Buena parte de la trayectoria vital de Barbara Probst Solomon se explica por su nacimiento en una familia judía neoyorquina, acomodada y liberal. Judía, pero ni religiosa ni sionista. Ese ambiente la puso en contacto, desde muy joven, con grupos de la izquierda radical norteamericana. Pero lo que de verdad le interesaba no era la política, sino disfrutar de su juventud, vivir intensamente. Y conocer Europa, donde residía aún parte de su familia. De ahí que en 1948, con apenas 19 años, tomara la crucial decisión de irse a París. Y en la capital francesa entró en contacto con el exilio español. No tanto con el de la Guerra Civil, que le pareció viejo y obsesionado por un problema ya pretérito, sino con los escasos jóvenes que por entonces escapaban del país. De uno de ellos, Paco Benet, hermano del novelista Juan Benet, se convirtió en pareja.
También en París conoció a otra americana parecida a ella, Barbara Mailer, hermana a su vez de otro novelista, Norman Mailer, que en 1948 publicaba The Naked and the Dead, su primera y acaso más importante obra. Y el verano de ese año ambas aceptaron participar en un viaje a España para ayudar a la liberación de dos estudiantes presos. Se llamaban Manuel Lamana y Nicolás Sánchez Albornoz, nombres que a ellas no les decían nada, y formaban parte de los condenados que “redimían penas” en Cuelgamuros, futuro Valle de los Caídos.
El inicio de la fuga fue fácil, pues cada semana los presos eran llevados, con escasa vigilancia, a misa dominical en El Escorial. Paco Benet les ayudó a desviarse del grupo y les metió en el coche en el que esperaban, con el motor encendido, las dos Bárbaras. Un automóvil con bandera americana, llevando a dos chicas de aquel país y tres españoles, comiendo en paradores y aparentando ser señoritos juerguistas, con botellas de whisky bien visibles, logró superar los múltiples controles policiales de la carretera y llegar a Barcelona. Allí contactaron con el movimiento clandestino, que confesó no tener medios para trasladarles a Francia. Paco se quedó entonces en Barcelona y los otros cuatro siguieron hasta los Pirineos, donde las americanas dejaron a los dos fugados, con bocadillos y una brújula, para que cruzaran la frontera por la montaña, mientras ellas lo hacían en el coche, legalmente, aunque no sin problemas. Pese a perderse y tardar varios días, ellos también acabaron alcanzando el territorio francés.
Bárbara prolongó su estancia en París hasta 1950, año en el que regresó a los Estados Unidos. Terminada su relación con Paco, se casó con Harold Solomon, catedrático de Derecho y primo del historiador Gabriel Jackson. Pero Harold murió en 1967. Y ella, que se iba haciendo un nombre como novelista, periodista y directora de revistas, decidió volver a Europa. París y España, de nuevo.
En esta segunda estancia parisina, Bárbara se relacionó sobre todo con Juan Goytisolo y Pepe Martínez, que dirigía con éxito Ruedo Ibérico. En Madrid, donde vivió la explosiva primavera estudiantil del 68, conoció a Dionisio Ridruejo, antiguo falangista devenido fervoroso demócrata, que le inspiró mucho interés, en parte influida por la opinión de Juan Benet. Entendió, a través de él, la complejidad del fascismo español, que tuvo su lado moderno, juvenil, poético y hasta elegante.
En posteriores visitas a España, ya en los setenta, pudo detectar la evolución del ambiente político. Aunque continuaba, desde luego, la dictadura, con sus detenciones y torturas, ocurrían cosas nuevas, como la aparición de revistas y diarios con información y lenguaje más abierto, entre los que se incluía el Madrid de Calvo Serer, un extraño periódico del Opus pero antirrégimen. O el auge de un nuevo feminismo, del que discutió con Josefina Samper, la mujer de Marcelino Camacho. O un Partido Comunista dirigido por Santiago Carrillo que apostaba por el reformismo democrático. O una Iglesia católica que entonaba mea culpas por sus conexiones con el franquismo. O, sobre todo, una ETA capaz de inspirar movilizaciones masivas alrededor de los juicios de Burgos o de dar golpes tan espectaculares como el de Carrero; lo cual planteaba a la izquierda el inesperado problema del superior atractivo del nacionalismo periférico sobre la revolución obrera. Impresionada por esta eficacia, Bárbara decidió colaborar en la traducción y adaptación de Operación Ogro al inglés, cosa que hizo en Nueva York, donde regresó el 74 enferma de neumonía. Publicó también en aquellos años sus dos relatos autobiográficos, Los felices cuarenta y Vuelos cortos, de especial interés para la historia del antifranquismo.
Y en Nueva York, cenando con Nicolás Sánchez Albornoz y su esposa, recibió la noticia de la muerte de Franco. Se abrazaron y brindaron con champán. Tras lo cual retornó a España. La primera vez, para recibir al propio Nicolás, que le había dicho “tú me sacaste de España, tú tienes que devolverme”. Se encontró entonces con un Madrid mucho más divertido, en plena explosión de vitalidad, con fuerte presencia pública de las mujeres y mucho debate sobre feminismo; y nuevas editoriales, como Turner o Alianza, que llevaban a cabo una cruzada cultural para transformar el país.
Con especial intensidad vivió la campaña electoral del 77. En la noche del 15 de junio visitó la fiesta de El País, donde estaba el “todo Madrid”, y acabó tomando un chocolate en San Ginés. Las elecciones, según analizó, daban un vuelco a la situación, no tanto por la ajustada victoria de UCD como por el buen resultado del PSOE de Felipe González y el segundo plano, dolido y susceptible, al que pasaban los carrillistas. Los socialistas, constató, son el partido del futuro. Y la monarquía se ha reforzado.
La España de los últimos setenta evolucionó del “destape” al “desencanto”. La política fue pasando a ser rutina democrática –“un asco”–. Y ella, a convertirse en una heroína legendaria.
En algún sentido, Barbara Probst Solomon puede verse como el último eslabón de la larga saga de románticos enamorados de España. De España, escribió, le gustaba “la preciosa libertad de verte cercada, de que todo el mundo te empuje de un lado para otro diciéndote lo que debes hacer a continuación”. Le atraía, pues, que la invadieran, que no le tuvieran ese respeto tímido con el que la sociedad angloamericana te deja pudrirte en la soledad. Algunas situaciones las describió con romántica exageración, como el ambiente de intriga y miedo del último franquismo, para ella “muy parecido al de los años 40”; o el “baño de sangre” con que la policía disolvía una manifestación estudiantil el 68. Y las evocaciones literarias le brotaban inevitablemente, como los emocionantes molinos de viento que vio al asistir a un mitin político en Talavera; o el “los anarquistas cabalgan de nuevo” que detectó al morir Franco.
Arriesgada y generosa, Barbara Probst Solomon fue un asidero precioso para los contados antifranquistas de los años cuarenta. Los sesenta y setenta la desbordaron. Pero siguió siendo, hasta el final, una testigo honesta y perspicaz.
Es historiador y ha sido catedrático emérito de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Políticos y Sociales en la Universidad Complutense de Madrid.