Sin novedades en Guadalajara

Los errores y aciertos del pasado Festival de Cine de Guadalajara.
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Asisto al Festival Internacional de Cine en Guadalajara desde su origen –a mediados de los años ochenta del siglo anterior–; desde que era una muestra. A lo largo de los veintisiete años que tiene de vida lo he visto crecer y madurar, pero también empeorar en algunas áreas: pasó de ser una muestra de cine mexicano, cuyo propósito era hacer visible lo que entonces no lo era (el cine “de calidad”, como se le llamaba, que se producía en nuestro país y eludía el registro popular), a un festival iberoamericano con secciones en competencia; de un evento en el que se hacía un reconocimiento a la vida y obra de cineastas nacionales que vivieron días de gloria en los años setenta y cuyas películas, por lo menos en Guadalajara, no se veían, a uno en el que se hacen homenajes lo mismo a actores que gozan de alguna fama (como el norteamericano Matt Dillon y este año al cubano Andy García) que a grandes realizadores (los hermanos Taviani, Werner Herzog y ahora a el británico Mike Leigh). Y si en la Muestra el cine era la estrella, ahora las estrellas desfilan por las insufribles y manidas alfombras rojas en eventos cada vez más numerosos.

A pesar del afán de ganar celebridad convocando celebridades, el Festival no termina de entusiasmar –o por lo menos de involucrar– a los tapatíos, como sí sucede con la Feria Internacional del Libro, el otro gran evento cultural de la ciudad. Muchos jóvenes muestran ansiedad por conseguir boletos para las fiestas que se llevan a cabo; algunos de ellos se congregan a lo largo de la valla que separa a las luminarias del cine mexicano –que caminan sobre la alfombra– del resto de los mortales. Pero no se ve similar interés por ingresar a las salas, y no es extraño asistir a funciones en las que los espectadores pueden contarse con los dedos de las manos. Este desinterés pone de manifiesto la ausencia de actividades frecuentes de promoción para formar nuevos públicos, labor que no es necesariamente responsabilidad del Festival. Las autoridades, por su parte, muestran un franco desinterés, y si apenas hace pocos años el Ayuntamiento realizaba una semana dedicada al cine y un certamen, dicha iniciativa se fue con la administración anterior.

La organización del Festival ha vivido épocas buenas y malas, pero cada que hay un cambio en el puesto de director parece que es inevitable que se presente innecesarias modificaciones. Así, asuntos que ya marchaban con relativa fluidez –atención a medios, programación– vuelven a mostrar deficiencias. Este año, una vez más, se multiplicaron las descortesías a la prensa y hubo errores en el programa de mano que provocaron que algunos asistentes se desplazaran a la sala ahí indicada, solo para darse cuenta que la película de su interés se proyectaría en otra parte. Además, ha sido raro que una función inicie a la hora programada, y, en una de las salas dedicadas a la prensa, el sonido es bastante deficiente.

No obstante, el festival sigue siendo un buen espacio para tomarle el pulso al cine mexicano. Si bien hoy son numerosas las cintas de ficción que no pasan por aquí y se estrenan de acuerdo al calendario que dicta la mercadotecnia, a Guadalajara sigue llegando una parte importante de la producción nacional. En lo relativo a la ficción, la novedad de este año es que no hay novedad. La ficción, como el Festival, da la sensación de una repetición permanente, sensación a la que contribuye el alto número de debuts que se da en cada edición –este año, siete de los trece que están en competencia–, entre ellas las infaltables óperas primas de las escuelas de cine del D. F. (CUEC de la UNAM y CCC): es incipiente y hasta insípida. La propuesta más sólida de la sección es  La demora (2011) de Rodrigo Plá, que sigue a una mujer que abandona a su padre, anciano y enfermo, en un parque. El resto de las producciones dejan ver un abanico no muy amplio, y son abundantes los acercamientos intimistas a crisis individuales y de pareja, lo mismo que historias que tienen su origen en la violencia nuestra de cada día. En el paisaje llama la atención, pero de forma negativa, La cama (2011), la más reciente entrega de Rafael Montero, quien vuelve a personajes que se pretenden singulares y son puro estereotipo y al tono de falsa buena onda de Cilantro y perejil (1998). Cada vez se producen más ficciones en México, pero siguen sin aparecer las voces que convoquen el interés del público para el que, en principio, tendrían que estar destinadas. En esta sección, como en años anteriores, no hay competencia.

La ficción iberoamericana arrojó mejores resultados. En particular las entregas brasileñas, que permiten confirmar la ruta original que hoy sigue la cinematografía carioca, con riesgos narrativos (eluden el relato en tres actos y a veces la causalidad) y formales (utilización del blanco y negro, largos planos y encuadres poco convencionales). Es lo que deja ver Transeúnte (2011), el primer largometraje de ficción de Eryk Rocha (hijo del legendario Glauber), quien rescata del anonimato a un jubilado. Por su parte, Sudoeste (2011), ópera prima de Eduardo Nunes, se inscribe en un registro poético y casi fantástico para dar cuenta de la existencia de una mujer en su último día de vida.

Como ya es costumbre el documental, tanto el mexicano como el iberoamericano, está vivito y coleando. Entre los primeros merecieron atención: Carrière, 250 metros (2011), en el que Juan Carlos Rulfo enmienda la mala imagen dejada por ¡De panzazo! (2011) y presenta un retrato de cuerpo entero de Jean-Claude Carrière, el célebre colaborador de Luis Buñuel; es valioso, también, Cuates de Australia (2011), en el que Everardo González da cuenta de las dificultades de los habitantes del poblado epónimo, ubicado en Coahuila y víctima de la sequía extrema. Entre los documentales iberoamericanos han causado buena impresión el chileno El salvavidas (2011) de Maite Alberdi, que sigue a un hombre sui géneris que cree en la prevención para evitar riesgos a los bañistas; el argentino ¡Vivan las antípodas! (2011) del cineasta de origen ruso Victor Kossakovsky quien capta con ánimo contemplativo la vida en parajes que se ubican justamente en puntos diametralmente opuestos del mundo.

El Festival sigue dando trato y sitio especiales a la ficción mexicana. Le ofrece un marco que es valioso y que, con todas las contrariedades y sin ser espectacular, le queda muy grande a las películas que por aquí circulan. El documental, por su parte, sigue aportando lo más atractivo y lo más sustancioso; no obstante, para él no se programan funciones de prensa, por lo que en los medios prácticamente no se habla de él. Apostar por la ficción –que es pura ficción– es a mi juicio la incongruencia más grande del Festival… y del cine mexicano.

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