Al inicio de “Against the sky”, quinto episodio de Las últimas estrellas del cine (E.U., 2022), miniserie documental de seis capítulos dirigida por el actor, guionista y ocasional cineasta Ethan Hawke, este conversa con su hija Maya acerca del proyecto que está realizando y que nosotros estamos viendo. Me refiero a la misma serie televisiva, disponible en HBO Max y centrada en las vidas públicas y privadas, así como en las carreras fílmicas, teatrales y televisivas de Paul Newman (1925-2008) y Joanne Woodward (1930-), esa inolvidable pareja de actores que, además de aparecer juntos o colaborar en 16 películas, tres obras de Broadway e innumerables programas de televisión, estuvieron casados durante medio siglo (desde 1958 hasta la muerte de él, en 2008) y criaron juntos a seis hijos, tres de su matrimonio y otros tres que Newman tuvo con Jackie White, su primera esposa.
El padre Ethan y la hija Maya se preguntan cómo fue posible que ese matrimonio, que desde lejos y desde afuera se veía perfecto, ejemplar y envidiable, haya sobrevivido no solo el desgastante paso del tiempo, sino que haya permanecido a flote a pesar de que los dos eran atractivas y refulgentes estrellas en el Hollywood-Babilonia del siglo pasado. Maya tiene una teoría: cuando una pareja está junta muchos años, emerge poco a poco, inevitablemente, una tercera “persona”, es decir, el mismo matrimonio. Para que una pareja funcione, las dos personas que viven juntas tienen que crear una persona más ante la que se inclinan, ante la que ceden. El ego de cada quien se hace a un lado para que ese tercer “individuo”, el matrimonio, sobreviva.
Este fragmento de sabiduría matrimonial puede sonar todo lo romántico y noble que usted quiera, pero cuando llegamos al quinto capítulo de Las últimas estrellas del cine, ya tenemos claro que la vida en común entre Paul y Joanne fue, en efecto, apasionada y apasionante, sexualmente intensa, profesionalmente prolífica, siempre fascinante y no pocas veces arriesgada. Sí, todo lo que usted diga: pero no fue perfecta. A lo largo de ese “ideal” medio siglo de matrimonio –más cinco años previos a su boda de un muy abierto affaire adúltero entre los dos– aparecieron también la tragedia, debido a la muerte por sobredosis de uno de los hijos de Newman; la adicción, por el rampante alcoholismo funcional de Paul; la inseguridad constante de él, pues solía no tener confianza en su propio talento; y la creciente frustración profesional y existencial de ella, pues aunque dice adorar a sus seis hijos –los tres suyos y los tres de Paul– también acepta, en un desgarrador arranque de sinceridad, que acaso hubiera preferido no haber sido mamá. “Los actores no son buenos padres”, dice ella, al final del segundo episodio.
Hawke y Barry Polterman, editor especializado en el cine documental, han reconstruido las vidas de Newman, de Woordward y de la “tercera persona”, su matrimonio, a través de una sagaz estrategia narrativa, que avanza siempre en la cuerda floja, equidistante tanto de la hagiografía simplona como de la exposición morbosa de los secretos familiares. Las distintas personalidades de ellos –hijo rebelde, hija devota, marido ocasionalmente infiel, madre perfecta dedicada a su extendida familia, grandes actores los dos, generosos filántropos, abiertos activistas políticos, él cineasta de ambición, ella productora teatral, él corredor de autos, ella maestra de jóvenes actores– se muestran sin tapujos, a través de los recuerdos de cuatro de sus hijas, de los testimonios de amigos y colegas y de las voces de los propios Paul y Joanne, que suelen ser los más duros críticos de sí mismos. Así como Joanne llega a confesar que de haber sabido que iba a tener que sacrificar parte de su carrera para mantener unida a su familia acaso no habría tenido hijos, Paul anota que fue un padre ausente, cuya única aportación personal a sus hijos fue enseñarlos a manejar.
