Hace algunos años, el influyente académico e historiador de cine David Bordwell explicaba en su blog, Observations on film art, por qué él y su esposa, la también académica e investigadora fílmica Kristin Thompson, se habían negado a escribir sobre series televisivas. Después de todo, si tanto Bordwell como Thompson han construido buena parte de su carrera como críticos e historiadores alrededor de la identificación de patrones narrativos en el cine clásico hollywoodense (en el caso de Bordwell) o en el blockbuster contemporáneo (en el caso de Thompson), ¿qué mejor manera de profundizar en el tema que concentrarse en las series televisivas que, por definición, suelen estar más interesadas en la historia misma que en lo estético y/o estilístico del medio? A fin de cuentas, ¿no es cierto que el verdadero autor de las series televisivas es el creador/guionista/showrunner y no el director o el grupo de directores encargados de realizar cada episodio? Entonces, ¿por qué no escribir sobre televisión?
Bordwell daba sus razones. La más importante es que todo es cuestión de tiempos, movimientos y prioridades. Una película puede exigir dos, tres o, en casos extremos, cuatro horas de tu tiempo, pero no más. Si la cinta es fallida, no has perdido tanto.
En contraste, una serie de televisión necesita más compromiso de parte del espectador: no es evidente que el programa televisivo sea terrible en el primer episodio. Acaso ni en el segundo. Más aún, puede que, aviesamente, se combinen episodios mediocres con otros muy logrados, de tal modo que esto te provoque seguir pegado a la televisión hasta que descubres, en el final de la temporada, cuando ya malgastaste trece horas de tu tiempo, que ni modo, la serie realmente apesta.
Recordé aquella argumentación de Bordwell al terminar de ver el episodio final de Misa de medianoche (Midnight mass, E.U., 2021), teleserie de horror de siete episodios creada, escrita y dirigida por Mike Flanagan y estrenada en Netflix hace algunas semanas.
Al inicio de ese séptimo episodio, después de haber invertido ya poco más de seis horas de mi tiempo, estaba preparado para un cierre digno, que avizoraba (spoilers a continuación) por los respectivos desenlaces de los episodios cinco y seis, después de la inesperada desaparición de uno de los personajes centrales y después del climático, pero inevitable, baño de sangre que ocurre al interior de una pequeña iglesia pueblerina, en la misa de medianoche del título.
Hasta antes de estos capítulos 5 y 6, Misa de medianoche no parecía más que una serie de relleno típica de la casa Netflix: tómese un escenario digno del mejor Stephen King literario/televisivo, agréguele algunos elementos saqueados del cine de John Carpenter, remítase al espectador a alguna imagen que le haga recordar algún clásico irrepetible y, ¡listo!, el algoritmo y la inercia harán lo demás. El espectador, que ya le dedicó tres o cuatro horas, seguirá viendo hasta el final, solo para ver en qué termina todo. Vamos, en algo hay que pasar el tiempo.
Y, debo confesar que, en los primeros cuatro episodios de Misa de medianoche, no me la pasé tan mal, bien entretenido, identificando las varias referencias televisivas y cinematográficas. Por ejemplo, que la premisa de la serie –algo extraño, escondido en un baúl, llega a un pequeño pueblo estadounidense– está tomada directamente de la muy superior serie televisiva La hora del vampiro (Hooper, 1979), basada en la novela de Stephen King El misterio de Salem’s Lot (1975). Y que el escenario dramático en el que ocurre la historia se parece demasiado al de cierto clásico ochentero del cine de horror, al pueblo pesquero de La niebla (Carpenter, 1980). También, la escena en la que cierto anciano sacerdote se pierde en el desierto de Jerusalén para encontrarse con un extraño “ángel” alado funciona como un curioso guiño a El exorcista (1973) y una promesa de lo que seguirá.
