una clase, a mirar; viene a decir que el cine puede conmover sin reducir, puede nombrar sin aniquilar. “Quiero que los libaneses acá se reconecten con su país –dice–. Y que los mexicanos comprendan que Líbano es música, comida, humor, contradicción. No solo ruinas”.
El cine, para ella, ha sido un centro de gravedad que permite sostener honduras. Ha servido para alinear su biografía con causas colectivas; para transformar el dolor en trama; para que la memoria no sea solo pesadilla sino punto de partida. Las varillas en su espalda no son un esqueleto de derrota: son una cartela, un título que acompaña la narración. Frente a la cámara, esas varillas brillan como una inscripción mínima: ya pasó; ahora cuenta.
Cuando se le pregunta qué espera del viaje a México, responde con la lucidez de quien mide los efectos: “Que vean que Líbano sigue vivo. Que sientan nuestras risas, nuestras contradicciones. Que entiendan que sanar es posible”. No promete milagros. Promete, en cambio, algo más humilde y rotundo: la posibilidad de encontrarse frente a una película y reconocerse herido y entero, torcido pero no roto.
Esa es la lección que trae: que la pantalla puede ser un lugar donde se procesen las pérdidas, un taller de reparación donde el público y el autor se miran y se devuelven la dignidad. Con dos varillas en la espalda y una filmografía que va armando un mapa de resistencias, Zeina Makki llega a México a mostrar que el cine, cuando está bien hecho, cura. ~
*Las autoras son directora de comunicación y directora del Festival de Cine Libanés.
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