Hasta donde recuerdo, siempre quise ser un gángster. Entre muchas otras cosas, pues: también he querido ser periodista –la culpa es de Robert Redford en Todos los hombres del presidente—, encargado de una tienda de discos –el responsable es John Cusack en Alta Fidelidad— y periodista musical –la culpa la tiene Philip Seymour Hoffman en Casi Famosos—. Pero, principalmente, gángster. Pocas cosas tan seductoras como saberse poseedor y manipulador de la ley; poco tan emocionante como convertirse en un quebrantador de lo establecido, en un destructor de las reglas.
Y, de todos los hombres que uno podría escoger como responsables del impulso de ser un criminal –De Niro en Fuego contra fuego, Pacino en El Padrino II; quizá Gabriel Byrne en Miller’s Crossing o hasta Steve Buscemi en Boardwalk Empire—, yo no escogería a ningún otro sobre Joe Pesci.
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Pensemos en Joe Pesci como lo que es: un ítalo americano con setenta años cumplidos, de escasos metro y sesenta y cuatro centímetros. Su aspecto, en la calle, podría resultar hasta risible, de no ser porque conocemos su furia por el cine: Pesci ganó fama en los ochenta por algunos papeles en los que acompañó a Robert De Niro como su fiel escudero. Sea como gángster –tal vez lo recuerden por películas como Buenos Muchachos, una película allí de un tal Martin Scorsese— o como hermano –quizá hayan visto Toro Salvaje, del mismo director— o como gángster de nuevo –allí Érase una vez en América, de otro desconocido, Sergio Leone—, Pesci inauguró un estilo de actuación, una forma de presentarse a sí mismo que ha perdurado en el tiempo y en el cine. El tipo es pura explosión de energía y rabia; algunos de sus personajes son fanfarrones incorregibles pero, a diferencia de la mayoría de los fanfarrones incorregibles, los suyos no tienen empacho en quebrar una botella en la cabeza de un tipo del que sospecha le quiere bajar la vieja a su hermano. Pesci comenzó los ochenta golpeando en nombre de Jake La Motta:
Y le dio la bienvenida a los noventa vaciando su revólver en un joven Michael Imperioli:
Ambas escenas reverberan con fuerza en el cine gangsteril de años posteriores. La primera, aunque no es estrictamente cine de gángsters tanto como una trifulca de bar, tiene un eco importante: el tipo golpeado no es otro que Frank Vincent, que interpretaría a Phil Leotardo en Los Soprano. La segunda escena, contenida en la que acaso sea la epítome del cine de gángsters, Buenos Muchachos, presenta a otro futuro actor de Los Soprano –Michael Imperioli, el joven Spider— siendo asesinado por Tommy DeVito. DeVito, el súmmum de la escuela de actuación Joe Pesci, es seriamente retomado por Tony Sirico en su papel de Paulie Gaultieri, también en Los Soprano. La serie de David Chase es heredera y deudora del cine del crimen de Scorsese.
La sombra de Pesci es bastante más larga que su metro sesenta y cuatro de estatura.
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Un buen actor que sabe hacer comedia suele ser un excelente actor. La comedia es difícil: hacer reír es una labor titánica en la que incluso gente con varios años en el oficio tropieza. Mi Pobre Angelito, aquel clásico del cine permanencia voluntaria de canal cinco, es una de las grandes películas de comedia de los noventa. En ella se vieron reunidos los talentos de John Hughes, Macaulay Culkin, Daniel Stern y, por supuesto, nuestro gángster favorito. El mérito a nivel actoral de Pesci en esta cinta se encuentra en la traslación de su papel de gángster serio –poco glamuroso, impulsivo, lépero hasta el paroxismo— en un ladronzuelo de poca monta que comparte los mismos rasgos, pero en cierto tono de burla, de parodia autoreferencial. Pensemos, por ejemplo, en la forma en la que maldice entre dientes su personaje,
y veremos que no está tan alejada de la forma en la que mienta madres y manda al infierno a medio mundo en Buenos Muchachos.
Por supuesto: no olvidemos su famoso desplante con el gorrito en llamas, momento que hizo las delicias de todos los que nos sentamos frente a un televisor a verlo:
(Pocos gritos tan recordados en materia de comedia en el cine.)
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Pesci estuvo en dos obras clave de los años noventa, en dos directores que ya no alcanzaron las mismas cotas de nuevo: en JFK, aquel exceso narrativo de más de tres horas en el que Oliver Stone desfogó sus obsesiones al tiempo que alcanzaba el que quizá sea su nivel más alto en el quehacer fílmico, y en Casino, la última mancuerna –hasta ahora— entre el director y De Niro. En la primera interpretó a David Ferrie, un ser que sería hilarante de no ser patético: siempre con una peluca enorme calzada en la cabeza y unas cejas falsas que solo resaltan su alopecia, es perseguido y señalado como uno de los tantos posibles colaboradores en el asesinado de Kennedy. Este Ferrie es bastante menos impactante que las colaboraciones gangsteriles de Pesci, pero igual de significativo para el intérprete: es, nuevamente, el actor colocándose en una posición poco cómoda, ligeramente inexplorada para él, desde la cual busc alguna otra arista posible a sus facultades interpretativas. Eso fueron también los noventa para Pesci: un período de exploración.
Casino es la última gran película que hizo Pesci. En parte por él mismo pero también por la conjunción de talentos: está Scorsese, de nuevo; está el enorme De Niro en uno de sus últimos grandes papeles –¿en serio a nadie le emociona que De Niro haya estrenado Casino y Heat el mismo año?— y está un guión impecable filmado con mano no menos impoluta. Aquí, Pesci está en la última gran eclosión de rabia de su carrera: el papel de Nicky Santoro. Entre otras varias chuladas, su personaje apuñala a un cristiano con una pluma y le suelta veintiún fucks en diversas encarnaciones en dos minutos de discusión con :
La mención a De Niro vale por el contraste entre ambos actores: De Niro, apasionado incontenible de la actuación, ha dedicado sus años recientes a la encarnación de los más diversos papeles, lo que injustamente le ha ganado burlas y escarnio público. Pesci, por el contrario, se ha mantenido en un discretísimo segundo plano, y sus participaciones en cine han sido pocas después de su retiro de la actuación en 1999 –del que solo ha vuelto en dos ocasiones: para un cameo en El Buen Pastor, dirigida por su buen amigo De Niro, y para protagonizar una intrascendencia llamada Love Ranch—. No está mal dedicarse al oficio hasta quedar extenuado- el caso de De Niro, Pacino y algunos otros—, pero tampoco está mal retirarse después de haber hecho y dicho lo que uno tiene que hacer: acaso lo segundo sea un acto de valentía de considerables dimensiones. Joe Pesci es una encarnación de ese acto de valentía.
Luis Reséndiz (Coatzacoalcos, 1988) es crítico de cine y ensayista.