Desde su eficaz inicio, La Risa en Vacaciones 8 (René Cardona Jr., 1996), pieza definitiva del documental mexicano, revela su misión. El narrador –omnisciente, anónimo – observa jocoso a la muchedumbre que se congrega a orillas del mar. Nos advierte que aquí, como en las otras siete entregas, descubriremos:
“…la vida cotidiana de estos primates vulgarmente conocidos como homo sapiens, por eso de que se supone que son pensantes. La invasión poblacional terrícola de estos seres que solo piensan en su instinto de reproducción.”
La cámara registra la actitud frenética de estos “terrícolas” con lujo de detalle. La cinta podría valerse de un ralentí para subrayar la elocuencia de sus imágenes. Pero La Risa en Vacaciones 8 es sinónimo de dislocación espacio/temporal… de movimiento. Por lo tanto, opta por una cámara rápida abrupta, inquietante: un recurso que manifiesta la naturaleza transitoria de esos primates, como si las vidas que captura fueran parpadeos, extraviados en la marea del tiempo.
La marea. El mar. El azul del mar. El color azul. A La Risa en Vacaciones 8 le bastan un par de minutos para establecer su leitmotiv. Una y otra vez salpicará de azul su encuadre. Ahí está, no en el mar sino en la playa, casi engullido por la turba:
Y ahí está, un poco más tarde, en la bata de una enfermera que sostiene a un recién nacido:
El mar, se entiende, es el comienzo y la inocencia. Un Edén donde “la vida es más sabrosa”; un Edén al que, sin darnos cuenta, estamos a punto de obliterar. El azul es destino, el azul es un parto. Es pasado y futuro. Aquí, el narrador habla de “un paraíso terrenal”. ¿Cuál es ese paraíso? El mar. Siempre el mar. Donde “todo es felicidad”. Donde, como en el poema de Whitman,
Out of the rolling ocean, the crowd, came a drop gently to me,
Whispering, I love you, before long I die,
I have travel’d a long way, merely to look on you, to touch you,
For I could not die till I once look’d on you,
For I fear’d I might afterward lose you.
Una y otra vez, a lo largo de la cinta, el espectador viajará a ese océano (proverbial, sí, pero también palpable), en busca de ese Edén inasible.
Ninguna reseña, por más larga que sea, puede hacerle justicia al complejísimo trato que la serie de La Risa en Vacaciones le da a ambos sexos. Sus ocho cintas son un estudio de género que merece un libro. El hombre (“ese bicho que anda tan tapado”, como lo llama el narrador) es un cavernícola. Basta recordar los nombres de sus tres protagonistas. Pedro, Paco y Pablo: dos de esos tres nombres nos remiten, inevitablemente, a cavernícolas zafios.
A diferencia de los hombres, las mujeres siguen habitando el paraíso. Se pasean semidesnudas, como alegres imanes del deseo: focos de atención, más nunca objetos. Evas en una cinta poblada por Adanes recién expulsados del jardín mítico. De nuevo, la etimología de los nombres empleados nos brinda interesantes claves para desentramar los enigmas de la saga. ¿Cómo se llaman las protagonistas femeninas? Rebeca, matriarca primigenia, madre de Esaú y Jacob; e Imperio. El imperio del matriarcado. La Risa en Vacaciones 8 también es eso.
La película abre e inmediatamente le asesta un golpe al género masculino. Recibimos una ristra de imágenes (terribles) de hombres que se hacen pasar por ciegos para pinchar las nalgas de hembras incautas. Ambos se dirigen a algún lugar, que no vemos, con la parsimonia con la que los feligreses caminan rumbo al templo. ¿Adónde van? A ver su propia película. A un cine que proyecta La Risa en Vacaciones.
Vaya juego de metaficción. Bourdieu estaría orgulloso: ¿quién observa y quién es el observado? ¿estamos frente a una película dentro de una película, vista por algunos de los actores que habitan dentro de esa primera, pero no la segunda, película?
