Cuando, en Psicosis (1960), la mamá de Norman Bates sorprendió a Marion Crane en la regadera, Alfred Hitchcock le regaló al cine de horror dos elementos que serían cruciales en los años por venir. Más allá del demencial montaje del asesinato del personaje interpretado por Janet Leigh, con 78 emplazamientos de cámara y 52 cortes en 45 segundos, hay un elemento central en la puesta en imágenes de la escena: gracias a la cámara subjetiva, atestiguamos el crimen tanto desde el punto de vista de la perpetradora, la psicopática Madre, como de la víctima, la desafortunada Marion. El uso de la subjetividad no era extraño en el cine de Hitchcock: esta fue una de sus armas preferidas para involucrar al espectador con algún personaje. Pero en este caso el cineasta británico la usó con el objetivo de colocarnos en el maremágnum de la acción, cambiando la posición entre la víctima y el victimario, a ritmo de un cuchillazo limpio.
El segundo elemento es, por supuesto, el arma. El enorme cuchillo con el que Madre asesina a Crane se convirtió, en los años por venir, en el objeto predilecto de un personaje, protagonista de una fórmula creada por Psicosis, el indestructible asesino psicópata del popularísimo slasher film: una película de horror donde un misterioso enmascarado escabecha a todo el reparto con un cuchillo cebollero o algún arma similar. Aunque, en sentido estricto, el primer slasher film fue Residencia macabra (Clark, 1974), donde un grupo de universitarias son acosadas telefónicamente y diezmadas por el infaltable psicópata, el primer auténtico clásico del subgénero fue Halloween (1978), de John Carpenter, con Michael Myers como el maniático asesino enmascarado y Jamie Lee Curtis –la hija de Janet Leigh, la primera víctima slasher– como la joven asediada por el criminal.
Carpenter perfeccionó los elementos propuestos por Hitchcock en Psicosis: la puesta en imágenes subjetiva, a través de la cual el espectador participa vicariamente en los asesinatos cometidos por Myers –¡ese plano secuencia del prólogo!– y la contundencia con la que este último utiliza el cuchillo para eliminar a cualquiera que se le ponga enfrente. Por supuesto, el exitoso Myers tuvo descendencia: el también enmascarado Jason Vorhees, de la saga iniciada con Viernes 13 (Cunningham, 1980) y el achicharrado manos de tijera Freddy Krueger, de la onírica y chocarrera Pesadilla en la calle del infierno (1984), dirigida por Wes Craven. Fue precisamente este último quien hizo la primera, y más exitosa, deconstrucción del subgénero en Scream: grita antes de morir (1996), cuando la fórmula slasher ya empezaba a mostrar signos de un obvio agotamiento, en los personajes, los escenarios y los procedimientos narrativos.
Scream y sus tres secuelas –la cuarta está programada para estrenarse el año próximo– desmontaron con toda precisión las claves formales y temáticas del subgénero sin dejar de funcionar como auténticos slasher films, es decir, sin dejar de lado la amenaza del asesino enmascarado que aparece blandiendo el cuchillo cebollero de siempre. A esta estirpe pertenece la trilogía La calle del terror, conformada por La calle del terror (parte 1): 1994, y sus dos precuela-secuelas, La calle del terror (parte 2): 1978 y La calle del terror (parte 3): 1666, estrenadas hace unas semanas en Netflix. La trilogía, una libre adaptación de Zak Olkewicz y Leigh Janiak de algunos libros de la saga homónima escrita por R.L. Stine, ha logrado revitalizar la fórmula slasher, al tiempo que ha propuesto nuevas vías tanto en la forma como en el fondo.
El tríptico inicia con una escena que funciona como cita, saqueo y homenaje a las raíces del subgénero –me refiero a Residencia macabra y a su capciosa deconstrucción realizada por Wes Craven en Scream–, pues en la primera parte de La calle del terror vemos cómo una joven empleada de un centro comercial recibe una amenazante llamada telefónica que termina en su propio asesinato a puñaladas, cometido por un misterioso enmascarado que resulta ser uno de sus mejores amigos. Este guiño no es el único que Janiak lanza a los clásicos del slasher: la segunda parte de la trilogía, que en sentido estricto es una precuela, está ubicada en 1978, año del estreno de Halloween. El escenario, un campamento de verano, parece ideal para que Jason Voorhees haga de las suyas, aunque en este caso el psicópata no utiliza un cuchillo, sino una enorme hacha para destazar a un inocente grupo de jovencitos.
A lo largo de las tres cintas hay una influencia clara que los guiones de Janiak y Olkewicz no solo no ocultan, sino que presumen: la sombra de Stephen King. Ya sea porque Shadyside, el anónimo pueblito estadounidense donde ocurre la historia de los tres filmes, es pariente cercano de Derry, ciudad donde se ubican varias novelas de King, incluyendo la clásica Eso (1986), o porque en la segunda parte –la mejor de la trilogía– dos de los jóvenes protagonistas son ávidos lectores de Carrie (1974), o porque en el fondo de las tres cintas descansa un tema recurrente en la obra de King, que es el oscuro pasado en el que está fundado no solo el sueño americano, sino la misma idea de los Estados Unidos. La influencia de King es aún más clara cuando nos damos cuenta que el origen de los males de Shadyside, la “capital del crimen”, se debe a un pecado de origen y sobrenatural perdido en el tiempo.
Al inicio, anoté que la fórmula del slasher consiste en dos características fundamentales: el uso de una puesta en imágenes subjetiva, que convierte a los espectadores en participantes activos de los crímenes, y el protagonismo del psicópata con su filosa arma. La calle del terror, sin embargo, propone una alternativa para ambos: frente a la multitud de asesinos sueltos de esta trilogía, con todo y sus instrumentos de “trabajo” (cuchillo, hacha, bisturí), el protagonismo y la perspectiva subjetiva recaen no en los psicópatas, sino en sus presuntas víctimas, la adolescente Deena (Kiana Madeira), su novia Samantha (Olivia Scott Welch) y su hermanito nerd Josh (Benjamin Flores Jr.), quienes descubrirán los secretos de la oscura y deprimida Shadyside y de su ciudad gemela, la luminosa Sunnyvale, donde todos sus habitantes son felices, triunfadores y exitosos.
De esta manera, la balanza se inclina hacia las víctimas adolescentes, convertidas en héroes y reveladores de la verdad, y se desplaza a los carismáticos asesinos, que aun así acumulan una buena cantidad de víctimas (especialmente en las dos primeras partes de la trilogía, que son las que más se acercan a los parámetros del slasher). Hay, finalmente, una variante significativa en el discurso ideológico de La calle del terror: no solo está el hecho de que la historia de amor de la trilogía esté protagonizada por dos jovencitas, además de la esperada pluralidad racial de todo el reparto, sino porque la gran vuelta de tuerca está centrada en resignificar la historia de Shadyside que, alegóricamente, es la de Estados Unidos.
Así pues, la maldición enterrada en el pasado de esta pequeña ciudad norteamericana no se debe, en realidad, a una maléfica bruja, pues en estos necesarios tiempos de empoderamiento femenino resulta que esta no solo es inocente, sino que es también la primera víctima de un sistema patriarcal injusto y cruel. El slasher del siglo XXI podrá seguir derramando sangre, mutilando víctimas y degollando cristianos, pero deberá ser diverso y feminista.
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.