“Cualquiera puede sentirse fuerte detrás de una pieza de metal. Yo prefiero conocer mi propia fortaleza”, dice con soltura, sonriendo, luciendo sus bíceps, la musculosa Jackie (Katy O’Brian), al tratar de explicar por qué lo suyo no es andar armada. En otras palabras, cualquiera puede apretar un gatillo, pero no todo mundo puede tener el cuerpo de esta hercúlea mujer de quien sabemos y sabremos muy poco. No importa: Amor, mentiras y sangre (E.U.-Reino Unido, 2024), segundo largometraje de la ascendente cineasta de culto Rose Glass (impresionante ópera prima Saint Maud, 2019) no pretende ser un serio drama psicológico ni nada por el estilo. El pasado de los personajes no importa mucho, como tampoco sus motivaciones: conocemos a las dos protagonistas de este violento y delirante thriller erótico por sus acciones y, también, a través de sus fluidos. Su saliva, su sudor, su sangre, sus lágrimas, sus vómitos, sus… ok, ya me entendió.
Jackie ha llegado a un pueblito fronterizo de Nuevo México, de camino hacia Las Vegas, en donde pretender participar en cierto concurso de físicoculturismo. Estamos a fines de los años 80, la década de Sylvester Stallone y Arnold Schwarzenegger, así que la búsqueda del cuerpo perfecto, musculoso, no está fuera de lugar, por más que Jackie sea una granjera salida de Oklahoma. En su paso hacia la gloria, Jackie entra a un gimnasio regenteado por una joven lesbiana, Lou (Kristen Stewart), quien apenas puede mantener la boca abierta en cuanto fija su mirada en las piernas, los brazos y las anchas espaldas de Jackie. El espectador sabe que acaba de presenciar un emblemático coup de foudre, ese abrasador y arrasador amor locosurrealista que no conoce decencia, moral ni límite alguno.
Jackie y Lou, los personajes creados por la propia cineasta en colaboración con su coguionista Weronika Tofilska, son no tanto esquemáticos o superficiales como viscerales y primitivos. Son criaturas que parecen haber salido de alguna pegajosa novela hard-boiled de Horace McCoy o Jim Thompson. Siguen sus impulsos más básicos –amorosos, sexuales, de poder– sin demasiada consideración por los demás: incluso los lazos familiares, llegado el momento, serán secundarios, echados a un lado o, incluso, vistos como una auténtica amenaza para seguir estando juntas.
Las referencias narrativas y genéricas de la cinta son transparentes: entre las películas serie b del Poverty row hollywoodense de los años 50 y los neo-noirs eróticos de los 80 y 90, en Amor, mentiras y sangre entramos al torcido escenario, caluroso y polvoriento, de esos pueblitos estadounidenses en donde puede pasar de todo, porque la ley no es más que un (mal)entendido que se compra con dinero. Esto lo sabe muy bien Lou padre (Ed Harris), el villanesco papá de Lou, dueño indiscutible del pueblo, amo y señor de todo lo que se mueva, incluyendo el gimnasio de su hija o el club de tiro en el que entra a trabajar Jackie, mismo que sirve de fachada para el lucrativo contrabando de armas hacia México. La presencia de Jackie en el pueblo será, pues, el catalizador no solo para el éxtasis sexual de la hosca y reservada Lou, sino para la confrontación final/familiar de Lou padre con su hija.
Rose Glass opta por una puesta en imágenes en el límite, engañosamente descontrolada. El thriller lésbico-erótico del inicio es interrumpido, cada vez con más contundencia, por interludios expresionistas a través de un montaje dislocado que mezcla la realidad (el pasado y el presente) con la fantasía (los sueños y las pesadillas). Esta decisión estilística, que puede resultar desconcertante, va dando frutos a medida que avanza la historia, por más que las claves de una película mucho más convencional sigan apareciendo: un asesinato inesperado, el ocultamiento de un cuerpo, la aparición de la policía. De esta forma, cuando aparecen imágenes abiertamente surrealistas hacia la segunda parte del filme, el espectador no puede llamarse a sorpresa. Desde las primeras escenas, Glass nos había advertido que todo puede suceder en esta película, y contra aviso, no hay engaño.
Lo que tampoco debería sorprender al respetable es el desempeño de Stewart, más allá de su convincente rapport sexual con O’Brian. Al lado de Emma Stone, aunque en un estilo muy diferente, Stewart se ha convertido en la actriz emblemática de su generación, no tanto por sus irrefutables éxitos taquilleros pop sino por la decisión de construir una carrera que lleve la marca de sus propios intereses. Al igual que la de Stone, la filmografía de Stewart puede entenderse como uno de los más depurados ejemplos del cine de autor contemporáneo a través de la elección de cada uno de sus papeles y a través de su actuación misma.
Tómese el caso de la Lou de Stewart: vemos su rostro, la forma en la que otea a su musculoso objeto del deseo, la manera en la que desvía la mirada o esboza una media sonrisa, y podemos adivinar lo que está pasando por su cabeza. No hay mejor actriz estadounidense de su generación para transmitir el acto de pensar que Stewart: al inicio no es más que es el deseo más puro, luego la genuina curiosidad por la mujer que tiene enfrente –cuando Jackie le dice que a la próxima le quite la yema a su omelette–, después el fascinado temor cuando se da cuenta de lo que la otra es capaz de hacer, y así sucesivamente, hasta llegar a ese sencillo acto de amor, cuando Lou trata de no despertar a Jackie de su sueño reparador. Así es como se demuestra el verdadero amor: dejar que duerma la pareja mientras uno se ocupa de algo insignificante. Hasta ternura da. ~
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.