The Mandalorian: “este es el camino”

Con su encanto análogo y sus títeres chafas, The Mandalorian ofrece algo más poderoso que la reinvención narrativa o la vanguardia estética: el confort decadente de lo conocido.
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Cada cuatro meses, Bob Iger solía caminar a los estudios de animación ubicados a unas cuantas cuadras de sus oficinas en Burbank, California, para revisar junto a varios ejecutivos las apuestas de contenido que Disney iba a realizar en los próximos años. La mayor parte solían ser propuestas que Iger debía autorizar para ser desarrolladas en los semestres subsecuentes, otras eran piezas casi terminadas que requerían la retroalimentación final del jerarca, quien se retiró de la dirección ejecutiva de Disney el año pasado, aunque aún conserva la presidencia y el liderazgo de la compañía. Uno de los últimos proyectos que se beneficiaron directamente de su olfato fue The Mandalorian, serie creada por el cineasta y actor Jon Favreau para Disney+, la plataforma de streaming de la compañía.

The Mandalorian no solo se ha posicionado como uno de los buques insignia de Disney+ (“Un hit tan contundente, que incluso Netflix lo tiene que respetar”, afirma Variety), sino que se ha convertido en un auténtico fenómeno cultural, como lo demuestra la omnipresencia global de su personaje más celebrado: un muppet bautizado por el vox populi como Baby Yoda.

“Desde el momento en que las orejas verdes se asomaron por encima de la cobija, lo supe, simplemente lo supe”, afirmó Iger en una entrevista con la revista Time. Cualquier otro directivo habría ordenado de forma instantánea la fabricación masiva de merchandising con la imagen de Baby Yoda –o Grogu, su nombre oficial–, pero Iger retrasó por varios meses la venta de cualquier producto que estropeara la sorpresiva aparición del personaje al final del primer episodio. La apuesta funcionó. Impulsada por productos que van desde orejas verdes a peluches de 2,500 pesos, Hasbro aumentó la venta de juguetes de Star Wars en más de 70% durante 2020.

Con apenas dos temporadas filmadas, The Mandalorian es el referente básico para entender cómo los estudios comienzan a mutar las costosas franquicias cinematográficas que dominaban la industria antes de la pandemia de covid-19 en series de menor costo para sus plataformas online. Hace apenas un lustro, el plan de Disney era filmar cintas que mantuvieran la naturaleza episódica de la saga y yuxtaponerlas con estrenos autónomos ubicados en el universo general de la franquicia. Frente al cierre parcial y aforo limitado de las salas de exhibición cinematográfica, la compañía ha modificado el modelo de negocio de manera sustancial.  Hoy, la apuesta más fuerte –la única apuesta, en realidad– es el streaming. Disney+ estrenará diez nuevas series de Star Wars en los próximos meses: A droid story, Lando, Ahsoka, Rangers of the New Republic, The Acolyte, Visions, Andor, Bad batch, Obi-Wan Kenobi y la tercera temporada de The Mandalorian. Los planes para las películas, en cambio, son conservadores: la producción de Rogue Squadron, una cinta dirigida por Patty Jenkins (fresca del fracaso anticlimático de la secuela de La mujer maravilla) programado para estrenarse en diciembre de 2023, y un proyecto que será capitaneado por Taika Waititi, el director de Thor: Ragnarok y Jo Jo Rabbit.

Decadencia estilo Disney

“Todos los animales salen de noche”, reflexiona Travis Bickle (Robert De Niro) mientras recorre Times Square en Taxi Driver, la cinta de Martin Scorsese estrenada en 1976. En ese entonces, el corazón de Manhattan estaba repleto de salas pornográficas, venta de drogas, bares y toda clase de animales nocturnos. Con el paso de los años, Manhattan, y en especial Times Square, experimentaron un proceso de intensa gentrificación que sustituyó la turbulencia urbana por espectáculos, locales de comida rápida y botargas de personajes de Hollywood.

Esta transformación es el tema de Walt Disney´s Taxi Driver, cortometraje realizado en 2012, donde el artista Brian Boyce retoma un pasaje icónico de la película de Scorsese y sustituye a los maleantes descritos por Bickle con personajes de Disney. Las marquesinas ya no anuncian películas porno, sino cintas animadas como La dama y el vagabundo y cartones de Mickey Mouse; las sexoservidoras se han transformado en princesas y los drogadictos son ahora enanos y criaturas de Blancanieves. Manhattan luce más limpio –casi sanitizado– pero no forzosamente menos decadente. Los personajes de Disney y los “malvivientes” comparten un objetivo similar: crear un estado de enajenación donde el visitante pueda olvidar sus problemas a cambio de la mayor cantidad de dinero posible. Disney utiliza un estimulante más potente que el sexo o la cocaína: el anhelo de vivir en un estadio infantil resguardado por los héroes y mitos del pasado.

