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Apuntes para un homenaje: recordando a Sergio Chejfec

Su pensamiento está en su obra, y es ahora cuando hemos de empezar a leerla, si no lo hemos hecho ya. De nosotros depende que Chejfec siga narrando en presente.
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La noticia sobre la muerte de Sergio Chejfec la recibí en Buenos Aires, su ciudad natal. Para homenajearlo, pensé que era justo y necesario, como dirían los feligreses en la misa, darle gracias por su vida y su obra haciéndome con su libro más reciente: Apuntes para un panfleto, publicado por Gog y Magog, una pequeña editorial independiente argentina de las que tienen un catálogo fiable y jugoso, al igual que Candaya o Jekyll & Jill, las dos en las que Sergio publicaba con más frecuencia en España. 

Lo busqué en librerías al día siguiente de enterarme, pero era domingo y en el barrio de Buenos Aires donde me encontraba solamente había un par de ellas abiertas: Yenny y la librería Santa Fe, ambas en el interior de un centro comercial, escondidas entre heladerías y sucursales de Adidas, Birkenstock o Lancôme. En las dos librerías, que forman parte de una cadena de franquicias, me dijeron que de Gog y Magog no tenían nada, así que probé en comprarlo para Kindle, pero la búsqueda fue infructuosa. Me marché al día siguiente de la ciudad sin mis Apuntes para un panfleto, pero sí con muchos otros libros de Chejfec en el recuerdo, textos a caballo entre el ensayo y la ficción –él los consideraba “divagaciones”– de títulos tan sugerentes como Teoría del Ascensor, Mis dos mundos o Últimas noticias de la escritura. Publicar en editoriales muy pequeñas puede ocasionar problemas de distribución como estos, por eso muchos escritores prestigiosos y de larga trayectoria ni siquiera se lo plantean. En cambio, Sergio, al que incluyo en ese colectivo, decidió poner uno de sus manuscritos más recientes en manos de un sello pequeño. ¿No es esto un acto de generosidad evidente?  A mí me lo parece.

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Por whattsapp circula un sticker de Chejfec. Yo lo guardo entre mis favoritos desde que me llegó hace un par de años a través de una de sus exalumnas del máster de escritura creativa de la Universidad de Nueva York. En él se ve a Sergio en un gesto creo que frecuente en sus clases de escritura creativa: con los brazos en alto y las manos apoyadas sobre la coronilla. Un gesto que le permitía escuchar activa y cómodamente a sus alumnos, un gesto a través del cual ha contribuido al desarrollo de nuevas generaciones de escritores de habla hispana como Fernanda Trías, Sara Cordón, Ezequiel Zaidenwerg y muchos otros que han ido pasando por ese laboratorio literario que es el famoso máster de NYU. Quiero pensar que si copio ese gesto de Sergio lograré escuchar con tanta finura como él, sobre todo porque escuchar bien te lleva a escribir bien; o a lo que yo llamo “escribir bien”, que en realidad equivaldría a pensar bien.  

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La literatura de Chejfec nos pide concentración, una destreza –¿o es una virtud?– que escasea en nuestro tiempo. En sus textos no hay frases anodinas que estén ahí solo para facilitar que la trama avance. A Chejfec es mejor leerlo lápiz en mano, porque al recorrer sus libros el deseo de subrayar acucia. Su literatura, que no está encadenada a un argumento convencional, trata de lo que sucede en el mundo y, simultáneamente, de lo que ocurre en nuestras mentes mientras pasan cosas en el mundo. Aunque afirmó ser consciente de las dosis de ilegibilidad presentes en cualquier texto, su escritura nunca es un acto solipsista: es más bien un discurso traducido por él mismo para hacerlo comprensible a sus lectores. Si Chejfec fuese dramaturgo, lo imagino escribiendo para una compañía independiente, de bajo presupuesto y montajes estéticamente arriesgados, con una puesta en escena austera. Para mostrar una realidad compleja, nada mejor que prescindir de escenografías rimbombantes.

 En cambio, me cuesta imaginar los libros de Chejfec adaptados al cine, y eso es uno de los rasgos que más valoro en su literatura. En ella no hay mención alguna a marcas comerciales, ni tramas resumibles en un párrafo. Tampoco encontramos apenas asideros de localización, aunque paradójicamente en sus textos esté presente la esencia de la modernidad urbana: el protagonismo de las grandes ciudades y nuestra relación con el dinero, con las pantallas y con los objetos (“Debería dedicarse una historia a los objetos, o sea, estrictamente referida a ellos. Sería una historia escrita de manera precisa y dejaría más de una enseñanza”, leemos en La experiencia dramática). Lo que sí hallamos indefectiblemente en sus libros es un clima y una textura específicos, como él mismo declara en la entrevista que dio en el CCCB de Barcelona.  

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El canon de autores que propone Chejfec es de perfil bajo. Entre las lecturas que recomienda y comenta en entrevistas y conversaciones se encuentra Antonio Di Benedetto –en concreto su relato Aballay, llevado al cine por Fernando Spiner– o los escritos híbridos entre poesía y narración del cubano Lorenzo García Vega, otro autor-joya que Chejfec nos ha dado a conocer. En cambio, Harold Bloom no le acaba de convencer: encuentra su propuesta muy anglosajona, es decir, demasiado afirmativa y contundente. Y lo dice con el conocimiento de causa que le otorga haber nadado durante décadas en las aguas aparentemente mansas, pero en realidad procelosas, de la academia estadounidense.  

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Como buen observador de sus propias herramientas de trabajo, Chejfec también ha reflexionado sobre la nueva materialidad de la escritura. Su curiosidad e interés por los artefactos tecnológicos que usamos ubicuamente en nuestras vidas no le impedía admitir la fascinación que ejercía sobre él y sobre todos nosotros la escritura a mano. En su ensayo Últimas noticias de la escritura (Jekyll & Jill, 2015) da fe de esto al recordar una exposición de manuscritos de Proust a la que acudió en 2013 con motivo del centenario de la publicación de Por el camino de Swann. Fue en las salas de la Morgan Library neoyorquina donde el escritor reparó en que los asistentes “buscaban una verdad que se pusiera de manifiesto instantáneamente, como consecuencia de la cercanía física tanto de la letra original como de los objetos manipulados por Proust”. 

A los escritores, ya empleemos ordenadores o plumas, Chejfec nos enseña a pensar, a mirar y a escuchar lo que nos rodea (“la única profusión era la del silencio”, escribe en su libro titulado 5, publicado en España por Jekyll & Jill), y con ese trazo mental refinado y sutil, Chejfec narraba cerebros y ciudades. Digo “narraba” pero es un error: el tiempo verbal correcto es narra, o incluso narrará, porque todavía nos queda mucho Chefjec por descubrir. Su pensamiento está en su obra, y es ahora cuando hemos de empezar a leerla, si no lo hemos hecho ya. De nosotros depende que Chejfec siga narrando en presente.

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