En la desaparecida revista estadounidense de cine Film Comment solían publicar una sección titulada “Guilty Pleasures”, en la que el columnista invitado –generalmente algún guionista, cineasta o escritor– confesaba urbi et orbi el pecado de tener algunas películas favoritas que no provenían del canon oficial del buen cine. Alguien, por ejemplo, podía apuntar que estaba obsesionado con ciertos oscuros títulos del cine de serie Z, aquel otro podía anotar que no podía dejar de ver en loop intensivo algunas cintas de bañistas de los años 50, alguien más por allá escribía, disculpándose, que cada vez que podía volvía a ver las más baratonas y chafas películas de Ed Wood (o sea, todas).
El chiste de aquellos textos era tratar de explicar ese placer visceral, más que intelectual, provocado por ese “mal cine” visto, generalmente, en la infancia y adolescencia; justificar, pues, el susodicho “placer culpable” del “cine basura”. Debo confesar que, aunque algunos de esos artículos eran realmente iluminadores –te daban a conocer algún recoveco cinéfilo desconocido–, nunca entendí por qué uno debía sentirse “culpable” de disfrutar una película, aunque esta no apareciera en la lista de los mejores filmes de la historia según Sight and Sound. Después de todo, uno puede gozar viendo por enésima vez tanto Ciudadano Kane (Welles, 1940) como ¿Y dónde están las rubias? (Wayans, 2004). O, por lo menos, yo puedo.
Todo esto viene a cuento porque debo confesar que yo tengo mi propio placer culpable del que, en realidad, no siento culpa alguna. Me refiero al melodrama familiar/amoroso/lacrimógeno en el que me eduqué en la infancia viendo y volviendo a ver por la televisión películas de la Época de Oro del cine mexicano, como Azahares para tu boda (Soler, 1950); las telenovelas del Canal 2 antes de ser rebautizado como el Canal de las Estrellas, como el inolvidable culebrón Rina (1977-78); y, por supuesto, dobladas al castellano, algunas interminables telenovelas gringas como Dallas (1978-1991). Dicho de otra manera, ustedes denme una telenovela bien escrita, bien estructurada y, si se puede, bien actuada, y me tendrán pegado al televisor tejiendo una chambrita imaginaria.
Así estuve, nomás que sin agujas para tejer a la mano, durante la última semana del 2023 viendo en Paramount+ los ocho episodios de Compañeros de viaje (E.U., 2023), miniserie televisiva creada por el guionista Ron Nyswaner a partir de la novela Los Lavanda (Plata, 2023), de Thomas Mallon, publicada en inglés en 2007 y que ya había merecido una adaptación en forma de ópera en 2016. Nyswaner, nominado al Oscar por su canónico guion militante gay de Filadelfia (Demme, 1993), se ha tomado bastantes libertades con el libro de Mallon –ha disminuido el papel de ciertos personajes, ha creado otros nuevos, ha expandido temporalmente la historia– pero ha conservado su núcleo (melo)dramático central. Me refiero a la intensa historia de amor homosexual enclosetado de los dos protagonistas, el apuesto héroe de guerra WASP Hawinks “Hawk” Fuller (Matt Bomer) y el tímido anteojudo católico Tim Laughlin (Jonathan Bailey).
Anotar que los dos protagonistas gay están casi todo el tiempo en el clóset es redundante: la historia está ubicada, inicialmente, en el Washington de los años 50, cuando el senador Joseph McCarthy (Chris Bauer) y su infame sicario congresional Roy Cohn (Will Brill) no solo habían iniciado su cacería de brujas anticomunista, sino que también estaban dedicados a limpiar de “pervertidos” el gobierno estadounidense, así que las vidas privadas sospechosas no solo de cualquier político más o menos prominente sino también de cualquier empleado en el congreso o en la Casa Blanca estaban bajo el más completo escrutinio. Estados Unidos tenía que estar libre de rojos y de homosexuales –por más que Cohn, quien dirigía la cruzada, fuera él mismo un gay enclosetado.
El guion de Nyswaner ubica el centro de la historia, pues, en estos turbulentos y oscuros años 50, aunque desde el primer episodio queda claro que la intención es expandir el melodrama, pues vemos en qué situación se encuentran nuestros protagonistas 30 años después, en 1986: un encumbrado “Hawk” está viviendo en Washington, maduro, casado, ya con nietos, a punto de irse a Italia en una tarea diplomática, mientras que Tim está al otro lado del país, en San Francisco, en cama, contagiado de sida. Es decir, desde el inicio Nyswaner nos deja ver que por más apasionado que nos parezca el amor de estos dos hombres tan diferentes y de tan distintos temperamentos, es imposible que puedan estar juntos, no en los Estados Unidos de los años 50, 60 o 70, y menos cuando los dos trabajan para el gobierno, Hawks como un ascendente empleado del Departamento de Estado, Tim como un idealista asistente del anticomunista senador McCarthy.
Impecablemente producida hasta en el detalle más pequeño –lo que incluye una perfecta selección musical que escuchamos a lo largo de los ocho episodios y que cubre la vida de los dos personajes durante más de tres décadas–, Compañeros de viaje funciona tanto en su serio telón de fondo histórico/político –las sucias luchas de poder dentro del gobierno y en el interior del Senado en pleno macartismo– como en el desbordado tono melodramático que los realizadores nunca tratan de ocultar. Al contrario, la suntuosa partitura orquestal de Paul Leonard-Morgan acompaña en todo momento tanto los encuentros apasionados de los dos hombres –acaso las escenas homosexuales más sugestivas y explícitas que se hayan visto en la televisión del mainstream estadounidense– como sus inevitables desencuentros no solo amorosos sino profesionales y hasta existenciales a lo largo de las décadas. Ni Nyswaner, ni sus directores y mucho menos sus dos espléndidos actores principales le temen a la cursilería, como es evidente en esa escena clave en la que Tim, un poco pasado de copas y jugando a ser el sobrino de un serio y estirado Hawks, le empieza a cantar en pleno restaurante el clásico bolero cubano Quizás, quizás, quizás en la versión que hiciera famosa Desi Arnaz: Perhaps, perhaps, perhaps.
Compañeros de viaje no se avergüenza nunca de su raigambre melodramática, con todas sus virtudes –la emocionada y emocionante convicción con la que se cuenta esta trágica historia de amor gay– pero también con no pocos de sus defectos –la desaparición súbita e inexplicables de ciertos personajes o su inclinación a un didactismo histórico más que evidente–, con tal de que el espectador no se distraiga de lo más importante: cómo se atraen pero también se alejan estos dos amantes perfectos pero imposibles. Todo para llegar, en el último episodio, a esa sublime última línea que dice un personaje frente a un memorial colectivo, cual si se tratara de la llorosa Chachita de Nosotros los padres (1948) frente a la tumba de su mamá recuperada. Prepare los pañuelos… y las agujas para tejer chambritas. ~
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.