Foto: Jon Dowland, CC BY-SA 2.0, via Wikimedia Commons

Un libro es una cosa entre las cosas, o: la biblioteca por colores

La biblioteca por colores es un énfasis, una coquetería, un guiño. Es una invitación a la lectura, claro, pero también a la conversación, a la crítica y al juicio.
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I. Un librero es un tapiz

Hace como un año en twitter, que como ustedes saben es la máquina de opinar antes de pensar en la opinión, una tal Julieta Elffman, cuya bio informa que es “comunicadora y editora”, tuiteó esto:

Así, con mayúsculas. Por supuesto, ya que twitter es twitter, se armó un desmadre de 75 mil likes y como quinientas respuestas. Una persona, sensatamente, le respondió a esta señora con una frase que indicaba su propia acción:

Esa es la sensatez, que está tan mal vista en twitter, donde sólo por error alguien puede decir algo sensato o amable. @julielffman, perdiendo de nuevo el piso, respondió a su vez:

Debemos entender de todo esto que una “comunicadora y editora” comprende que los libros no son solo objetos, y que la gente que piensa esa blasfemia, y que comete el pecado de actuar en consecuencia –¡ordenándolos por color!–, debería tener un exclusivo círculo esperándola en el infierno. (Aunque el infierno de todos tan temido es muy pequeño para semejante pecador: no hay un círculo que le alcance.)

Ésa es la introducción de este pequeño ensayo.

~

Pero yo traigo un recordatorio: los libros en verdad son solo objetos. “Yo he pensado, alguna vez, escribir una historia del libro –dijo Borges en alguna conferencia–. No desde el punto de vista físico. No me interesan los libros físicamente, sobre todo los libros de los bibliófilos, que suelen ser desmesurados.” Y sí es cierto. Los libros de bibliófilos son desmesurados, ostentosos. Son como para que un diputado los vuelva regalos para sus clientes. Pero el mismo Borges, como persona pensante, sabía también que un libro es un objeto. En uno de sus muchos prólogos escribió esto:

Un libro es una cosa entre las cosas, un volumen perdido entre los volúmenes que pueblan el indiferente universo, hasta que da con su lector, con el hombre destinado a sus símbolos.

Cuando la lectora encuentra su libro –esa cosa que no es otra cosa que una cosa– ocurre “la emoción singular llamada belleza”, ese “misterio hermoso que no descifran ni la psicología ni la retórica”. Un libro está esperando a su lectora, a su lector, y un día ya no. Un día se realiza ese libro que ha viajado océanos de tiempo para que puedas leerlo tú o para que pueda leerlo yo. Mientras tanto, mientras espera en el librero, ese libro es una cosa más que está en el interminable universo.

Un librero también es una cosa. No importa su tamaño, un librero no es realmente una biblioteca; no lo es hasta que da con su lectora, con su lector, con la mujer destinada a sus símbolos. Antes que eso es metros cúbicos, volumen: es un bien mueble. Es una pared acaso móvil o cambiante. Es la posibilidad de un tapiz: un algo que ocupa una pared. Los libros, como cosas de colores que se colocan en libreros, son los hilos con los que uno puede hilar un tapiz. Y los tapices pueden ser cosas bellísimas.

II. La demasiada belleza

Me van a tener que perdonar pero este ensayo va de la mano de twitter. Ahí, un señor llamado Alberto Tavira, quien dice ser periodista y “autor en seis libros” –rara preposición, por cierto–, escribe:

Desconfío de quienes organizan sus libreros por colores.

(No traigo el screenshot. ¿Habrá borrado el tuit, tal vez comprendiendo su yerro?) Yo, la verdad, desconfío un poco de quienes no organizan sus libros por colores. Me parece raro, sospechoso. Siento como si no quisieran gustar del mundo. Como si la belleza no existiera; como si no colgáramos piezas en nuestras paredes, como si la forma o el tacto de un tenedor no importara con tal de que la cosa trinche y nos lleve comida a la boca. Peor: como si con tal de alimentarse diera igual qué comer un día cualquiera; como si lo único que importara fuera llenarse de nutrientes. ¿Y la cocina, entonces? ¿Y el florín, el juego, el coqueteo? ¿Yel gusto? ¿Y las cosas que nos llenan de vida, las que no son nomás nutritivas sino, pues, sabrosas? Todo eso ¿qué?