El término “decadencia” genera lecturas encontradas. Para muchos, lo decadente se asocia con una pulsión autodestructiva detonada por la adicción a las bajas pasiones. Para otros, la palabra detenta un significado más complejo. En The decadent society: How we became the victims of our own success (Simon & Schuster, 2020), el pensador estadounidense Ross Douthat la define como un sentimiento opresivo provocado por la certeza de que no existen nuevos caminos que explorar. La decadencia no es sinónimo de colapso inminente –como recuerda el mismo Douthat, pasaron 400 años entre Nerón y la caída definitiva del imperio romano–, sino una consecuencia casi inevitable del éxito de una sociedad; un estadio engañoso de prosperidad donde “se atraviesa por un pico de desarrollo tecnológico al tiempo que el arte luce exhausto, las instituciones funcionan con torpeza, y el aburrimiento y la fatiga se convierten en las fuerzas predominantes de la cultura”.

La falta de originalidad no es algo nuevo en Hollywood. Durante décadas los estudios han impuesto narrativas genéricas con el fin de satisfacer a un espectador más deseoso de evadirse con fórmulas convencionales que a experimentar con expresiones más innovadoras. En años recientes, este esquema ha entrado a una nueva fase, donde los géneros cinematográficos han sido absorbidos por una superestructura compuesta por franquicias diseñadas para extenderse indefinidamente. Las coordenadas narrativas donde habita buena parte de la ficción hollywoodense ahora están trazadas en función del número de propiedades intelectuales de una marca específica.

Disney –propietario de Marvel, Star Wars y Pixar, entre otras– lidera la tendencia. El primer paso fue la consolidación del denominado Marvel Cinematic Universe (MCU). Si bien las películas más sofisticadas mezclan tropos y arquetipos de diversas fuentes –fantasía y artes marciales (Dr.Strange), por ejemplo–, casi todas las películas del MCU remiten a géneros específicos: comedia romántica (Ant-Man), ciencia ficción (Guardianes de la Galaxia), espías (Capitán América y el soldado del invierno), épicas de guerra (Avengers: Infinity War). Hasta los subgéneros más combativos son asimilados por Disney, como lo demuestra la recaudación en taquilla y el encomio crítico con el que fue recibido Black Panther, la versión Marvel del afrofuturismo, movimiento que combina elementos de ciencia ficción, historia, fantasía sicodélica y realismo mágico para elaborar un retrato del negro contemporáneo. Disney replicó la dinámica con la franquicia de Star Wars, donde junto al género de “ópera espacial” habitan cintas de sacrificio castrense (Rogue One), comedias de aventuras (Solo), y ahora, gracias a The Mandalorian, el western crepuscular.

La idea es que el espectador disfrute las narrativas tradicionales que siempre ha consumido sin abandonar el ecosistema de Disney, tal y como el grueso de los internautas del mundo nunca deja de gravitar en torno a Google, Amazon o Facebook. El triunfo de este modelo ha consolidado la omnipresencia del emporio a niveles delirantes: no solo ha ampliado el posicionamiento de las franquicias en audiencias que no eran parte del target original, sino que ha reducido la viabilidad económica de otra clase de historias. Como apunta Douthat, los superhéroes y las franquicias “ya no solo son una parte sustancial del negocio, sino todo el negocio”. Y en ese negocio, Disney es por mucho el jugador dominante.

This is the way

A diferencia de Marvel, cuyo atractivo económico ha escalado de manera exponencial desde el estreno de Iron Man en 2008, el desempeño financiero de las películas de Star Wars ha sido errático. Desde que Disney compró la marca a Lucas Film por cuatro mil millones de dólares en 2012, los seguidores han mostrado escepticismo frente a la “disneyficación” de la franquicia. Todo inició viento en popa con El despertar de la Fuerza (2015), el episodio siete de la saga, el cual recaudó poco más de dos mil millones de dólares a escala mundial, cifra que la coloca como la cuarta cinta más taquillera de todos los tiempos. Una vez pasado el entusiasmo, los fanáticos de la saga de los Skywalker cuestionaron algunas decisiones creativas orientadas a modernizar la marca, que iban desde la incorporación de una heroína (Rey) como protagonista central (tildada de manera un tanto reaccionaria como una Mary Sue, apodo dado a un personaje ficticio tan perfecto o competente que parece inverosímil), a las explosiones temperamentales de Kylo Ren, el nuevo villano milennial destinado a encontrar la redención en posteriores entregas. Los fans, en cambio, aplaudieron Rogue One, película paralela a la saga principal que cuenta la historia de la misión suicida que consigue los planos necesarios para destruir la Estrella de la Muerte. Dirigida por Gareth Edwards y Tony Gilroy, este remix de Doce al patíbulo (Aldrich, 1969) en el universo Star Wars recaudó poco más de mil millones de dólares, un número sólido para un trabajo relativamente autónomo al resto de las películas. Las críticas volvieron a intensificarse con el estreno del episodio 8 en 2017, Los últimos Jedi, filme dirigido por Rian Johnson que recaudó alrededor de 1,300 millones de dólares en la taquilla, menos de lo obtenido por El despertar de la Fuerza.