He mencionado las “confesiones”, los “testimonios” y hasta las “voces” de Paul y Newman. En realidad, en Las últimas estrellas del cine no vemos ni escuchamos al matrimonio Newman-Woodard, fuera de algunas entrevistas televisivas, un puñado de películas caseras y de una generosa dotación de fragmentos clave de su extensa filmografía, tanto en la pantalla grande como en la chica, especialmente en el caso de ella, pues en la última parte de su carrera se refugió en la televisión, en donde llegó a ganar tres Emmys de entre nueve nominaciones.
El origen de este fascinante documental cinéfilo se remonta a inicios de los años 80, cuando Paul Newman decidió publicar sus memorias y llamó a su amigo, el guionista dos veces nominado al Oscar Stewart Stern (1922-2015), para que le ayudara a escribir su autobiografía. Durante diez años, Stern entrevistó a Paul, a Joanne, a la primera esposa de él y a innumerables amigos y familiares de ambos –la madrastra o una tía de ella, Martin Ritt, Sidney Lumet, Gore Vidal–, además de tomar notas, investigar en archivos y recopilar información de toda naturaleza. Sin embargo, a inicios de los años 90, en un arranque inexplicable, Paul Newman tomó las grabaciones que había hecho Stern y las quemó en un bote de basura. Y ya: todo perdido, todo olvidado.
No tan rápido. Aunque parezca mentira, Stern había transcrito todas esas horas y horas de entrevistas, que habían quedado almacenadas y arrumbadas en algún sitio. Y en un acto de agradecible y suprema traición filial, una de las tres hijas del matrimonio Newman-Woodward, la también productora Claire Newman, echó mano de esos kilos de hojas de papel y se los pasó a Ethan Hawke, un abierto admirador de la pareja, para que hiciera el documental que estamos viendo. Hawke invitó entonces a un grupo de amigos y colegas para que interpretaran las voces no solo de Newman y de Woordward (George Clooney y Laura Linney), sino de Robert Redford (Alessandro Nivola), Sidney Lumet (Tom McCarthy), Elia Kazan (Bobby Canavale), Karl Malden (Vincent D’Onofrio) y muchos otros. El resultado es una astuta pieza dramática-documental que se mueve entre el más impresionista ejercicio cinefílico y la más cerebral disección existencial de un turbulento pero insumergible matrimonio.
Por último, estamos también ante la emotiva crónica de una ¿idealizada? época dorada en la que Hollywood realizaba obras maestras populares y oscareables del calibre de Tres caras tiene Eva (Johnson, 1957) –por la que ella ganó su Oscar– y Un gato sobre el tejado caliente (Brooks, 1959) –la primera nominación de él–, cuando el cine “escapista” y “sin ambiciones” podía ser, por ejemplo, alguna encantadora comedia comercial como El golpe (Roy Hill, 1973). En este sentido, hay un momento notable en esta serie documental en la que Hawke conversa con sus colegas y camaradas y comparte el asombro de los inicios de las carreras de Newman y Woodward. “Vean”, les dice Hawke, emocionado, a Billy Cudrup, a Zoe Kazan, a Laura Linney, “¡su mentor fue Elia Kazan, trabajaron en tal película con Tennessee Williams, iban a cenar con Gore Vidal, compartieron el mismo espacio que James Dean, que Marilyn, que Brando!”. Hawke eleva la voz, sonríe, voltea hacia todos partes con un gesto de incredulidad. “¡Qué envidia!”, parece querer decirnos a todos nosotros, y también a sus colegas, a quienes, como a él, les ha tocado trabajar en un Hollywood muy distinto, en el que el cine se transformado en poco menos que “contenido”. Hay en la voz de Hawke un dejo de melancolía porque, parafraseando al poeta, comparando su propia ilustre trayectoria con las legendarias de Paul Newman y Joanne Woordward, él y sus colegas, ¿de quién podrían presumir, de quién podrían hablar?
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.