Foto: Harald Krichel, CC BY-SA 4.0, via Wikimedia Commons

“No me interesa filmar estructuras convencionales.” Entrevista con Pablo Larraín

El director chileno Pablo Larraín habla sobre “María”, su cinta más reciente, en la cual explora la alienación de una diva consumida por su propia inmortalidad.
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Durante ya casi 20 años, Pablo Larraín ha ejecutado un acto de equilibrio de dificultad extrema: conciliar las preocupaciones idiosincrásicas de su tierra natal, Chile, con el éxito en el circuito internacional. Con acceso a estrellas hollywoodenses y presencia recurrente en Cannes y Venecia, pero respaldado por la credibilidad propia de un cineasta mayor, Larraín, de 48 años, se ha consolidado como uno de los pocos directores capaces de filmar de manera constante sin perder personalidad autoral.

El balance ha sido notable. Conformada por once largometrajes y dos series de televisión (Prófugos, Lisey’s Story), su obra se puede agrupar grosso modo en dos esferas temáticas. La primera lidia con los traumas del Chile reciente: una tragicomedia sobre un inescrupuloso hombre de mediana edad  obsesionado con John Travolta durante el régimen de Augusto Pinochet (Tony Manero, 2008); el relato de las vicisitudes de un empleado de la morgue en las horas cercanas al golpe contra Salvador Allende (Post mortem, 2010); la historia de la mercadotecnia responsable de ganar el plebiscito contra la dictadura (No, 2012); una sátira sobre un grupo de sacerdotes exiliados por pecados de perdón imposible en una localidad costera (la negrísima El club, 2015); un relato lúdico que imagina la persecución de Pablo Neruda como noir detectivesco (Neruda, 2016); un asalto sensorial reggaetonero orientado a subvertir las ideas tradicionales de maternidad (Ema, 2019); y una farsa fantástica que de plano concibe literalmente a Pinochet como el vampiro supremo del neoliberalismo (El Conde, 2023).

La otra esfera está compuesta por Jackie (2016), Spencer (2021) y María (2024), una trilogía abocada a explorar momentos críticos de mujeres icónicas del siglo XX: Jacqueline Kennedy, Diana Spencer y María Callas. En papel, este tríptico de melancolía burguesa –la trilogía ¡Hola!, la llaman sus detractores– parece estar situado a años luz de los temas de sus cintas chilenas; vistas de manera desprejuiciada, marcan un punto de ruptura en la evolución de un cineasta dedicado a reflexionar en torno al impacto de los traumas históricos en la forma como construimos nuestra identidad, tanto individual como colectiva. El interés de Larraín no radica en construir cronologías del martirio, sino en explorar la alienación derivada de la fama, las expectativas y las estructuras de poder que rodean a estas mujeres.

Como suele sucederme con muchas de tus películas, hubo un momento en María en el que sentí que estaba viendo una película de vampiros. En el caso de la Callas, un vampiro abrumado por su propia inmortalidad. Amado por sus sirvientes, pero totalmente solo. En El Conde lo expresas de manera literal, claro, pero todos tus personajes tienen algo de vampírico.  ¿De dónde sale esta obsesión?

Esa es tu interpretación y la celebro. Todo bien. Ahora, ¿qué produce esa percepción? No sé. El mismo ejercicio cinematográfico tiene algo de vampírico: juega con la idea de trascender el tiempo, de capturar algo y volverlo permanente. Lo veo más en algunas que otras. Me gustan los personajes sombríos. Varios de mis protagonistas luchan contra una de las crisis esenciales del vampirismo, que es la inmortalidad. Está presente en El Conde, evidentemente, pero también en los sacerdotes de El club, quienes persiguen la vida eterna a través de un proceso de santificación católico. Está presente en María también. Cuando muere a los 53 años, ella estaba consciente de que había cambiado la música para siempre y alcanzado la eternidad.

Los vampiros también son depredadores. Pienso en el Pinochet de El Conde, en los sacerdotes de El club, pero también en Tony Manero, por ejemplo.

Cartel promocional de Tony Manero, de Pablo Larraín.

Sí, por supuesto, aunque Tony Manero es mortal. María era más depredada que depredadora. Frágil, imperfecta. Sabía que la ópera se encuentra lejos de ser una interpretación meramente técnica; cada vez que cantaba ardía lentamente, y llegó el punto en que la llama se fue extinguiendo hasta desaparecer. María era una mujer consciente del consumo existencial que implica la inmortalidad.

En Jackie, Spencer y María te preocupa más explorar tonos y texturas fantasmagóricas que narrar linealmente la historia de los personajes. No sorprende que el espectador en busca de un biopic convencional termine exasperado. ¿Qué tanto separas al mito de la persona? ¿Te interesan sentimentalmente, o las ves como camino hacia universos iconográficos más amplios? ¿Cuánto amas a estas mujeres?

Ambos procesos están súper vinculados. Entiendo que hagas la división, pero para mí todo es parte del mismo engranaje. Son mujeres que estuvieron vinculadas a grandes fortunas y familias, como los Kennedy y la realeza inglesa. Si bien encontraron una forma de sosiego en las relaciones que establecieron con estos hombres y sus apellidos, también descubrieron que su existencia era mucho más vasta que esos vínculos. Tenían algo que hacer y que decir. Se crea una dialéctica sobre cómo los iconos culturales viven la intimidad. Son un misterio. En el contexto de la segunda mitad del siglo pasado, esta fricción genera un magnetismo gigantesco. Como todo héroe clásico, intentan escapar de la tragedia. La paradoja es que mientras más intentan huir, más terminan hundiéndose en ella. Por otra parte, me interesa personalmente lo femenino: indagar en cosas interesantes y atractivas. Intentamos capturar esa feminidad con actrices que pudieran cargar con ella. Finalmente, estas películas existen gracias a sus actrices, quienes fueron capaces de crear estos personajes. Las tres cintas intentan habitar la percepción del personaje, y ahí es donde ocurre lo que decías, lo que las aleja de ser biografías convencionales. No me interesa filmar estructuras que permitan saber cómo crecieron y qué ocurrió a lo largo de los años, sino que intento habitar cómo perciben las cosas. No es que yo quiera ver cómo interactúan con el mundo, lo que deseo es ver el mundo a través de ellas.

¿Por qué decidiste terminar María con “An ending (Ascent)”, de Brian Eno?

Sentí que había un punto en la película donde ya no se podía escuchar más ópera. Ya estuvo, ya pasó. También estaba pendiente definir la música de los créditos. Yo tenía ya metida esa música en el corazón. Así que cuando filmamos las claquetas que marcan los actos en los que está dividida la cinta, escribimos “An ending (Ascent)” para señalar el episodio final. La pieza funciona porque crea el espacio para un momento de transición. Ante la muerte de María, los personajes secundarios quedan solos, extraviados, preguntándose dónde están, qué pasó, qué viene ahora. La música genera de inmediato un tono de nostalgia y pérdida. Adoro a Brian Eno. Para mí es uno de los grandes genios contemporáneos. No fue una decisión racional, realmente.

Escena de María, de Pablo Larraín.

Es el momento más emotivo de la película. Finalmente, ya pasada la temporada de premios, ¿qué películas recientes te han llamado la atención?

Anora y La semilla del fruto sagrado. Esas dos están súper recomendadas. ~


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