Cuando ya ha transcurrido poco más de la mitad de la edición número 26 del Festival Internacional de Cine de Guadalajara, es posible hacer algunas constataciones y confirmar algunas expectativas. El festival se ha caracterizado por muestras de desorganización y descortesía, a veces groseras, y en el terreno estrictamente cinematográfico hay, como se verá, buenas y malas (a veces muy malas) noticias.
Como cada año y desde hace ya no sé cuántos años, la sección que aglutina la ficción mexicana en competencia es la más floja, y si acaso hay una novedad, ésta es la pobreza de algunos ejemplares que se sustentan en la emulación o en el vil fusil, como un Taxi Driver chilango (Reacciones adversas de David Michán) y una “Lolita” tampiqueña (Flor de fango de Guillermo González). Hay también comedias fallidas que dan más pena que risa: una familiar al estilo Hollywood (Aquí entre nos de Patricia Martínez) y una sexenal al estilo México (El efecto tequila de Leon Serment). Queda la sensación una vez más de que las ficciones mexicanas no son importantes ni siquiera para los que las hacen, e invariablemente regresan un par de preguntas: ¿para qué las hacen?, ¿para quién? De la quema se salva El premio, ópera prima de la argentina Paula Markovitch, que registra el drama de una madre y su hija que se esconden de la dictadura argentina. A diferencia de las demás, en la factura y desarrollo de ésta, sí quedan huellas de honestidad y vísceras.
Como de costumbre y como se esperaba, ofrece mejores cuentas la ficción iberoamericana, en particular “la delegación española”. Amador de Fernando León de Aranoa recoge con calidez y humor los dilemas de una sudamericana que vive en España y tiene problemas económicos y conyugales. 18 comidas, del gallego Jorge Coira, es un afortunado experimento que se estructura alrededor de las comidas del día, apuesta por la improvisación en la actuación y pasa el umbral del documental. También la lluvia de Icíar Bollaín sigue a un equipo español que, mientras filma en Bolivia una película sobre Colón, es testigo del conflicto por la privatización del agua; el resultado alberga una emotiva y actual toma de conciencia sobre el colonialismo.
Entre lo mejor de la sección se ubica Postmortem, del chileno Pablo Larraín, que transcurre en los días anteriores y posteriores al golpe militar pinochetista y por medio de un empleado de la morgue exhibe la miseria moral que sirvió de caldo de cultivo a la dictadura. También ha llamado la atención un road movie venezolano, El chico que miente de Marité Ugás, que sigue el viaje por la costa de un chamaco, mismo que es pertinente para dar cuenta de la mezquindad ambiente.
Mención aparte merece una joya fuera de concurso, Memorias del desarrollo del cubano Miguel Coyula. Éste se inspira en “una novela de Edmundo Desnoes”, reproduce estructura y situaciones de Memorias del subdesarrollo, la mítica cinta de Tomás Gutiérrez Alea, y da un giro a lo vivido por su protagonista, que ahora reflexiona con prodigiosas dosis de lucidez y cinismo, desde Nueva York, París, Londres y Tokio, tanto sobre la revolución cubana como sobre las miserias del capitalismo occidental.