No sé.

Demasiada belleza. ¿Han oído esa locución? Así nomás, puesta a medio camino en un ensayo cualquiera, no parece nada. Pero la demasiada belleza es algo. Hay la historia del que amaba deslizar la mano sobre gemas y ágatas, berilos; hay la de una mujer que caminaba de noche, candelabro en mano, por salones abarrotados de lienzos y marfiles. Otros recorren ciudades o barrios en busca de tacos. Otros vemos maravillados la belleza despampanante de los libreros ordenados por colores. Hay demasiada belleza en el mundo. No explorarla, no explotarla, es perder tiempo sobre la tierra y contribuir a la idea de que este mundo es horrible.

(Sí es, por supuesto. El mundo sí es horrible. Ahora mismo están levantando a una morra o a una niña en algún lugar de la ciudad, y la van a violar, y la van a desollar, y van a tirarla muy pronto en un desagüe. Todo eso es cierto y al parecer inevitable. Pero a mí me queda poco tiempo en este mundo horrible y me niego a contribuir a esa idea. Me niego. Me niego a no poner siquiera una pared bellísima en la ciudad de los feminicidios. Es una cosita minúscula, pero es algo.)

Los lomos de los libros pueden contener una belleza. Esa belleza es sistématica o inesperada; es colorida o blanca o negra; contiene signos y esos signos pueden haber sido creados específicamente para ese lomo. (¿Recuerdan el lomo bicolor de la primera edición de Poesía en movimiento? De niño yo no podía dejar de verlo y de tocarlo.) El lomo es al menos dos mensajes cifrados: uno que dice ‘título’, ‘autor’ y ‘editorial’, y otro, más complejo, más digno de atención, que es signos en movimiento: colores, fuentes, talantes, referencias al pasado, apuestas por el futuro. El lomo es una pieza; el lomo es un mensaje que una diseñadora o un diseñador mete en una botella, y luego lanza esa botella al mar sin fin de la biblioteca del mundo con la esperanza de que llegue hasta ti y tú lo mires y acaso descifres su callada voz –I have travell’d a long way merely to look on you to touch you– y le digas: Te encontré.

Es medio sospechoso no acomodar los libros por colores.

III. La biblioteca de la memoria, y su lenguaje

Hay una superioridad moral en no ordenar los libros por colores. Como si no fuera igualmente arbitrario acomodar por títulos, o temas, o autores. Como si hubiera algo intrínsecamente superior en otros órdenes o en el desorden mismo.

Les dije que íbamos a volver a twitter, esa máquina de la antipatía, máquina de separarnos al uno de la otra, a mí de ustedes. Lean este tuit de una persona que firma @letichelius:

Su bio es apropiada: ciudadana que opina. Según ese tuit, la opinión es: ordenar los libros –que es lo que hacen ustedes pero no yo– es de alguna forma menos libre que no ordenar los libros –que es lo que yo hago pero no ustedes, yo que quito, abro, leo un párrafo, pongo donde quepa, busco otro, me lo llevo–. El subtexto es: yo que soy libre, ustedes que están encadenados dando vueltas a la noria que exprime la sustancia de la vida… Pero esa persona no se ha percatado de una cosa: la biblioteca por colores es también un juego mnemotécnico. Un ejercicio de memoria.

