Carmen Alborch, el adiós de un referente generacional

La política valenciana, ministra de cultura con Felipe González, fue una figura carismática e inspiradora.
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La última vez que la vi fue en la toma de posesión del ministro José Guirao en junio. Allí estaba ella, tocada con un sombrero del que todos los periodistas comentamos con una medio sonrisa, “‘es muy Alborch”. También se la veía contenta. Aunque en medio hubieran transcurrido décadas pasaba el testigo en una institución en la que ella había sido santo y seña a comienzos de los noventa. Porque Carmen Alborch (Valencia, 1947-2018) no solo fue la ministra de cultura del último Gobierno de Felipe González como si esto fuera una etiqueta más en una trayectoria política. La Alborch fue un referente. Desde su estética –para algunos estrafalaria, para otros simplemente moderna y libre– a los libros que escribió en los que mostraba cómo las mujeres debíamos y podíamos quitarnos todas las cadenas. Y sin sectarismos. Como dijo en una de sus últimas entrevistas, “hay quien quiere que nos tiremos del moño, pero no lo vamos a consentir. El feminismo no es un catecismo y cada una lo vive a su modo”.

Alborch formó parte de aquello que se ha llamado la segunda ola del feminismo. Las que comenzaron a combatir en los años sesenta y setenta mientras se publicaban los libros de autoras norteamericanas como Kate Miller (Política sexual), Germaine Greer (La mujer eunuco) o Jo Freeman (La tiranía de la falta de estructuras). Las que, después de los movimientos sufragistas, comenzaron a centrarse en aspectos como la igualdad de derechos laborales, salariales y la liberación sexual en las políticas de reproducción con las campañas sobre el aborto libre. Las que, de alguna manera, pusieron las bases para construir lo que ha saltado décadas después con respecto a los abusos y el acoso.

La política valenciana, en este sentido, tiene mucho de generacional. Cuando llegó al Congreso en esos años noventa contrarrestaba el bigote y el gesto enrabietado de un joven Aznar con una melena pelirroja y una sonrisa que desarmaba. Era la alegría, la fiesta de los ochenta que ya se agotaba. Y eso a muchas que entonces éramos adolescentes nos gustó. Era una sonrisa de libertad que muchos años después aún se recordaba. Por eso, en aquella toma de posesión de Guirao era imposible no fijarse en ella y destacar ”‘mira, ahí va la Alborch”.

Antes de su llegada al gabinete de Felipe González había sido decana de la Facultad de Derecho en la Universidad de Valencia, directora general del IVAM (Instituto Valenciano de Arte Moderno) y directora general de cultura de la Generalitat de Valencia. En la Comunidad Valenciana ya se había hecho notar y su carisma pronto se haría visible a nivel nacional. Durante su mandato en el ministerio de cultura se promovió la Ley de fomento de la cinematografía, que trajo algunas polémicas, un nuevo plan de catedrales y se comenzó con el proyecto de ampliación del Museo del Prado (que a día de hoy aún no ha concluido). Algo dice de cómo cambiaron las cosas cuando su sucesora al frente del ministerio fue Esperanza Aguirre.

Cuando dejó de estar en primera fila y dejamos de ver sus diseños de Issey Miyake o Vivienne Westwood –la diseñadora de la época punk británica- Alborch comenzó a publicar libros como Solas (1999) en el que señalaba la ruptura con algunos estereotipos con respecto a las mujeres –¿qué hay de malo en vivir sola?– y Malas (2002), en la que abordaba la complicidad femenina y que hoy todavía da algunas lecciones sobre la sororidad rompiendo la idea tópica de la bondad de las mujeres:No somos amigas por naturaleza, pero tampoco las peores enemigas”, dijo en la presentación del libro. Como cierre de esta trilogía en 2004 publicaría Libres, retratos de mujeres como Marina Silva, Alice Walker, Rita Levi-Montalcini o Shirin Ebadi, que habían cambiado también con las estructuras clásicas con respecto a la mujer. Aquellos ensayos fueron importantes para aquellas que ya estábamos en la universidad y entrábamos en la edad adulta del entorno laboral y de las relaciones. Y la convirtieron en una bestseller: de Solas se llegaron a vender más de 400.000 ejemplares.

Aunque alejada de la política, Alborch nunca dejó de combatir por el feminismo y el socialismo. En su último libro, Los placeres de la edad (2014) criticaba la doble vara de medir el paso de la edad con respecto a las mujeres en relación con los hombres. En los últimos tiempos –aquejada de una enfermedad, el cáncer, que tampoco se hizo pública a la manera en la que hoy hacemos públicas casi todas nuestras cosas– tenía menos visibilidad. En su último acto público, este octubre, cuando recibió la más alta distinción de la Generalitat de Valencia, señaló que “el feminismo debería ser declarado Patrimonio Inmaterial de la Humanidad”. También insistió en que había que mantener la lucha.

A muchas, de forma consciente o inconsciente, su presencia siempre nos impactó. Quizá fue su sonrisa y alegría, porque las mujeres que sonríen siempre son más guapas y es más fácil que nos transmitan fuerza, vitalidad, ganas de vivir. Y libres. Y, por eso, su presencia no va a diluirse por que haya emprendido un nuevo viaje.

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es periodista freelance en El País, El Confidencial y Jotdown.


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