Si bien es la película más vistosa en términos estéticos de toda la franquicia, lo que le ganó varias reseñas entusiastas por parte de la crítica, Los últimos Jedi fue criticada precisamente por tomar riesgos que la alejaban de los lugares comunes de la saga, como la visión beatífica de Luke Skywalker, quien es representado por Johnson como un samurái cansado y cínico que rehúye una nueva confrontación con el lado oscuro. Solo (2018), cinta unitaria que narra los inicios de Han Solo, apenas recaudó 393 millones de dólares en taquilla, todo un desastre para la marca. Finalmente, El ascenso de Skywalker (2019), noveno episodio y cierre de la primera trilogía de Disney, sumó 1,074 millones de dólares, un número decepcionante frente a las expectativas originales.

Durante una conversación telefónica con inversionistas, Iger aceptó que, con respecto a Star Wars, “era tiempo de poner pausa” y repensar las cosas. El 12 de diciembre de 2019, justo el día de su lanzamiento, Disney+ estrenó The Mandalorian, serie situada años después de El regreso del Jedi que sigue las aventuras del cazarrecompensas mandaloriano Din “Mando” Djarin. Los mandalorianos son un pueblo de mercenarios caracterizado por notables habilidades guerreras y un riguroso código de honor, similar al de los samurais o los pistoleros de los westerns. Mando (Pedro Pascal) es contratado para capturar vivo o muerto a Grogu, una criatura cuyos poderes mentales, asumimos, podrían jugar un papel central en la lucha por el control de la galaxia.

The Mandalorian es un trabajo que se alimenta con desenfado del espíritu de aventura intergaláctica que impulsaba las primeras películas. Todos los elementos clave están ahí. En principio, la serie asume “el viaje del héroe” –el proceso iniciático descrito por Joseph Campbell en el libro El héroe de las mil máscaras, referente básico de George Lucas en la creación de Star Wars– como el modelo narrativo principal: al igual que Luke y Rey (los héroes de las pasadas sagas), Mando debe escoger entre un estilo de vida conocido (“el mundo ordinario” del cazarrecompensas) o aceptar la responsabilidad que eventualmente lo transformará en un guerrero sabio y redentor: el cuidado y protección de Grogu, quien por su parte seguirá un viaje similar al de Mando. La evolución de ambos será definida por una travesía llena de batallas y encuentros picarescos con personajes que, si bien podrían ser calificados como periféricos en el universo general de la franquicia, son populares entre los fans, como son los casos de Bo Katan, Ahsoka Tano y, desde luego, Boba Fett, el guerrero mandaloriano contratado por Jabba The Hut para capturar a Han Solo.

A primera vista, The Mandalorian no es mucho de nada. Desde los sets genéricos e intercambiables (como en una sitcom, todos los interiores son prácticamente iguales) hasta la tecnología utilizada para rejuvenecer a Mark Hamill, sin obviar varias botargas que bien pudieron haber sido extraídas de la grabación de Odisea Burbujas (el programa infantil producido por Televisa hace más de cuatro décadas), la serie luce elemental, casi humilde. Los números así lo acreditan: en conjunto, los ocho capítulos de la segunda temporada costaron 100 millones de dólares, es decir, un tercio del presupuesto de Los últimos Jedi (300 millones de dólares).

La velocidad misma con la que suceden los combates se antoja ralentizada, como si el programa estuviera filmado en los setenta y no en una época donde predomina la rapidez y la fragmentación. Irónicamente, todo esto funciona a favor del programa. Auxiliado por realizadores como Taika Waititi y Robert Rodríguez, Favreau comprende algo que eludió por completo al equipo encabezado por J.J. Abrams, responsable creativo de la franquicia en la era Disney: los seguidores de Star Wars desean contenidos sencillos que revivan el goce infantil de jugar con monitos y sables laser tras ver por enésima vez El imperio contraataca o El regreso del Jedi, y no rebuscadas veredas narrativas ajenas a la mitología original.

Con su encanto vintage y muppets chafas, The Mandalorian ofrece algo más poderoso que la reinvención o la vanguardia estética: el confort decadente de lo conocido. El público no quiere nuevos personajes, sino variaciones de las figuras de siempre, como Yoda y Boba Fett. En efecto: los placeres de The Mandalorian son predecibles y análogos, pero para los millones de seguidores que la han encumbrado como uno de los programas más exitosos de esta década, está bien que así sea. La audiencia quiere los platillos de siempre, aunque ahora en formatos más inmediatos. Parafraseando a Mando, “este es el camino”. Para Disney, queda claro, no hay marcha atrás.

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Mauricio González Lara (Ciudad de México, 1974). Escribe de negocios en el diario 24 Horas. Autor de Responsabilidad Social Empresarial (Norma, 2008). Su Twitter: @mauroforever.


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