1972: el progreso de lo pequeño

Este mes Gabriel Zaid cumple 85 años y para celebrarlo, Julio Hubard revisa las ideas de Gabriel Zaid en su libro El progreso improductivo publicado en 1972.
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Nada ha generado mayores desperdicios en la historia que esas formas estatalistas y vasallas del gran capital. El mundo de la posguerra se convirtió en una lucha de colosos, entre los países que adoraban al Estado y los que adoraban al Gran Capital. Ambos, de hecho, rezaban a un mismo demonio: el de la acumulación. Una vez que el partido acumulara todo el poder, repartiría la justicia y la felicidad, decía la izquierda; una vez que las empresas particulares reunieran todos los capitales, derramarían sobre la sociedad todos los beneficios y se esparciría la riqueza, decía la derecha… Es una caricatura, pero las idolatrías no merecen más que eso.

Lo extraño es su pegajosa permanencia: no importa que se hayan exhibido una y otra vez como irracionales, criminales, absurdamente costosas y multiplicadoras del desperdicio, las ideologías del proceso de acumulación-distribución siguen teniendo récords de taquilla, tanto entre las clases políticas, como entre empresarios y, desde luego, con la ciudadanía.

No importa en qué momento de la historia, la inmensa mayoría sigue imaginando la riqueza como tesoro: cosas que se acumulan. No importa la claridad con que se les explique que la verdadera riqueza emerge del movimiento, la transformación y la participación. El monstruo del poder se cruza entre las orejas de los humanos y los obnubila.

Las cosas pequeñas, el trabajo de uno, o unos pocos, los intercambios de bienes y servicios cotidianos, al ser pequeños, no podían sino también ser despreciables: las teorías serias se ocupan de las leyes de la historia y las leyes del mercado, no del menudeo. Lo pequeño es pobre; lo pequeño es precariedad y apenas supervivencia. Y justo eso es lo que debe ser superado por el progreso.

Esa idolatría, que malamente revive con insidiosa adherencia, casi cada generación, tuvo un sobresalto saludable en los primeros años de los setentas. En todo el mundo se hizo famoso un libro estupendo: Lo pequeño es hermoso, de E.F. Schumacher. Era muchas cosas: una crítica del mundo moderno, una explicación clara del conflicto de pensar en tamaños, sin atender a las proporciones; una revaloración de los recursos y sus usos sustentables, con una severa crítica de la deshumanización tecnológica; una inclusión de los países pobres (se llamaban Tercer Mundo) entre las consideraciones de organización y propiedad, sin paternalismos, sin acumulación. Gran libro; gran sorpresa: lo pequeño no sólo es posible: distribuye y genera una riqueza que ni el Estado ni la el gran capital podrían nunca generar, mucho menos repartir.

Schumacher pudo abrir una grieta en el ídolo del gigantismo y la voz sosegada del sentido común pudo hacer un cierto eco. Quizá deba parte de su influencia a la precisa impronta de ese título perfecto, que se debe al editor, no al autor del libro.

La primera edición es de finales de 1973. Schumacher lo escribió durante un año rarísimo en la producción intelectual: en 1972, Ivan Illich está igualmente escribiendo uno de sus mejores libros: La convivencialidad (sí: palabra inventada, bastante fea y sin embargo útil), cuyo propósito técnico es revertir la ideología de aquel progreso que convierte al mundo de la energía y sus tecnologías en un monstruo del poder, alimentado con la deshumanización y la pobreza. La influencia de Illich nunca podrá compararse con la de Schumacher, pero tampoco es posible leerlo sin advertir el escalofrío de la verdad, cuando se ha ignorado y de pronto vuelve a plantarse frente a uno. Schumacher, el economista sensato y razonante; Illich, el anarquista que desafía al lector desde su más básica humanidad. Con eso bastaría.

Pero ni Schumacher, ni Illich, publicaron sus libros en pequeño: aparecieron como obras grandes, reunidas, de pensamiento central. En cambio, desde 1972, Gabriel Zaid comenzó a publicar unos ensayos que no se parecían a nada anterior: breves, rigurosos, escritos con imaginación y economía, despojados de adornos pero con esa prosa cantante que tienen algunos poetas. Mes a mes, en pequeño y en convivencia, se iba construyendo uno de los libros capitales del siglo XX: El progreso improductivo.

En efecto, Zaid es anterior a Schumacher en la belleza de lo pequeño; también anterior a Illich en muchos puntos nodales de la crítica de aquella tontería que lleva a la sociedad, el estado y el capital a buscar progresos gigantistas cuyo resultado es la deshumanización. Las coincidencias son notables: la emoción que dan las tecnologías adecuadas, admiración casi platónica por las proporciones, el goce ante la inteligencia que convierte unos pocos recursos en herramientas que, desde la frugalidad, dan dignidad a la vida humana, tanto en sentido personal, como en convivencia social, económica, cultural. Tres obras que conjugan una devastadora crítica a las ideología y las idolatrías, pero animadas por un optimismo radical.

Pero seguimos padeciendo de idolatría y es necesario tener en cuenta, cada generación, que la inteligencia y el sentido común sólo existen en cada cabeza, de modo individual; suceden en la persona que se pone a pensar y se deja persuadir por la verdad: se da en pequeño, en el menudeo de las conciencias, y por eso no le queda sino ir a la zaga de las ideologías, que contagian masas y acumulan enormes inercias. Hoy hemos regresado a los populismos, las veneraciones del poder, las vagas idolatrías de un “pueblo” que existe sólo como dispositivo para acumular más poder. Pero tenemos en las manos esos tres libros que se escribieron desde 1972. No es poca cosa. y, todavía mejor: uno de esos grandes sigue desafiando idolatrías a sus 85 años. ¡Salud!

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(ciudad de México, 1962) es poeta y ensayista.


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