La Risa en Vacaciones 8 es una cinta polifónica, poseedora de una bellísima y compleja pluralidad narrativa, de la que el propio Robert Altman hubiera estado orgulloso (no descarto que la haya visto). Fiel a su esencia hiperactiva y gregaria, la narrativa brinca de un lado a otro, del mar a la ciudad, de aparentes chistes ramplones a historias que parecen distantes, cuya carga simbólica nos elude a primera vista. Nos ofusca. Ilusos, buscamos una trama que seguir. No sabemos que La Risa en Vacaciones 8 no regala respuestas a sus acertijos. ¿La prueba? Una secuencia incomodísima, de una economía narrativa encomiable. Tomas fijas, con el personaje al centro del encuadre, dentro de un baño público. Vemos mujeres:
Sabemos que, en algún lugar del baño, la producción escondió (o no) una bocina. Afuera, desde la pantalla, Rebeca alburea a la mujer que se sienta en el escusado. Le habla de manos peludas, de sexo; se regodea en términos escatológicos. La mujer es la serpiente de la mujer. Eva es la maldición de Eva.
Brutal.
Para este momento, la ubicua canción de la cinta parece mofarse de nosotros. La inigualable voz de Carlos Argentino nos dice que “en el mar la vida es más sabrosa”, aun cuando la historia se encuentra extraviada en un recodo de alguna ciudad. La cinta se burla de nuestra frivolidad, de nuestra melancolía. Intuye que añoramos la marea. Al cabo de treinta minutos, la música anestesia. No. Me equivoco. Va más allá: Nos hiere. Tan disonante como aquel piano de Dominic Harlan en Eyes Wide Shut, una cinta que, en su composición musical y cromática, y en su pesimismo abyecto, nos remite a La Risa en Vacaciones 8.
(El azul de la recámara de Tom Cruise y Nicole Kidman es igual de misterioso que el azul de aquella cajita en Mulholland Drive. Aquí es menos misterioso, pero potente, sin duda. La influencia de Kubrick va de la mano con la influencia del propio Lynch: en esta cinta hay mucho del universo onírico y perverso del director de Blue (¡Azul!) Velvet. No solo estamos frente a un ejercicio que mezcla lo hiperreal, lo real y lo ficticio, así como el amateurismo con la actuación: La Risa en Vacaciones también juega con el mundo de los sueños y el terrenal. ¿Cómo sabemos que todo lo que vemos no es un sueño de Paco? ¿O Pedro? ¿O Pablo?).
(Detengámonos en la fotografía de la cinta, henchida de azul, rebosante de nostalgia, atada al mástil del paraíso perdido, como el ocaso y la mar en un cuadro de Hockney).
El ejercicio meta continúa, sin tregua. Una y otra vez, la cinta coloca su acción en un set o un cine. La Risa en Vacaciones 8 es una matrioshka. Una película dentro de una película dentro de una película. Además, su brillante ensamblaje episódico –con cambios de acción repentinos, solo concatenados por esa cruel partitura- representa de forma fidedigna la arbitrariedad de todo lo que observamos y, en ese sentido, emula a nuestra propia fragmentada memoria.
Pero La Risa en Vacaciones siempre ha brillado a la hora de cortar cabezas, de criticar sin pelos en la lengua. En el primer tercio de la cinta, la narrativa feroz acuchilla a la iglesia. Paco, Pedro, Pablo y un japonés (esquivo; inolvidable) detienen a cuatro madrecitas, a las que someten a pruebas de embarazo, alcohol y drogas con ayuda de un globo.
Más adelante, los protagonistas, esos avatares de nuestros propios impulsos cavernícolas, extorsionan a las cuatro fieles. La mirada atea, ese ímpetu por reducir a las figuras religiosas hasta convertirlas en el hazmerreír de la audiencia (y la audiencia dentro de la audiencia), vuelve a quedar de manifiesto en la siguiente secuencia, cuando una mujer culpa a un cura de pellizcarle el culo. La Risa en Vacaciones 8 guarda sus cartas. El espectador (y el espectador) jamás sabrá si ocurrió o no. Y, de nuevo, la secuencia nos remite a la poesía del mar, en específico a Once by the Pacific, de Frost:
It looked as if a night of dark intent
Was coming, and not only a night, an age.
Someone had better be prepared for rage.
There would be more than ocean-water broken
Before God's last Put out the light was spoken.
Rabia, sí. Rabia para el ortodoxo. Liberación para el ateo. ¿Quiénes somos nosotros? ¿Formamos parte de los cavernícolas que miran hambrientos a las mujeres, liberadas y libres? ¿Somos el que pone la cáscara de plátano en el piso o el que resbala con ella? ¿Qué somos? ¿Cómo somos? ¿Adónde vamos? ¿Somos Paco? ¿Somos Pablo? ¿O somos Pedro?