En el terreno de la historia, acaso el mejor acierto de Mike Flanagan es que los auténticos héroes de Misa de medianoche, los que terminarán enfrentándose al vampiro que ha llegado a ese pequeño pueblo isleño, son una galería de personajes apestados, marginados y derrotados de antemano. Riley Flynn (Zach Gilford), que echó a perder su carrera profesional y su vida misma al atropellar, alcoholizado, a una jovencita; Sarah Gunning (Annabeth Gish), una doctora lesbiana y enclosetada que no se ha ido del pueblo porque sigue cuidando a su mamá que sufre de Alzheimer; el nuevo sheriff Hassan (Rahul Kohli) que, como es musulmán, no ha podido ganarse la confianza y el respeto de este pueblo profundamente católico; la joven profesora Erin (Kate Siegel), que está esperando un bebé de un hombre con el que ya no vive porque lo abandonó; y el irredimible borracho Joe Collie (Robert Longstreet), que tiene el cargo de conciencia de haber dejado inválida a una muchachita por estar disparando al aire.
Si Misa de medianoche no fuera una historia de horror, podría funcionar como un populista western fordiano y todos los personajes ya descritos estarían conviviendo en el interior de una desvencijada diligencia. Los verdaderos héroes serán, pues, todos esos fracasados, mientras que el verdadero mal está representado no solo por ese extraño vampiro salido del desierto, más demonio de El exorcista que chupasangre tipo Nosferatu (Murnau, 1922), sino por el más desaforado fanatismo religioso encarnado por ese carismático joven sacerdote, el padre Paul (Hamish Linklater), que acaba de llegar a la isla, y, sobre todo, por la inflexible y farisaica beata Bev (Samantha Sloyan) quien, recitando la Biblia, se siente superior a todos.
Flanagan retrasa la esperada confrontación final, que empieza a suceder en el episodio cinco, gracias a que va diseminando digresiones innecesarias a lo largo de los primeros episodios y porque nos receta una interminable serie de monólogos en los que todos los personajes centrales hablan y hablan y hablan de su pasado, del presente, del futuro, del sentido de su vida y hasta del significado de la muerte. Es cierto que algunos de estos monólogos están bien escritos y uno que otro resulta no solo interesante sino hasta pertinente –la conversación de Erin y Riley sobre lo que pasa al morir, por ejemplo–, pero también es cierto que todos ellos resultan muy artificiales y, en todo caso, funcionan más que nada como bien calculadas pausas cuando Flanagan quiere alargar la historia.
De cualquier manera, si en los primeros cuatro episodios Misa de medianoche no se distingue por nada más que por manejar de manera eficiente sus referencias a obras mejores y por su bienvenido populismo comunitario de raigambre fordiano, en los capítulos 5 y 6 ocurren vueltas de tuerca, algunas esperadas, otras no tanto, que elevan la serie y la sacan de la dorada mediocridad en la que estaba instalada. Tanto en las decisiones argumentales como en la puesta en imágenes, parece que Misa de medianoche se encaminaba, si no a una revitalización del imaginario vampiresco, sí a una capciosa apropiación del mismo.
Por desgracia, llegamos al malhadado episodio final, en el que Flanagan renuncia a aquellos elementos que le otorgaban cierta novedad al relato, traiciona el sentido más interesante de su propia historia –su feroz crítica al fanatismo religioso se diluye– y todo termina en un happy ending facilón en el que, incluso, alguien resulta ser el papá secreto de alguien más, cual final de telenovela mexicana.
David Bordwell terminaba una sección del texto citado al inicio, afirmando que él no veía tanta televisión porque había aprendido que “de una manera u otra”, las series televisivas “terminan rompiéndote el corazón”. Es decir, rara vez cumplen lo que prometen. Rara vez se elevan por encima del mero afán de hacer pasar el tiempo. Al final, sin que te des cuenta, has invertido miserablemente varias horas de tu vida para nada. Lo entiendo perfectamente, profesor Bordwell: en el caso de Misa de medianoche, fueron siete horas y media que ya no volverán.
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.