Como muchos, he sentido desde mi temprana formación cinéfila una atracción magnética hacia la figura de los muertos en vida en el cine. Podría mencionar acá mi fervor con Nosferatu de Friedrich Wilhelm Murnau y sus réplicas, como la fascinante serie de TV La hora del vampiro de los años 80 y la novela de Stephen King en la que se basa, Salem’s Lot.
Se trata en estos casos específicos de chupasangres bestiales, menos humanos y más animalescos, como el vampiro que bajo un inquietante maquillaje encarnó en 1922 Max Schreck: criaturas de la noche que me hacen pensar en el mal en estado puro, mudas, sombrías, sin la virtud de la palabra. Una fuerza oscura de la naturaleza vinculada a canteras telúricas fuera de la razón.
Por eso, cuando vi El Conde, la nueva película de Pablo Larraín, una comedia negra de fantasía sobresaliente, el tipo de vampiro que vi en pantalla me sedujo sin problemas, a pesar de salirse de la caja de mis gustos tradicionales.
El vampiro no es otro que el dictador chileno Augusto Pinochet, interpretado por Jaime Vadell. A sus 250 años de edad, Pinochet está aburrido de la vida, o más bien de la muerte. Se rehúsa a seguir bebiendo sangre de corazones humanos licuados en la juguera y en su residencia oculta en el fin del mundo recibe la visita de sus hijos: un grupo de adultos no muy competentes. Por eso, justifica el mismo Pinochet de ficción, debió incurrir en un “malentendido de cuentas” (en otras palabras, el robo), porque “mis hijos no saben trabajar”.
El Conde tiene como premisa literal y figurada el ajuste de cuentas. Una monja infiltrada (Paula Luchsinger), que se hace pasar por miembro de “la familia militar”, asume el rol de experta contadora para ordenar las cuentas y dineros y valores que puedan servir de herencia para la inútil prole. Pero también, en plan secreto, ajustar otro tipo de cuentas: no las mismas que podría tener un héroe como Van Helsing, ya que nada es lo que parece.
El Conde es un golpe en la quijada en estos tiempos de conservadurismo global. Cuando vemos el triunfo de Milei en Argentina y el extendido negacionismo en Chile respecto a la violación de derechos humanos durante la dictadura, la película de Larraín ofrece un agitado cóctel de revisionismo histórico filtrado, sin duda, por el humor negro.
Larraín siempre ha mantenido en sus filmes una posición crítica respecto del modelo social que se aplicó en Chile a partir de la cruenta dictadura de Pinochet. Así lo demuestran su debut en Cannes, con la espléndida Tony Manero en 2008: una exploración de la mente desquiciada de un país tomado por las armas mediante el caso particular de un asesino en serie cuyo única gran razón para vivir (y matar) es imitar al personaje de John Travolta en Fiebre de sábado por la noche. Larraín también puso el dedo en la llaga con No, de 2012: una reconstrucción ficcionada con Gael García sobre la campaña electoral que logró sacar del poder, por la vía democrática, a Pinochet.
Ahora, el director vuelve a la figura del dictador chileno, pero en un registro novedoso en su filmografía: la sátira más atrevida que uno puede encontrar en el concierto de discursos (artísticos, sociales, políticos) chilenos, donde lo que impera es la corrección política, la falta de riesgo y el apego a la zona segura. La película de Pablo Larraín es una farsesca y sorprendente opereta que convierte a un siniestro fantasma de la historia de Chile en un espanto de vida eterna, tal como lo son al parecer las ideas y disvalores que inoculó el dictador a la fuerza en la sociedad chilena.
Que el golpe en la quijada al status quo conservador y pinochetista venga desde el mainstream de Netflix, cuyo alcance global es enorme, y con la rúbrica de uno de los mejores cineastas actuales del país, es un remezón que pone a prueba los límites invisibles y no dichos entre lo que está permitido decir en público y lo que realmente se puede criticar del estado de las cosas. La disidencia al modelo neoliberal impuesto por la dictadura actualmente es visto como algo impropio y que debe ser acallado. Tras el estallido social de 2019, que reivindicó distintas luchas sociales, ahora el movimiento del péndulo histórico tiene a Chile sumido en un conservadurismo alarmante, con un consejo constitucional, por ejemplo, liderado por fuerzas de ultraderecha.