Yo tengo amnesia; me cuesta mucho trabajo crear nuevos recuerdos. Ya sé: todos estamos perdiendo la memoria y todos vamos a pertenecer al olvido. Solo que a mí me pasó antes. (Ni modo.) Y mi ejercicio favorito para entrenarme a crear nuevos recuerdos, para forzarme a no entregarme al olvido todavía, es comprar un libro, mirarle el lomo fijamente unos segundos, y antes de ponerlo en el librero decir: “Es color vino; no se te vaya a olvidar, pinche Alonso, que el lomo de este libro –digamos Stamped from the beginning– escolor vino,wey. Si se te olvida que es color vino, se te va a perder.” (De chiquito, años antes de las drogas y la amnesia, mi ejercicio favorito era memorizar el librero del pasillo. Una noche, para torturarme, mi papá reacomodó todos libros. Qué mañana terrible fue aquella.)

Las personas que creen que hay una especie de superioridad en no ordenar los libros (por colores o de cualquier otra manera) parece que no se han dado cuenta de otra cosa. Los libros son objetos, sí, pero juntos en la forma de una biblioteca crean un idioma. Los libros se dicen cosas entre sí. Y los libros por colores pueden ser un ejercicio de crítica. Uno puede antologar por colores. Ya casi acabo pero déjenme darles otro ejemplo. En mi librero por colores hay cuatro libros de lomos color vino colocados uno tras otro. Primero de izquierda a derecha está Satan in America, que es una historia de la relación de Estados Unidos con el diablo, desde los evangelistas de la nueva luz a los esclavos en el sur profundo a los pinches políticos, etcétera; luego junto a él está Fear de Bob Woodward, que es la historia desde adentro de la presidencia de Trump, el momento en que nuestra relación con el diablo ha sido más cercana, más personal, al menos para las personas que nacimos después de 1945; luego está Stamped from the beginning –gran título, por cierto–, que es una “historia definitiva” de las ideas racistas en Estados Unidos, ideas que básicamente alcanzaron un nuevo pico con Trump; y al final del grupo está Lovecraft Country, que es una novela decididamente NO alegórica sobre racismo y mierda abstracta. ¿Me explico? ¿Se alcanza a ver cómo estos libros de géneros y autores y temas diferentes pero de lomos de colores similares como que están diciendo una cosa, como que se están hablando entre sí y hay un discurso atrás de todo eso? Ordenar por colores es un ejercicio de crítica. Es una manera de escribir ensayo.    

Cuando muera quiero ser juzgado por el orden en que coloqué los libros que junté durante mi vida, que ya va para larga. No me importa si el juicio final es que fui un vano o un superficial: miren qué bonita fue mi biblioteca, cómo quiso mostrarse como una cosa, un bello tapiz hecho de hilos-libros de colores, cuánto gustó del diseño y la tipografía… La biblioteca por colores es un énfasis, una coquetería, un guiño. Es una invitación a la lectura, claro, pero también a la conversación, a la crítica y al juicio. La biblioteca por colores es una de esas cosas que o amas o vives en el error.

~

Posdata. El libro que explica mi muerte está en los azules. En ese libro hay una señal para una persona que conocí y amé y me amó y que lo primero que amó de mí fue mi librero policromo. Es la persona a la que estará dedicado todo ese último juego de colores que se desplazan. Esa señal la llevará a los libros amarillos, que suelen ser manuales y libros de cocina; y ahí, escondida, habrá otra clave que la llevará a los libros rojos, que suelen ser diccionarios y libros de consulta; y de ahí otra clave la llevará a un libro blanco –al menos en mi librero el blanco son varios metros de libros de poesía–; y de ahí al negro, que en mi casa suelen ser de cine y de filología y que contienen toda la historia de las lenguas indoeuropeas; y la última clave la llevará al gris, el color que dice un diccionario de lomo rojo que es “el carente de atractivo o singularidad”, y en el gris llegará a un libro muy particular que he dejado señalado con cuatro post-its azules en una sola página, la única página señalada en ese libro, y en esa página va a encontrar estos renglones, donde hay una “voz infinita” y esa voz es la biblioteca colorida, la que habla en el último instante y que es la suma de todas las palabras y las ideas que la biblioteca contiene. Entonces yo estaré muerto, claro, pero hoy espero no llorar:

Y ese por fin va a ser el fin de todo esto.~

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Escritor. Autor de los cómics Gabriel en su laberinto y Una gran chica (2012)


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