La mexicanidad del tequila no se pone en duda, pero llamar a una productora de cine Tequila Gang requiere una glosa. La fundó cuando ya era un director celebrado Guillermo del Toro, que desde Cronos no ha vuelto a rodar en México aunque mantiene tratos –no sé en qué grado de cosa nostra–con un gang de cineastas mexicanos, todos de mucho talento y errantes. Su errancia no es política, sino industrial: González Iñárritu, Cuarón, Arriaga, Del Toro mismo, son cortejados en Hollywood, donde disponen de grandes presupuestos, y hay otros, un poco más “jóvenes turcos”, como Carlos Reygadas o su discípulo Amat Escalante, que se contentan con un cine sucinto y sucio, aclamadísimo por tanto en Francia. Los dos últimos representan, frente a los cuatro primeros, un mexicanismo más dirty que gore, y su cine es más europeizante que anglosajón, más próximo a Marguerite Duras que a Lovecraft; la provocación de las imágenes exasperantes de Reygadas y Escalante aspira al silencio, mientras que Del Toro, Cuarón o Iñárritu cultivan un neo-gótico lleno de ruido y furia.
He podido ver en la misma semana El laberinto del fauno, producida íntegramente en España por Del Toro, y la nueva obra de Alfonso Cuarón Hijos de los hombres (Children of Men), adaptación de la novela de P.D. James rodada en inglés con grandes actores internacionales y una sólida financiación y distribución norteamericana. Las dos son películas de género, fantasy la primera, ciencia-ficción la segunda, pero ambas lo trascienden y terminan siendo obras muy personales. Ambas exploran el territorio imaginario de la muerte, “el salvaje país del que ningún viajero vuelve” (en palabras del príncipe Hamlet), pero no lo hacen, me parece, con la impronta, más sardónica que lúgubre, de la iconografía mortuoria mexicana. Su goticismo deriva de Inglaterra, y del espíritu que difundió, con las novelas de Walpole, Ann Radcliffe, Maturin o Matthew Lewis, el propio término gothic aplicado a los relatos sobrenaturales y truculentos. Las dos estremecen al espectador.
La fijación de Guillermo del Toro con la Guerra Civil española tampoco es un acto político sino una intuición estética. “El fascismo es sobre todo una forma de perversión de la inocencia, y por tanto de la infancia”, ha declarado Del Toro. No hay otro cineasta, con excepción de Tim Burton, tan “genial” como Del Toro en el sentido que Baudelaire le daba a la palabra cuando escribió que “el genio es la infancia recuperada a voluntad”. En todas sus películas, Del Toro se hace niño a voluntad y nos trasmite el gozo de las primeras armas de juguete, de los primeros cuentos oídos a los padres en la cama, también de las primeras pulsiones en las que el indeciso deseo adulto se funde con el ensueño aún pueril.
Brillantísimo narrador, Del Toro tiene un don para captar lo anómalo, lo “puntiagudo”, clave de la mirada gótica al mundo plano de la realidad; yo creo que esa mirada propia al autor de Cronos se nutre de ver millones de cuentos ilustrados británicos, de leer a los románticos alemanes más “paranormales” (Jean Paul, Tieck, Hoffmann), de devorar películas de Tourneur y de vampiros mexicanos, pero él, más modesto, afirma, en el documental de Canal + Hollywood Tequila, que el don está en sus genes; en su padre, que siendo un hombre probo y aburrido, veía platillos volantes, y en su abuela del Opus Dei, que exorcizaba cada mañana al pequeño Guillermo. Claro que también confiesa que antes de cumplir los catorce había visto una pila de fetos abortados, gente quemarse viva y disparos efectuados sobre su cuerpo adolescente. “Mi infancia no fue normal”.
Desconozco la que tuvo su cuate Alfonso Cuarón, pero Hijos de los hombres se centra en un mundo infértil en el que los niños se han convertido en seres inexistentes, tan sólo recordados y –por su carencia– idolatrados. Hijos de los hombres es el Blade Runner de la globalización, y nada tiene que envidiarle en brío y en resonancia poética al clásico de Ridley Scott. El futuro que pinta Cuarón es ya presente: en sus imágenes de la emigración animalizada y temida, en la tendencia de los individuos a buscar refugio en la psicopatía mística, en el dogmatismo belicista de las religiones. Dentro del campo de detenidos que aparece en la turbadora parte final del film, los alzados en armas desfilan gritando “¡Alá es grande!”, mientras que el nacimiento del niño redentor tiene un tratamiento formal que evoca la pintura de pesebres y adoración de los pastores del arte cristiano. Pero Cuarón no subraya la idea del choque de civilizaciones, ni hay en su película moraleja, sólo soledad. Es en ese sentido un gran acierto de Hijos de los hombres la concentración dramática de toda la trama en un personaje protagonista pero antiheroico, Theo (espléndidamente interpretado por Clive Owen), trasunto del héroe solitario de la novela y el cine norteamericano más tradicionales. Con una sensible diferencia: Theo no lleva armas y apenas habla. Es la conciencia desconcertada del hombre enmudecido por un más allá que ya ha llegado al aquí. ~
Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).