El Conde, entonces, va a causar escozor en una buena parte de la sociedad chilena. A la vez, incomoda a cierto público progresista y de izquierda, que no perdona el atrevimiento de satirizar la dictadura. Y tampoco perdona que dicha parodia la haga Pablo Larraín, quien proviene de una familia tradicionalmente de derechas (aunque él mismo no lo sea).
Larraín, en cualquier caso, logra una puesta en escena soberbia. Sus años de experiencia rinden frutos en esta superproducción –para los estándares del cine chileno– que cuenta con un ramillete de notables actores en estado de gracia. Vadell como el dictador-vampiro respira una cómica indolencia. Luchsinger, la gran antagonista del vampiro, brilla en un rol que de seguro le reportará más protagónicos en el futuro.
Cuando en la pantalla de cine o televisión los espectadores puedan apreciar las secuencias de vuelo de los muertos vivos, logradas con impresionante pericia técnica y que se sienten y ven de lo más reales, podrán concluir como yo que esta pieza única y extravagante respira una libertad creativa envidiable.
Sana envidia, se aclara desde ya. Perdonando el “yoísmo”, yo mismo como novelista escribí en 2017 el inicio de una trilogía literaria publicada en Chile por Editorial Hueders, conformada por las novelas Allegados, Casa propia (2019) y la venidera Educación superior. Esta trilogía incluye la subtrama de un vampiro llamado Mihai que desea regresar a su forma humana. Mihai quiere dejar su condición bestial, aristocrática y de dominador para con sus sometidos. El uso del recurso de la fantasía y el terror y del vampiro, aún lo recuerdo, provocó la censura y extrañeza de parte de algunos editores cuando buscaba casa editora. Eso fue hace seis años. Y el prejuicio continuó después, pese a los premios y críticas favorables obtenidas por mis novelas.
¿Qué quiero decir con esto? Que es de sumo respetable que Pablo Larraín se haya atrevido a abrazar un tipo de producto cultural escaso en las industrias creativas de mi país. Hacer fantasía y vestir las ideas con las ropas de un Nosferatu moderno requiere ir contra la corriente, por lo menos en Chile. Y para qué estamos con cosas, también en el mercado global.
Que el cine chileno tuviera en competencia en el Festival de Venecia una película como El Conde, que acabó ganando el premio a mejor guion, habla de lo interesante y atractivo que está pasando en el campo creativo en mi país. Si hablar de estos tópicos sonaba a una locura y era considerado por una élite cultural como una delirante y estéril acción hace algunos años, ahora estamos presenciando un acto de prestidigitación. Un acto realmente mágico, más allá de que en la pantalla de cine la gente levite, tenga colmillos y posea vida eterna.
El Conde se estrenará en Netflix el 14 de septiembre, y en algunos países llegó a salas desde el 7 de septiembre. Si pueden, véanla en pantalla grande. La fotografía, el diseño de arte, la puesta en escena son soberbios. Los efectos especiales por sí solos, aislados, al vacío, claro, no tienen valor semántico de mayor espesura. Pero estos trucos aplicados como lo están acá, entrelazados para dar vigor y realce a las ideas madre de El Conde, son un combustible valioso capaz de levantar cualquier muerto del sarcófago.
La punzante crítica que hace El Conde contra el feroz individualismo, los agobiantes materialismo y arribismo y la obsesión ciega por el dinero poseen un reflejo concreto en la sociedad chilena actual. Y ahí está de prueba el paisaje del valle central visto desde las alturas, con la torre fálica más alta de Sudamérica, mientras el espíritu del Pinochet deconstruido como un chupasangre de la vida nacional sigue presente y vivo volando sobre nuestras cabezas. El chiste, así las cosas, se cuenta solo. ~
(Santiago de Chile, 1972) es escritor, periodista, académico y crítico de cine. Dirige el sitio Nerdnews.cl.