Glee, el nuevo fenómeno de la televisión norteamericana, tiene una premisa que debe haber hecho salivar a más de un ejecutivo de estudio: un grupo de chicos de diversas razas, pesos e inclinaciones sexuales decide integrarse al club que le da nombre al programa: una especie de American Idol versión preparatoria en donde, dirigidos por un bondadoso profesor de español con ambiciones de estrella de Broadway, los estudiantes cantan con perfecta armonía y bailan con impecable coreografía canciones famosas y, en general, cursis (“Don´t Stop Believing”, “Sweet Caroline”, “Take a Bow” de Rihanna). Mezclando el hambre de fama de la cultura norteamericana –que queda patente con el éxito del ya mencionado American Idol– y sentimientos de rectitud política tan en boga en tiempos de Obama, Ryan Murphy, el creador de Glee, ha armado un espectáculo que da la impresión de apelar a las aspiraciones del que se siente diferente y, al mismo tiempo, reconfortarlo al asegurarle que Murphy y los Glee Kids son uno de ellos.
El tema de Glee es apuntalado sin pudor: la felicidad está en asumir nuestra identidad. Be yourself. Murphy nos presenta su mensaje con la misma sutileza que podríamos esperar de una telenovela. Pero esto no es una queja. Después de todo, la narrativa de Glee es un péndulo que va desde la comedia facilota y veloz propia de la televisión norteamericana hasta un melodrama de soap opera, lleno de lágrimas y Momentos Díficiles de la Adolescencia y todo ese territorio que huele a Beverly Hills 90210. Aplausos para Murphy por hacer que este híbrido entre Broadway, María Mercedes y Arrested Development funcione. Cada capítulo dura más de cuarenta minutos e incluye varios cortes musicales, y, no obstante, la trama no se detiene para respirar un segundo; los guiones son suficientemente hábiles como para delinear a los personajes sin desbordar el carácter compacto de la serie.
En suma, los problemas de Glee no están en su manufactura ni en cómo fue concebido. El problema tampoco está en sus histriones (aunque la mayoría de ellos son incapaces de dar un solo registro auténtico cuando están lejos de un micrófono). El problema es que la serie no se decide entre ser una fábula o no. Ciertamente Murphy parece comprender que los problemas a los que se enfrentan sus protagónicos son verdaderos: una porrista que queda embarazada a pesar de ser la presidenta del club de celibato, un chico amanerado que finalmente sale del clóset con su padre (que es, por supuesto, un mecánico machorro), la narcisista estrella del club que fue criada por dos padres homosexuales. Glee no escatima a la hora de tocar temas serios y potencialmente difíciles de manejar. Y, sin embargo, el mundo que presenta huele a plástico, se siente como un escenario, y el saborcito ultra kitsch de sus números musicales empalaga. Ver varios capítulos al hilo se siente como estar atorado en Las Vegas por una semana: así como Sin City es la ciudad de las réplicas, en donde no está la Torre Eiffel pero está la otra Torre Eiffel, y donde el Coliseo no es el Coliseo sino una arena para conciertos, Glee presenta réplicas artificiales de situaciones que, claramente, tienen un anclaje en la realidad. Por lo tanto, el mensaje que manda Murphy peca de hipocresía. ¿Be yourself? Lo que este programa parece decirnos es que los diferentes sólo tienen espacio en universos sintéticos e ilusorios. Esta ironía pasa de noche por los creadores de Glee. Lo preocupante es que el show da la impresión de querernos decir que así es la vida: que para salir del embrollo que presupone un embarazo no deseado a los 17 años lo único que hay que hacer es entonar una canción de Rihanna frente a un auditorio.
Me quedo con Corazón Salvaje. Por lo menos ahí sé que tanto yo como el productor sabemos que lo que vemos en pantalla es pura fantasía.
-David Andreu